Llevo un rato sentado
en las primeras filas de la capilla, abstraído, en silencio, admirando las
soberbias esculturas de bronce sobredorado cuando una voz joven de mujer me devuelve
a la realidad. Entra acompañada de su
familia, un padre pendiente en aquel momento de atender algo en su teléfono, y dos
pequeños cuyas edades calculo entre los ocho y los diez años. La madre se
dirige a ellos para recordarles en voz baja, firme pero cansada, con ese cansancio
de quien ha repetido esa letanía una y mil veces: “ya os lo he dicho, no
toquéis nada, no corráis”. No parece, sin embargo, muy convencida. Al fondo de
la sala deja de oírse repentinamente el susurro de la conversación de las dos
vigilantes, sospecho que alertadas por las palabras de la madre.
De repente el niño
se para y, señalando con el dedo hacia la figura orante, dice: “¡mamá, mamá, un
rey!”. Su hermana se acerca hacia la estatua y le corrige, con ese tono
inconfundible de hermana mayor, arrastrando las sílabas: «¡no,
no es un rey! ¡no ves que no lleva corona!, ¡y ella tampoco!»,
añade girándose hacia la escultura de la dama en idéntica postura. La madre se
acerca hacia uno de los rótulos de la pared, casi ocultos, y sentencia: «tiene
razón tu hermana, no es un rey, son los Duques de Lerma». La niña sonríe satisfecha y
el chaval, contrariado, insiste: «¡pues parece un rey!». El
resto de la sala no parece despertar su interés y salen enseguida. El padre ni
se inmuta, sigue a lo suyo.
POMPEO LEONI. D. Francisco de Sandoval, I Duque de Lerma. Detalle del monumento funerario de los Duques de Lerma, 1601-1608. Museo Nacional de Escultura, Valladolid. Fot. Gonzalo Durán |
Sigo toda la
escena desde mi lugar, y no puedo evitar dejar escapar una sonrisa al escuchar las
últimas palabras. Estoy seguro que D. Francisco de Sandoval y Rojas, I Duque de
Lerma, valido del rey Felipe III, al que llamaban el Piadoso, se sentirá
orgulloso allí donde esté —que como buen creyente que era
seguramente será en los infiernos donde arden los pecadores—,
al comprobar que su monumento funerario causa el efecto deseado. Quizá algún
día alguien podrá explicar a estos niños que aquel Duque persiguió dos objetivos
a lo largo de su vida, el poder y el enriquecimiento personal y familiar, y que
consiguió ambas cosas. Se convirtió en el hombre más poderoso en la España de
su tiempo, el auténtico rey aunque sin corona, «segundo sol que alumbra España», llegaron
a decir de él; también en uno de los más ricos, y a sus numerosos títulos
aristocráticos bien hubiera podido añadir otro, el de Príncipe de la Corrupción,
probablemente el más merecido. Pero
bueno, vayamos por partes.
De la
incapacidad para el gobierno de Felipe III ya era consciente su padre Felipe
II, el Rey Prudente, quien llegó a decir: «Dios, que me ha dado tantos reinos, me ha negado un hijo capaz de
regirlos». Y así fue, y de aquello
supo aprovecharse el ambicioso D. Francisco de Sandoval y Rojas, que creció en
la corte junto al joven príncipe cuando aún se le conocía por el Marqués de
Denia, y se ganó su confianza y amistad hasta convertirse en su valido cuando
llegó al trono. No fue el primero, pero nunca antes ningún otro había reunido
tanto poder. Los historiadores han sido implacables a la hora de juzgar el
reinado y los protagonistas. Domínguez Ortiz, por ejemplo, generalmente
contenido, no duda en calificar a Felipe III de «soberano inepto», para añadir que «debe ser contado como el más inútil y nefasto de los monarcas
austríacos». Aficionado al juego y a
la caza, para J. Lynch Felipe III es «el
rey más vago de la historia de España».
Lo mismo puede decirse de Lerma, escribe Tomás y Valiente, ya que si el monarca
carecía de ideas, tampoco las tenía el Duque, y si el monarca se había dedicado
a la búsqueda de los placeres, nada indicaba que Lerma no hubiese hecho lo
mismo. La gravedad de estos juicios no se quedan sólo ahí, en el plano
personal, porque aquel comportamiento favoreció y alentó la corrupción hasta
niveles inasumibles incluso para los cargos públicos del Antiguo Régimen, que
se «aproximaban mucho a esos políticos que en la
actualidad no dudaríamos en calificar de “chorizos”»,
como escribe A. Feros.
POMPEO LEONI. Doña Catalina de la Cerda, I Duquesa de Lerma. Detalle del monumento funerario de los Duques de Lerma, 1601-1608. Museo Nacional de Escultura, Valladolid. Fot. Gonzalo Durán |
Estaba tan
extendida la corrupción que dio para escribir un libro elocuentemente titulado El arte de furtar, escrito en 1652 por
Manuel da Costa, un jesuita portugués, que no se atrevió a publicarlo entonces
y hubo de esperarse hasta 1743. Allí hace un repaso de todas las formas de furtar, término que hace extensivo a
cualquier comportamiento que moralmente pueda parecerle censurable. Aunque, sin
duda, la obra más completa sobre la corrupción y los abusos de poder del Duque
de Lerma y el círculo de sus allegados, son las Relaciones de las cosas sucedidas en la Corte de España desde 1599
hasta 1614, del cronista Luis Cabrera de Córdoba.
Los beneficios
y cargos que obtuvieron Lerma y sus amigos del ejercicio corrupto del poder darían para llenar varias páginas,
apunta Domínguez Ortiz. No disponemos de tanto espacio aquí, así que vamos a
referirnos al escándalo más sonado, cuando consiguió convencer al rey en 1601
para que trasladara la corte de Madrid a Valladolid, un auténtico pelotazo
especulativo, utilizando un lenguaje actual, hábilmente preparado por el
valido. Desde un año antes había empezado a acumular propiedades en la ciudad
castellana, a veces forzando a vender a sus propietarios, como pudo ser el caso
del palacio del Marqués de Camarasa. Después, con el pretexto de alejar a
Felipe III de la influencia de su tía y abuela la emperatriz María de Austria,
le convenció para trasladar la capital a Valladolid. El traslado provocó el
efecto deseado por el Duque, los precios de solares y viviendas subieron
desorbitada y repentinamente, lo que le proporcionó pingües beneficios. Al
propio rey le vendió por 186.393 ducados el palacio Camarasa, por el que un año
antes había pagado el duque tan sólo 80.000 ducados. Pero la jugada todavía no
estaba completa. En Madrid ocurrió todo lo contrario, la salida de la corte
supuso una depreciación de la vivienda, y ¿qué hizo el Duque? Exacto, aprovechó
para comprar propiedades a precio de saldo; luego negoció con las autoridades
madrileñas el retorno de la Corte a la ciudad en 1606, previo pago de 250.000
ducados para la Corona y la correspondiente mordida del Duque; los precios en
Madrid volvieron a subir, y el Duque ganó una fortuna. Fue así como se
convirtió en el hombre más rico del reino.
A la vez que
labraba su fortuna, el Duque construye una imagen iconográfica de exaltación de
su persona cada vez más ambiciosa y descarada, apropiándose de la iconografía
tradicionalmente reservada a los monarcas hasta conseguir parecer él mismo uno
de ellos. Para conseguirlo se valió de los artistas más brillantes del momento.
Coincidiendo con la llegada de la corte a Valladolid, convence a Pompeo Leoni
para que se traslade allí para labrar las estatuas de su monumento funerario y
el de su esposa en la iglesia de San Pablo. El Duque, que no daba puntada sin
hilo, no eligió a Leoni únicamente por su extraordinaria capacidad artística,
sino porque unos años antes había sido el artífice de las suntuosas efigies de la
familia del emperador Carlos para el panteón de El Escorial, cuyo modelo le
sirvió de inspiración para hacer ahora estas otras. No pareció importarle los
problemas que el milanés había tenido anteriormente con el Santo Oficio, que le
encerró un año en un monasterio acusado de ideas luteranas. Claro, que tampoco
lo fue para el propio inquisidor general que le encausó, Fernando de Valdés,
que terminaría encargándole su propio sepulcro.
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PEDRO PABLO RUBENS. Retrato ecuestre del Duque de Lerma, 1603. Museo del Prado, Madrid. Fot. wikipedia |
El resultado
es soberbio. Las esculturas están realizadas en bronce sobredorado, lo que
ya constituye en sí mismo una excepcionalidad
en la escultura española. Las figuras, de tamaño natural, aparecen devotamente arrodilladas,
en actitud orante y grave, confrontadas una a la otra. El trabajo de Leoni y
sus colaboradores, entre los que estaba el orfebre Juan de Arfe, es realmente
primoroso, resulta admirable el tratamiento de las cabezas, no exentas de
idealización, evidente en el caso del Duque ya que evita recordarnos su
estrabismo, del que existe constancia documental. Destaca igualmente el tratamiento
preciosista de las ricas vestiduras y joyas que portan, elementos que se
configuran determinantes para subrayar la importancia de sus personas. El
Duque, viste armadura de gala cubierta por el manto ducal forrado de armiños.
Dª Catalina de la Cerda, conforme al ilustre abolengo que le correspondía como
hija del Duque de Medinaceli no le iba a la zaga y luce igualmente joyas, manto
con colas de armiño y un elegante tocado. Son exactamente imágenes a imitación
del rey.
Ese mismo año,
el Duque se hace retratar por Pantoja de la Cruz, y nuevamente opta por una
representación propia de un rey. En esta ocasión el modelo a imitar será el
retrato de Felipe II por Tiziano, en el que el italiano se había esforzado
especialmente en exaltar la dignidad del aún príncipe, hasta tal punto que se
convirtió en el modelo de representación áulica durante el siglo siguiente. En
esta ocasión, sin embargo, sí que se aprecia el estrabismo del Duque.
Seguro y
confiado de su poder, Lerma da un paso más, y encarga el retrato por el que más
se le recuerda. Será también su apuesta más arriesgada, porque hasta entonces
el retrato ecuestre, con su capacidad evocadora de la Antigüedad clásica, era
un género tradicionalmente reservado para la realeza. En 1603 llega a Madrid
Rubens, encabezando una delegación diplomática del Duque de Mantua, a cuyo
servicio como pintor de corte se encontraba entonces el pintor flamenco. Su
trabajo aún no era muy conocido en España, pero tras ver el retrato que pinta
de Felipe III, el Duque de Lerma le encarga el soberbio retrato ecuestre que
hoy puede admirarse en El Prado. Las enormes dimensiones del óleo y el punto de
vista bajo le hacen parecer, con su armadura de guerrero, un auténtico gigante
a lomos de un formidable corcel napolitano. La posición en escorzo es todo un
acierto, intensifica la sensación de movimiento. El resultado es espectacular,
aunque el pintor se lamentara años después del abuso cromático de azules y
platas, y de su pincelada, aún muy dibujada.
Lerma se
mantuvo en el poder hasta 1618, cuando los escándalos propios y los de su
círculo más cercano, unido a las ambiciones políticas de sus rivales — su
propio hijo el Duque de Uceda entre ellos—, le hicieron caer. Su mano
derecha, D. Rodrigo de Calderón terminó ajusticiado en la horca en Madrid, y
Lerma evitó su procesamiento cuando consiguió que le hicieran cardenal,
beneficiándose así de la inmunidad eclesiástica. Con razón se cantaba por
Madrid: «Por no morir ahorcado, el
mayor ladrón de España se viste de colorado».
Terminó sus días alejado de la corte, sus rentas y bienes embargadas por
orden del Conde-Duque de Olivares, y recluido en sus posesiones de Valladolid y
de la villa de Lerma.
Este artículo se publicó en CaoCultura el 25 de mayo de 2018
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