jueves, 13 de febrero de 2020

"La balsa de la Medusa", la tragedia convertida en arte

THÉODORE GERICAULT, La balsa de La Medusa, 1819. Museo del Louvre, París. Fot. wikipedia

El 17 de junio de 1816, a las siete de la mañana, cuatro veleros se hicieron a la mar desde la rada del puerto de la Isla d’Aix, frente a las costas de Rochefort, en la desembocadura del Charente. En pocos minutos, empujados por una alegre brisa del norte, doblaron la isla de Oléron y dejaron de verse sus velas desplegadas al adentrarse en las aguas del Atlántico. Un año antes, la pequeña isla había acogido los últimos días en Francia de Napoleón antes de partir para el exilio. Precisamente la derrota del emperador en Waterloo estaba en el origen de esta flotilla con destino a Senegal. El territorio pasaba de nuevo de manos británicas a francesas como parte de los acuerdos del Congreso de Viena y a las autoridades le urgía hacer efectiva su presencia en aquellas latitudes. Los 365 pasajeros que iban a bordo eran pues, autoridades, mandos militares  y tropas que iban a tomar posesión de la colonia, y un pequeño grupo de civiles. Al mando de la escuadrilla iba Hugues Duroy de Chaumareys, un inexperto oficial monárquico de la marina, que llevaba veinticinco años sin navegar, cuyo principal mérito había sido huir de Francia al estallar la Revolución y regresar tras la Restauración borbónica para recuperar el grado de capitán de fragata y obtener el mando de La Méduse.

La travesía transcurría sin grandes sobresaltos para cada uno de los barcos, que navegaban ya separados unos de otros. A primeros de julio, cruzaban el Trópico de Cáncer y poco tiempo después avistaban las costas de lo que hoy es Mauritania.  La Méduse se adentró entonces en las aguas del banco de Arguin sin tomar las suficientes precauciones para navegar sobre los peligrosos fondos rocosos y arenosos de aquellas aguas y, desatendiendo las advertencias de los marinos más experimentados, terminó encallando. A pesar de los intentos por reflotar la fragata, la dificultad de la maniobra, el mal tiempo y los vientos, hicieron inútil cualquier esfuerzo. A partir de ese momento empezó a gestarse la tragedia.

T. GERICAULT, Estudio para "La balsa de la Medusa", Museo del Louvre, París
Fot. wikipedia

A bordo de La Méduse viajaban 240 personas, un número considerablemente superior a la capacidad de los seis botes salvavidas de los que disponía por lo que, después de sopesar la situación, y advirtiendo que la fragata empezaba a hundirse, se decidió llevar a cabo un plan propuesto por el gobernador de Senegal, impaciente por llegar a la colonia, y que pasaba por construir una balsa con los mástiles y las vergas del buque naufragado, para llegar a la costa y formar una caravana que llegase por tierra a Saint-Louis, en Senegal.

La evacuación de la fragata fue un auténtico caos. A los botes subieron las autoridades y sus familias, los privilegiados podríamos decir. Se impidió además, fusil en mano, que nadie más lo hiciera, aunque los botes estaban por debajo de su capacidad. Un grupo de personas incluso se negó a abandonar la fragata. A la balsa, por el contrario, subieron 150 pasajeros, apretados,  sin espacio para moverse, ni apenas víveres para no ocupar sitio. La plataforma se hundía por el peso, y en la parte delantera y trasera el agua les llegaba hasta la cintura. Se trató de remolcar la balsa desde los botes con unos cabos, pero el avance era extraordinariamente lento, casi no se movían. Finalmente, las cuerdas se soltaron, probablemente de manera intencionada como sostuvieron los supervivientes, y los náufragos, incrédulos, se vieron abandonados a su suerte en medio del océano.

La Balsa de La Medusa expuesta en el Museo del Louvre. Fot. wikipedia

Todo lo que sigue a partir de ahora es una sucesión de episodios de una violencia, de una crueldad y barbarie que sólo alcanza a comprenderse en situaciones al límite de la supervivencia. Pronto estalló un motín a bordo, y  hubo numerosos muertos, heridos y hombres caídos o arrojados al mar.  Sedientos, hambrientos, arrastrados por  la fuerza del mar, la desesperación se apoderó de los supervivientes y algunos empezaron a comer la carne de los cadáveres que quedaban en la balsa. Después de trece días navegando a la deriva en estas terribles condiciones, y cuando ya no quedaban esperanzas, uno de los barcos de la flotilla, el Argus, encontró la balsa con quince supervivientes, cinco de los cuales murieron poco después, ya en tierra. Sólo diez llegaron a Francia.

Los detalles de la historia se conocieron al filtrarse a la prensa el informe de uno de los supervivientes, el joven cirujano Jean-Baptiste Sevigny. El gobierno le responsabilizó de la filtración y hubo de abandonar la Marina. Otro de los supervivientes fue el ingeniero Alexandre Corréard, que quedó con graves secuelas físicas y mentales tras el rescate y muy molesto con el gobierno que le compensó con una cantidad irrisoria el  costoso material perdido en el naufragio. Furiosos, decidieron publicar en forma de libro el informe publicado en el Journal des débats. En él hacen un relato de las miserias y calamidades padecidas, de una crudeza descarnada en algunos pasajes, justificada por sus autores por la necesidad de aportar un relato veraz de lo sucedido, por encima del estilo o la calidad literaria del mismo. Quizá en eso mismo radique el éxito de la obra, cuyas ediciones se suceden y le convierten en un best-seller de la época. Pero también en un escándalo político de grandes dimensiones en el que el gobierno de la Restauración borbónica era señalado como responsable directo al haber purgado de la Marina a los expertos oficiales napoléonicos y sustituirlos por inexpertos e incapaces oficiales aristócratas.

T. GERICAULT, Estudio para La balsa de La Medusa. Museo del Louvre, París. Fot. wikipedia
Por aquel tiempo Gericault frecuentaba el estudio de su amigo el pintor Horace Vernet, conocido como un conspicuo centro social en el que se daban cita un variado grupo de personajes unidos por su desafecto a la Restauración monárquica. En ese ambiente alumbra en 1818 la idea de componer un cuadro en el que dar a conocer la historia del naufragio.

Para pintarlo Gericault se documentó “con la severidad, la persistencia y la minuciosidad que encontraríamos en un juez de instrucción”, como escribió Clement (1872): encontró al carpintero de La Méduse para que le construyese una maqueta de la balsa para poder reproducir los detalles, viajó hasta Le Havre para estudiar los cielos marinos y el movimiento de las olas, se mantuvo en contacto directo con Sevigny y Corréard que posaron además como modelos Sevigny es el náufrago que figura al pie del mástil, y Corréard el que tiende sus brazos hacia el Argus, por cierto, también posó como modelo su amigo Delacroix—, además de los innumerables estudios y bocetos que preparó antes de abordar la obra.  Las grandes dimensiones del cuadro, más de siete metros, le obligaron también a cambiar su taller en la rue des Martyrs por otro estudio más grande, próximo al hospital Beaujon que empezó a frecuentar para familiarizarse y conocer de primera mano las fases del sufrimiento y sus efectos sobre el cuerpo humano.

Todos estos esfuerzos, sin embargo, iban a resultar frustrantes para Gericault, no por el resultado del lienzo, considerado luego como una de las obras cumbres del movimiento romántico, sino por la mala acogida que tuvo en el Salón de París de 1819, que como es sabido, era la medida del éxito para los artistas de la época. La mayoría de los críticos fueron despiadados en su apreciación de la obra, como lo fueron también con otra de las obras presentadas aquel mismo año, La Gran Odalisca, la maravillosa pintura de Ingres. Cabe deducir sin mucho esfuerzo, que los críticos, sometidos todavía a la tiranía impuesta por David en los años precedentes, no estaban preparados aún para la irrupción de los jóvenes pintores del romanticismo y la rebeldía innata de sus pinceles. Acostumbrados a los cuadros de historia con pocos personajes, ordenados y con un mensaje claro de virtud, no podían más que ver en la balsa de Gericault un revoltijo de cuerpos desordenados, mal iluminados y carentes de cualquier actitud heroica, incapaces de comprender el profundo clasicismo que lo inspira.

En realidad, los ataques recibidos por Gericault en el Salón no eran sólo artísticos, sino también políticos. Para empezar, el cuadro se exhibió bajo el título “Escena de un naufragio”, sin mención alguna a La Méduse para evitar cualquier polémica, lo que fue inútil, porque todo el mundo conocía perfectamente y daba por sentado cuál era la historia que se contaba. Las críticas eran un fiel reflejo de la ideología de cada uno de los periódicos en las que se publicaban, de modo que, mientras los ultras veían la pintura como un ataque directo al gobierno y a la monarquía y por tanto la rechazaban, los liberales, en cambio, la elogiaban por lo mismo, como Michelet, y veían en la balsa a la propia Francia, mal gobernada y en riesgo de naufragio.
THÉODORE GERICAULT, La balsa de La Medusa, 1819. Detalle
Museo del Louvre, París. Fot. wikipedia

El propio Gericault lo explica amargamente en una carta a su amigo Mussigny: “En fin, he sido acusado por cierto Drapeau Blanc de haber calumniado a todo el Ministerio de Marina. Los miserables que escriben semejantes tonterías no saben sin duda lo que es ayunar catorce días, porque sabrían entonces que ni la poesía ni la pintura son capaces de devolver suficientemente el horror de todas las angustias en las que se vieron hundidas las personas de la balsa”. Gericault no sólo no obtuvo ningún premio en el concurso, sino que su obra ni siquiera figuró entre las muchas que el estado solía comprar en aquellas ocasiones, a pesar de que el cuadro fue la auténtica estrella del Salón, como se recoge tan gráficamente en la crónica de Le Journal de Paris, “Il frappe et attire tous les regards”.

Desmoralizado, Gericault  llega a plantearse incluso dejar de pintar, abandona Francia y marcha a Inglaterra e Irlanda donde el cuadro alcanza un gran éxito en todas sus exhibiciones. Allí va a protagonizar un intento de suicidio que algunos biógrafos relacionan con el estado de ánimo que le produce el rechazo del cuadro, pero que probablemente están más relacionados con el nacimiento de su hijo Hypolitte Georges, fruto de una relación prohibida con la mujer de su tío, entregado en adopción para evitar el escándalo y del que tardó mucho en conocerse su existencia.

El cuadro figura hoy entre las joyas del Museo del Louvre desde su adquisición en 1824, pero Gericault, muerto prematuramente ese mismo año, no llegaría a verlo. Fue el empeño personal del director del Louvre, Auguste de Forbin, el que logró vencer las resistencias del gobierno para pagar los 6.000 francos que costaba el cuadro que tan duramente le criticaba, convencido como estaba que “ningún pintor desde Miguel Ángel, sin excepción, ha hecho sentir el género terrible de una forma más potente que el difunto Gericault”.

Este articulo se publicó en CaoCultura el 8 de junio de 2018

jueves, 6 de febrero de 2020

Don Francisco de Sandoval, el rey sin corona

Llevo un rato sentado en las primeras filas de la capilla, abstraído, en silencio, admirando las soberbias esculturas de bronce sobredorado cuando una voz joven de mujer me devuelve a la realidad. Entra acompañada de  su familia, un padre pendiente en aquel momento de atender algo en su teléfono, y dos pequeños cuyas edades calculo entre los ocho y los diez años. La madre se dirige a ellos para recordarles en voz baja, firme pero cansada, con ese cansancio de quien ha repetido esa letanía una y mil veces: “ya os lo he dicho, no toquéis nada, no corráis”. No parece, sin embargo, muy convencida. Al fondo de la sala deja de oírse repentinamente el susurro de la conversación de las dos vigilantes, sospecho que alertadas por las palabras de la madre.

De repente el niño se para y, señalando con el dedo hacia la figura orante, dice: “¡mamá, mamá, un rey!”. Su hermana se acerca hacia la estatua y le corrige, con ese tono inconfundible de hermana mayor, arrastrando las sílabas: «¡no, no es un rey! ¡no ves que no lleva corona!, ¡y ella tampoco!», añade girándose hacia la escultura de la dama en idéntica postura. La madre se acerca hacia uno de los rótulos de la pared, casi ocultos, y sentencia: «tiene razón tu hermana, no es un rey, son los Duques de Lerma». La niña sonríe satisfecha y el chaval, contrariado, insiste: «¡pues parece un rey!». El resto de la sala no parece despertar su interés y salen enseguida. El padre ni se inmuta, sigue a lo suyo.

POMPEO LEONI. D. Francisco de Sandoval, I Duque de Lerma. Detalle del monumento funerario de los Duques de Lerma, 1601-1608. Museo Nacional de Escultura, Valladolid. Fot. Gonzalo Durán

Sigo toda la escena desde mi lugar, y no puedo evitar dejar escapar una sonrisa al escuchar las últimas palabras. Estoy seguro que D. Francisco de Sandoval y Rojas, I Duque de Lerma, valido del rey Felipe III, al que llamaban el Piadoso, se sentirá orgulloso allí donde esté que como buen creyente que era seguramente será en los infiernos donde arden los pecadores, al comprobar que su monumento funerario causa el efecto deseado. Quizá algún día alguien podrá explicar a estos niños que aquel Duque persiguió dos objetivos a lo largo de su vida, el poder y el enriquecimiento personal y familiar, y que consiguió ambas cosas. Se convirtió en el hombre más poderoso en la España de su tiempo, el auténtico rey aunque sin corona, «segundo sol que alumbra España», llegaron a decir de él; también en uno de los más ricos, y a sus numerosos títulos aristocráticos bien hubiera podido añadir otro, el de Príncipe de la Corrupción, probablemente el más merecido.  Pero bueno, vayamos por partes.

De la incapacidad para el gobierno de Felipe III ya era consciente su padre Felipe II, el Rey Prudente, quien llegó a decir: «Dios, que me ha dado tantos reinos, me ha negado un hijo capaz de regirlos». Y así fue, y de aquello supo aprovecharse el ambicioso D. Francisco de Sandoval y Rojas, que creció en la corte junto al joven príncipe cuando aún se le conocía por el Marqués de Denia, y se ganó su confianza y amistad hasta convertirse en su valido cuando llegó al trono. No fue el primero, pero nunca antes ningún otro había reunido tanto poder. Los historiadores han sido implacables a la hora de juzgar el reinado y los protagonistas. Domínguez Ortiz, por ejemplo, generalmente contenido, no duda en calificar a Felipe III de «soberano inepto»,  para añadir que «debe ser contado como el más inútil y nefasto de los monarcas austríacos». Aficionado al juego y a la caza, para J. Lynch Felipe III es «el rey más vago de la historia de España». Lo mismo puede decirse de Lerma, escribe Tomás y Valiente, ya que si el monarca carecía de ideas, tampoco las tenía el Duque, y si el monarca se había dedicado a la búsqueda de los placeres, nada indicaba que Lerma no hubiese hecho lo mismo. La gravedad de estos juicios no se quedan sólo ahí, en el plano personal, porque aquel comportamiento favoreció y alentó la corrupción hasta niveles inasumibles incluso para los cargos públicos del Antiguo Régimen, que se «aproximaban mucho a esos políticos que en la actualidad no dudaríamos en calificar de “chorizos”», como escribe A. Feros.

POMPEO LEONI. Doña Catalina de la Cerda, I Duquesa de Lerma. Detalle del monumento funerario de los Duques de Lerma, 1601-1608. Museo Nacional de Escultura, Valladolid. Fot. Gonzalo Durán

Estaba tan extendida la corrupción que dio para escribir un libro elocuentemente titulado El arte de furtar, escrito en 1652 por Manuel da Costa, un jesuita portugués, que no se atrevió a publicarlo entonces y hubo de esperarse hasta 1743. Allí hace un repaso de todas las formas de furtar, término que hace extensivo a cualquier comportamiento que moralmente pueda parecerle censurable. Aunque, sin duda, la obra más completa sobre la corrupción y los abusos de poder del Duque de Lerma y el círculo de sus allegados, son las Relaciones de las cosas sucedidas en la Corte de España desde 1599 hasta 1614, del cronista Luis Cabrera de Córdoba.

Los beneficios y cargos que obtuvieron Lerma y sus amigos del ejercicio corrupto  del poder darían para llenar varias páginas, apunta Domínguez Ortiz. No disponemos de tanto espacio aquí, así que vamos a referirnos al escándalo más sonado, cuando consiguió convencer al rey en 1601 para que trasladara la corte de Madrid a Valladolid, un auténtico pelotazo especulativo, utilizando un lenguaje actual, hábilmente preparado por el valido. Desde un año antes había empezado a acumular propiedades en la ciudad castellana, a veces forzando a vender a sus propietarios, como pudo ser el caso del palacio del Marqués de Camarasa. Después, con el pretexto de alejar a Felipe III de la influencia de su tía y abuela la emperatriz María de Austria, le convenció para trasladar la capital a Valladolid. El traslado provocó el efecto deseado por el Duque, los precios de solares y viviendas subieron desorbitada y repentinamente, lo que le proporcionó pingües beneficios. Al propio rey le vendió por 186.393 ducados el palacio Camarasa, por el que un año antes había pagado el duque tan sólo 80.000 ducados. Pero la jugada todavía no estaba completa. En Madrid ocurrió todo lo contrario, la salida de la corte supuso una depreciación de la vivienda, y ¿qué hizo el Duque? Exacto, aprovechó para comprar propiedades a precio de saldo; luego negoció con las autoridades madrileñas el retorno de la Corte a la ciudad en 1606, previo pago de 250.000 ducados para la Corona y la correspondiente mordida del Duque; los precios en Madrid volvieron a subir, y el Duque ganó una fortuna. Fue así como se convirtió en el hombre más rico del reino.

A la vez que labraba su fortuna, el Duque construye una imagen iconográfica de exaltación de su persona cada vez más ambiciosa y descarada, apropiándose de la iconografía tradicionalmente reservada a los monarcas hasta conseguir parecer él mismo uno de ellos. Para conseguirlo se valió de los artistas más brillantes del momento. Coincidiendo con la llegada de la corte a Valladolid, convence a Pompeo Leoni para que se traslade allí para labrar las estatuas de su monumento funerario y el de su esposa en la iglesia de San Pablo. El Duque, que no daba puntada sin hilo, no eligió a Leoni únicamente por su extraordinaria capacidad artística, sino porque unos años antes había sido el artífice de las suntuosas efigies de la familia del emperador Carlos para el panteón de El Escorial, cuyo modelo le sirvió de inspiración para hacer ahora estas otras. No pareció importarle los problemas que el milanés había tenido anteriormente con el Santo Oficio, que le encerró un año en un monasterio acusado de ideas luteranas. Claro, que tampoco lo fue para el propio inquisidor general que le encausó, Fernando de Valdés, que terminaría encargándole su propio sepulcro.

PEDRO PABLO RUBENS. Retrato ecuestre del Duque de Lerma, 1603.
Museo del Prado, Madrid. Fot. wikipedia

El resultado es soberbio. Las esculturas están realizadas en bronce sobredorado, lo que ya  constituye en sí mismo una excepcionalidad en la escultura española. Las figuras, de tamaño natural, aparecen devotamente arrodilladas, en actitud orante y grave, confrontadas una a la otra. El trabajo de Leoni y sus colaboradores, entre los que estaba el orfebre Juan de Arfe, es realmente primoroso, resulta admirable el tratamiento de las cabezas, no exentas de idealización, evidente en el caso del Duque ya que evita recordarnos su estrabismo, del que existe constancia documental. Destaca igualmente el tratamiento preciosista de las ricas vestiduras y joyas que portan, elementos que se configuran determinantes para subrayar la importancia de sus personas. El Duque, viste armadura de gala cubierta por el manto ducal forrado de armiños. Dª Catalina de la Cerda, conforme al ilustre abolengo que le correspondía como hija del Duque de Medinaceli no le iba a la zaga y luce igualmente joyas, manto con colas de armiño y un elegante tocado. Son exactamente imágenes a imitación del rey.

Ese mismo año, el Duque se hace retratar por Pantoja de la Cruz, y nuevamente opta por una representación propia de un rey. En esta ocasión el modelo a imitar será el retrato de Felipe II por Tiziano, en el que el italiano se había esforzado especialmente en exaltar la dignidad del aún príncipe, hasta tal punto que se convirtió en el modelo de representación áulica durante el siglo siguiente. En esta ocasión, sin embargo, sí que se aprecia el estrabismo del Duque.

Seguro y confiado de su poder, Lerma da un paso más, y encarga el retrato por el que más se le recuerda. Será también su apuesta más arriesgada, porque hasta entonces el retrato ecuestre, con su capacidad evocadora de la Antigüedad clásica, era un género tradicionalmente reservado para la realeza. En 1603 llega a Madrid Rubens, encabezando una delegación diplomática del Duque de Mantua, a cuyo servicio como pintor de corte se encontraba entonces el pintor flamenco. Su trabajo aún no era muy conocido en España, pero tras ver el retrato que pinta de Felipe III, el Duque de Lerma le encarga el soberbio retrato ecuestre que hoy puede admirarse en El Prado. Las enormes dimensiones del óleo y el punto de vista bajo le hacen parecer, con su armadura de guerrero, un auténtico gigante a lomos de un formidable corcel napolitano. La posición en escorzo es todo un acierto, intensifica la sensación de movimiento. El resultado es espectacular, aunque el pintor se lamentara años después del abuso cromático de azules y platas, y de su pincelada, aún muy dibujada.

Lerma se mantuvo en el poder hasta 1618, cuando los escándalos propios y los de su círculo más cercano, unido a las ambiciones políticas de sus rivales su propio hijo el Duque de Uceda entre ellos, le hicieron caer. Su mano derecha, D. Rodrigo de Calderón terminó ajusticiado en la horca en Madrid, y Lerma evitó su procesamiento cuando consiguió que le hicieran cardenal, beneficiándose así de la inmunidad eclesiástica. Con razón se cantaba por Madrid: «Por no morir ahorcado, el mayor ladrón de España se viste de colorado». Terminó sus días alejado de la corte, sus rentas y bienes embargadas por orden del Conde-Duque de Olivares, y recluido en sus posesiones de Valladolid y de la villa de Lerma.


Este artículo se publicó en CaoCultura el 25 de mayo de 2018

La Piedad de la abadía de Moissac


ANÓNIMO. Piedad (1476), Abadía de Moissac. Piedra policromada
Moissac es una tranquila población en las orillas del Tarn, allí donde sus aguas confluyen con el Garona. El camino que nos lleva hasta ella transcurre entre amplias llanuras salpicadas de viñedos y girasoles que llenan de color los días de verano. Aprovechando las sombras de los árboles en las riberas del río, son muchos los ciclistas que se animan a recorrer los caminos, acompañando en su pedaleo las embarcaciones de recreo y las gabarras que navegan por el río o por el Canal del Garona que transcurre en paralelo a él, imponente obra de ingeniería que conectado con el Canal del Midi unen el Mediterráneo y el Atlántico.

En Moissac nos espera la abadía de Saint-Pierre, considerada como una de las grandes obras del arte románico, que alcanzó su plenitud en el siglo XII cuando estaba ocupado por los monjes cluniacenses. La fama del templo está plenamente justificada por el impresionante conjunto de relieves que decoran el tímpano y las jambas de su portada sur, así como los capiteles de su claustro. La fuerza y expresividad con que se describe allí el Juicio Final impresionan a cuantos la contemplan. Se entiende fácilmente que Umberto Eco se inspirase en ella para describir a través de las palabras de Adso de Melk en El nombre de la rosa, el miedo que debían inspirar estas imágenes en las pobres y asustadas gentes del Medioevo. Qué duda cabe que  son estas pavorosas descripciones apocalípticas las que atraen miles de personas todos los años hacia la abadía. Sin embargo, el interior del templo no es desdeñable en absoluto, y nos reserva un conjunto de obras escultóricas que sorprenden por su extraordinaria calidad. Una de ellas es el magnífico y hermoso grupo de la Piedad del que vamos a hablar.

La visión de la portada nos ofrece una oportunidad excepcional para asomarnos a la sensibilidad religiosa de los hombres del románico, al Cristo triunfante que regresa al mundo terrenal para el día del Juicio Final. Sin embargo, a partir del siglo XIII, a raíz de las enseñanzas de San Francisco de Asís, empezó a abrirse paso una nueva sensibilidad religiosa que aportará importantes cambios en la plástica del gótico. Las pinturas y esculturas nos devuelven ahora un Cristo más cercano al  hombre, más humano, lleno de amor. Los artistas aprenderán a mostrar sus emociones, a profundizar en la manifestación de sus sentimientos, primero los más dulces y alegres; más tarde, los más tristes, dolorosos y dramáticos, que encuentran en los distintos episodios de la Pasión de Cristo el escenario más propicio.

Ese giro hacia el patetismo empezamos a notarlo desde del siglo XIV, coincidiendo con los terribles sucesos que anteceden el final de la Edad Media, como fueron la Guerra de los Cien Años y la devastadora epidemia de Peste Negra que asoló Europa a partir de 1348. Estos penosos acontecimientos vendrán acompañados, además, del aumento y proliferación de una copiosa literatura mística que se irá extendiendo por todos los rincones de la cristiandad. Las obras y escritos de Jacopo de la Voragine, el Pseudo-Buenaventura, Santa Brigida de Suecia y algunos más, a fuerza de repetirse, fueron añadiendo una enorme precisión en los detalles de la Pasión de Cristo a las hasta entonces escuetas descripciones de los evangelios. Los artistas pronto se iban a encargar de trasladar todos estos detalles a las obras de arte.

ANÓNIMO. Virgen y Cristo, detalle Piedad (1476), Abadía de Moissac. Piedra policromada
 Se suceden ahora las imágenes de Jesús en el Calvario, ensangrentado y coronado de espinas; las del descendimiento de la cruz, con las evidentes huellas del dolor sobre su cuerpo; las del hijo muerto acostado en el regazo de la  madre, transida de dolor; las de dos hombres llevándolo a la tumba entre las lágrimas de las mujeres. Como escribe E. Mâle, si hasta entonces «la muerte de Cristo era un dogma dirigido al intelecto: ahora es una imagen en movimiento que habla al corazón».

De todos estos temas, especialmente emotivo resulta el de la Piedad, del que prácticamente no se habla en los evangelios. La escena deriva del «Llanto sobre Cristo muerto» (el threnos bizantino) y del relato de Santa Brígida: «Lo recibí sobre mis rodillas como un leproso, lívido y magullado, porque sus ojos estaban muertos y llenos de sangre, su boca fría como la nieve, su barba rígida como una cuerda». Las primeras representaciones al hilo de estas palabras surgieron en Alemania, en los conventos de monjas del valle del Rin, y de allí pasaron a Francia, donde van a adquirir una gran popularidad a lo largo del siglo XV. 
La Piedad de Moissac es una de las más antiguas que se conservan en Francia. Se hizo en 1476, como se lee en la inscripción del zócalo. El autor no se conoce, pero todas las figuras muestran un estilo uniforme, similar en la hábil forma de tallar la piedra y no tanta en el modo de aplicar la policromía, lo que invita a deducir que salieron de la misma mano. Probablemente se trate de un artista originario de Rouergue, donde dejó algunos trabajos cuyos rasgos es posible reconocer aquí, sobre todo, en la imagen de María Magdalena. Esto constituye uno de los principales puntos de interés del grupo, ya que se muestra poco receptivo a la poderosa influencia que ejercía entonces el arte flamenco sobre toda la región.


ANÓNIMO. San Juan, detalle, Piedad (1476)
  Abadía de Moissac. Piedra policromada
La obra fue un encargo de dos ricos burgueses de Moissac. Son los donantes, cuyas encantadoras y diminutas figuras aparecen arrodilladas bajo el grupo de la Virgen y Cristo. Uno de ellos, el de la izquierda, es Goussen de La Gariga, uno de los propietarios de la Compañía de Sainte-Catherine, una pujante sociedad de navegación fluvial, que  aparece con la caperuza consular, cargo que se sabe que desempeñó entre los años 1473 y 1482. El de la derecha, el más joven, es su pariente Jean de La Gariga, que también sería cónsul en 1489. No obstante, conviene recordar que ambas cabezas no son las originales, sino fruto de una restauración del siglo XIX.
Las representaciones iniciales de la Piedad suelen incidir en el expresionismo dramático, acentuando los aspectos más dolorosos de la Pasión. Se elige un modelo de Virgen de rasgos maduros y avejentados por el sufrimiento, de mayor tamaño normalmente que el Hijo. Sin embargo, a lo largo del siglo XV como se aprecia en Moissac, su rostro rejuvenece, se suaviza y dulcifica. Ambas figuras son prácticamente del mismo tamaño y María muestra un dolor más contenido, más íntimo podríamos decir, huyendo deliberadamente de cualquier gesto teatral que pudiera hacer fijar más la atención en el virtuosismo del artista que en la propia sensibilidad del tema representado. Lo mismo cabe decir del Hijo, cuyo cuerpo desplomado parece dormido más que muerto en brazos de la Madre.

El grupo central se completa con las imágenes  arrodilladas de María Magdalena y San Juan. El apóstol responde a su iconografía tradicional cuando se le incluye en las escenas de la Pasión, es decir, vestido de rojo, joven, sin barba y con cabellos abundantes y rizados; muy distinto de aquellas otras representaciones en que aparece como evangelista, en cuyo caso adopta el aspecto de un anciano de barbas blancas y se acompaña de algunos de sus atributos como el águila, el rollo, el cáliz, la caldera o la palma.

ANÓNIMO. María Magdalena, detalle Piedad (1476)
  Abadía de Moissac. Piedra policromada

De las dos figuras, la más sobresaliente es la de la Magdalena. Ha perdido una de sus manos, en la que quizá habría de llevar el tarro de ungüentos con el que ungió los pies de Cristo, y que constituye uno de sus tres atributos invariables. El segundo es el cabello, tan largo que es capaz de cubrir todo el cuerpo, y con el que según el relato evangélico secó los pies de Jesús. En las culturas mediterráneas el cabello largo y suelto en la mujer se suele tomar tradicionalmente como un poderoso estímulo sexual, lo que se ajustaría al tipo de conducta pecaminosa que se atribuía a María Magdalena. Aquí aparece recogido en dos grandes y trabajadas  trenzas, una de las cuales escapa del velo con que cubre su cabeza, algo que fue habitual en sus representaciones hasta que en el Renacimiento empieza a figurársela descubierta. Por último, las lágrimas, resbalan discretamente, casi inapreciables por el rostro juvenil de la pecadora. La santa va ataviada con ricas vestiduras, quizá porque era así la imagen que se presuponía de ella antes de convertirse en discípula de Cristo, una mujer de vida licenciosa, entregada a los placeres mundanos y que gastaba su dinero en joyas y vestidos. Esto también dejó de hacerse a partir del Concilio de Trento, cuando en plena efervescencia contrarreformista, se consideró inaceptable, ya que al representarla tan bella, disimulando su condición de pecadora, aunque arrepentida, «se incitaba a las almas a la condenación para la gloria de Satanás», al menos así lo argumentaba el Cardenal Paleotti a finales del siglo XVI. En el zócalo de la imagen se lee una inscripción que suele acompañar también algunas de las representaciones de la Magdalena: «Ne desperetis vos qui peccare soletis, exemploque meo vos reparate Deo», algo así como «No desesperéis los que habéis seguido el camino del pecado; seguid mi ejemplo y volved a Dios».

Las reducidas dimensiones de las figuras, la contenida tragedia de los actores del drama y la pericia en la talla del anónimo artista, hacen de este conjunto una obra delicada y admirable.
Este artículo apareció publicado originalmente en CaoCultura el 13 de abril de 2018.
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