jueves, 6 de febrero de 2020

Don Francisco de Sandoval, el rey sin corona

Llevo un rato sentado en las primeras filas de la capilla, abstraído, en silencio, admirando las soberbias esculturas de bronce sobredorado cuando una voz joven de mujer me devuelve a la realidad. Entra acompañada de  su familia, un padre pendiente en aquel momento de atender algo en su teléfono, y dos pequeños cuyas edades calculo entre los ocho y los diez años. La madre se dirige a ellos para recordarles en voz baja, firme pero cansada, con ese cansancio de quien ha repetido esa letanía una y mil veces: “ya os lo he dicho, no toquéis nada, no corráis”. No parece, sin embargo, muy convencida. Al fondo de la sala deja de oírse repentinamente el susurro de la conversación de las dos vigilantes, sospecho que alertadas por las palabras de la madre.

De repente el niño se para y, señalando con el dedo hacia la figura orante, dice: “¡mamá, mamá, un rey!”. Su hermana se acerca hacia la estatua y le corrige, con ese tono inconfundible de hermana mayor, arrastrando las sílabas: «¡no, no es un rey! ¡no ves que no lleva corona!, ¡y ella tampoco!», añade girándose hacia la escultura de la dama en idéntica postura. La madre se acerca hacia uno de los rótulos de la pared, casi ocultos, y sentencia: «tiene razón tu hermana, no es un rey, son los Duques de Lerma». La niña sonríe satisfecha y el chaval, contrariado, insiste: «¡pues parece un rey!». El resto de la sala no parece despertar su interés y salen enseguida. El padre ni se inmuta, sigue a lo suyo.

POMPEO LEONI. D. Francisco de Sandoval, I Duque de Lerma. Detalle del monumento funerario de los Duques de Lerma, 1601-1608. Museo Nacional de Escultura, Valladolid. Fot. Gonzalo Durán

Sigo toda la escena desde mi lugar, y no puedo evitar dejar escapar una sonrisa al escuchar las últimas palabras. Estoy seguro que D. Francisco de Sandoval y Rojas, I Duque de Lerma, valido del rey Felipe III, al que llamaban el Piadoso, se sentirá orgulloso allí donde esté que como buen creyente que era seguramente será en los infiernos donde arden los pecadores, al comprobar que su monumento funerario causa el efecto deseado. Quizá algún día alguien podrá explicar a estos niños que aquel Duque persiguió dos objetivos a lo largo de su vida, el poder y el enriquecimiento personal y familiar, y que consiguió ambas cosas. Se convirtió en el hombre más poderoso en la España de su tiempo, el auténtico rey aunque sin corona, «segundo sol que alumbra España», llegaron a decir de él; también en uno de los más ricos, y a sus numerosos títulos aristocráticos bien hubiera podido añadir otro, el de Príncipe de la Corrupción, probablemente el más merecido.  Pero bueno, vayamos por partes.

De la incapacidad para el gobierno de Felipe III ya era consciente su padre Felipe II, el Rey Prudente, quien llegó a decir: «Dios, que me ha dado tantos reinos, me ha negado un hijo capaz de regirlos». Y así fue, y de aquello supo aprovecharse el ambicioso D. Francisco de Sandoval y Rojas, que creció en la corte junto al joven príncipe cuando aún se le conocía por el Marqués de Denia, y se ganó su confianza y amistad hasta convertirse en su valido cuando llegó al trono. No fue el primero, pero nunca antes ningún otro había reunido tanto poder. Los historiadores han sido implacables a la hora de juzgar el reinado y los protagonistas. Domínguez Ortiz, por ejemplo, generalmente contenido, no duda en calificar a Felipe III de «soberano inepto»,  para añadir que «debe ser contado como el más inútil y nefasto de los monarcas austríacos». Aficionado al juego y a la caza, para J. Lynch Felipe III es «el rey más vago de la historia de España». Lo mismo puede decirse de Lerma, escribe Tomás y Valiente, ya que si el monarca carecía de ideas, tampoco las tenía el Duque, y si el monarca se había dedicado a la búsqueda de los placeres, nada indicaba que Lerma no hubiese hecho lo mismo. La gravedad de estos juicios no se quedan sólo ahí, en el plano personal, porque aquel comportamiento favoreció y alentó la corrupción hasta niveles inasumibles incluso para los cargos públicos del Antiguo Régimen, que se «aproximaban mucho a esos políticos que en la actualidad no dudaríamos en calificar de “chorizos”», como escribe A. Feros.

POMPEO LEONI. Doña Catalina de la Cerda, I Duquesa de Lerma. Detalle del monumento funerario de los Duques de Lerma, 1601-1608. Museo Nacional de Escultura, Valladolid. Fot. Gonzalo Durán

Estaba tan extendida la corrupción que dio para escribir un libro elocuentemente titulado El arte de furtar, escrito en 1652 por Manuel da Costa, un jesuita portugués, que no se atrevió a publicarlo entonces y hubo de esperarse hasta 1743. Allí hace un repaso de todas las formas de furtar, término que hace extensivo a cualquier comportamiento que moralmente pueda parecerle censurable. Aunque, sin duda, la obra más completa sobre la corrupción y los abusos de poder del Duque de Lerma y el círculo de sus allegados, son las Relaciones de las cosas sucedidas en la Corte de España desde 1599 hasta 1614, del cronista Luis Cabrera de Córdoba.

Los beneficios y cargos que obtuvieron Lerma y sus amigos del ejercicio corrupto  del poder darían para llenar varias páginas, apunta Domínguez Ortiz. No disponemos de tanto espacio aquí, así que vamos a referirnos al escándalo más sonado, cuando consiguió convencer al rey en 1601 para que trasladara la corte de Madrid a Valladolid, un auténtico pelotazo especulativo, utilizando un lenguaje actual, hábilmente preparado por el valido. Desde un año antes había empezado a acumular propiedades en la ciudad castellana, a veces forzando a vender a sus propietarios, como pudo ser el caso del palacio del Marqués de Camarasa. Después, con el pretexto de alejar a Felipe III de la influencia de su tía y abuela la emperatriz María de Austria, le convenció para trasladar la capital a Valladolid. El traslado provocó el efecto deseado por el Duque, los precios de solares y viviendas subieron desorbitada y repentinamente, lo que le proporcionó pingües beneficios. Al propio rey le vendió por 186.393 ducados el palacio Camarasa, por el que un año antes había pagado el duque tan sólo 80.000 ducados. Pero la jugada todavía no estaba completa. En Madrid ocurrió todo lo contrario, la salida de la corte supuso una depreciación de la vivienda, y ¿qué hizo el Duque? Exacto, aprovechó para comprar propiedades a precio de saldo; luego negoció con las autoridades madrileñas el retorno de la Corte a la ciudad en 1606, previo pago de 250.000 ducados para la Corona y la correspondiente mordida del Duque; los precios en Madrid volvieron a subir, y el Duque ganó una fortuna. Fue así como se convirtió en el hombre más rico del reino.

A la vez que labraba su fortuna, el Duque construye una imagen iconográfica de exaltación de su persona cada vez más ambiciosa y descarada, apropiándose de la iconografía tradicionalmente reservada a los monarcas hasta conseguir parecer él mismo uno de ellos. Para conseguirlo se valió de los artistas más brillantes del momento. Coincidiendo con la llegada de la corte a Valladolid, convence a Pompeo Leoni para que se traslade allí para labrar las estatuas de su monumento funerario y el de su esposa en la iglesia de San Pablo. El Duque, que no daba puntada sin hilo, no eligió a Leoni únicamente por su extraordinaria capacidad artística, sino porque unos años antes había sido el artífice de las suntuosas efigies de la familia del emperador Carlos para el panteón de El Escorial, cuyo modelo le sirvió de inspiración para hacer ahora estas otras. No pareció importarle los problemas que el milanés había tenido anteriormente con el Santo Oficio, que le encerró un año en un monasterio acusado de ideas luteranas. Claro, que tampoco lo fue para el propio inquisidor general que le encausó, Fernando de Valdés, que terminaría encargándole su propio sepulcro.

PEDRO PABLO RUBENS. Retrato ecuestre del Duque de Lerma, 1603.
Museo del Prado, Madrid. Fot. wikipedia

El resultado es soberbio. Las esculturas están realizadas en bronce sobredorado, lo que ya  constituye en sí mismo una excepcionalidad en la escultura española. Las figuras, de tamaño natural, aparecen devotamente arrodilladas, en actitud orante y grave, confrontadas una a la otra. El trabajo de Leoni y sus colaboradores, entre los que estaba el orfebre Juan de Arfe, es realmente primoroso, resulta admirable el tratamiento de las cabezas, no exentas de idealización, evidente en el caso del Duque ya que evita recordarnos su estrabismo, del que existe constancia documental. Destaca igualmente el tratamiento preciosista de las ricas vestiduras y joyas que portan, elementos que se configuran determinantes para subrayar la importancia de sus personas. El Duque, viste armadura de gala cubierta por el manto ducal forrado de armiños. Dª Catalina de la Cerda, conforme al ilustre abolengo que le correspondía como hija del Duque de Medinaceli no le iba a la zaga y luce igualmente joyas, manto con colas de armiño y un elegante tocado. Son exactamente imágenes a imitación del rey.

Ese mismo año, el Duque se hace retratar por Pantoja de la Cruz, y nuevamente opta por una representación propia de un rey. En esta ocasión el modelo a imitar será el retrato de Felipe II por Tiziano, en el que el italiano se había esforzado especialmente en exaltar la dignidad del aún príncipe, hasta tal punto que se convirtió en el modelo de representación áulica durante el siglo siguiente. En esta ocasión, sin embargo, sí que se aprecia el estrabismo del Duque.

Seguro y confiado de su poder, Lerma da un paso más, y encarga el retrato por el que más se le recuerda. Será también su apuesta más arriesgada, porque hasta entonces el retrato ecuestre, con su capacidad evocadora de la Antigüedad clásica, era un género tradicionalmente reservado para la realeza. En 1603 llega a Madrid Rubens, encabezando una delegación diplomática del Duque de Mantua, a cuyo servicio como pintor de corte se encontraba entonces el pintor flamenco. Su trabajo aún no era muy conocido en España, pero tras ver el retrato que pinta de Felipe III, el Duque de Lerma le encarga el soberbio retrato ecuestre que hoy puede admirarse en El Prado. Las enormes dimensiones del óleo y el punto de vista bajo le hacen parecer, con su armadura de guerrero, un auténtico gigante a lomos de un formidable corcel napolitano. La posición en escorzo es todo un acierto, intensifica la sensación de movimiento. El resultado es espectacular, aunque el pintor se lamentara años después del abuso cromático de azules y platas, y de su pincelada, aún muy dibujada.

Lerma se mantuvo en el poder hasta 1618, cuando los escándalos propios y los de su círculo más cercano, unido a las ambiciones políticas de sus rivales su propio hijo el Duque de Uceda entre ellos, le hicieron caer. Su mano derecha, D. Rodrigo de Calderón terminó ajusticiado en la horca en Madrid, y Lerma evitó su procesamiento cuando consiguió que le hicieran cardenal, beneficiándose así de la inmunidad eclesiástica. Con razón se cantaba por Madrid: «Por no morir ahorcado, el mayor ladrón de España se viste de colorado». Terminó sus días alejado de la corte, sus rentas y bienes embargadas por orden del Conde-Duque de Olivares, y recluido en sus posesiones de Valladolid y de la villa de Lerma.


Este artículo se publicó en CaoCultura el 25 de mayo de 2018

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