jueves, 14 de febrero de 2019

Desnudos, Trento resucitado

PRAXÍTELES. Afrodita Altemps,
copia romana de la Afrodita de Cnido

Aprovecha uno estos primeros días de verano para hacer algunas de las cosas que ha ido aparcando durante el curso, así que comencé  hace unos días a ver una serie sobre Picasso que emitieron meses atrás en un canal de televisión. Al comienzo de cada capítulo aparece uno de esos rótulos que advierten que el contenido de algunas imágenes puede herir determinadas sensibilidades. Lo chocante en este caso es lo que dice la advertencia, y cito literalmente: “En esta serie aparecen obras de arte que pueden contener desnudos. Podrían herir la sensibilidad del espectador”. Así, tal cual. De cosas como esta se escandalizaban algunos, ni siquiera todos, en otros tiempos, pero ahora es sencillamente ridículo.

En Grecia, por ejemplo, los griegos veían con naturalidad la exhibición del cuerpo desnudo masculino en estatuas y relieves, sin embargo no ocurría lo mismo cuando se trataba de la mujer, de hecho, no encontramos un desnudo femenino integral en el arte griego hasta la fascinante Afrodita de Cnido (s. IV aC). La obra fue un encargo que hicieron a Praxíteles los ciudadanos de la isla de Cos. Según cuenta Plinio, el artista no sabía qué imagen de la diosa querían exactamente, así que hizo dos esculturas, una en la que mostraba el lado más sensual de la diosa y otra en la que aparecía cubierta por un velo, al modo tradicional. La gente de Cos se decantó por la segunda, ya que la primera le resultó demasiado escandalosa, sobre todo si tenemos en cuenta que sus mujeres tenían fama de vestir con túnicas muy ligeras y transparentes, por lo que los sacerdotes se mostraban preocupados y deseaban fomentar el decoro y la modestia entre sus conciudadanos. Así que fueron los habitantes de Cnido, una ciudad situada en la costa de Asia Menor en la que había tres santuarios dedicados a Afrodita, los que se quedaron con la atrevida y escandalosa obra de Praxíteles, sin saber entonces que gracias a ella el nombre de la ciudad se haría universal y eterno. La fama de la escultura se extendió por toda Grecia y a su santuario acudían peregrinos de todos las polis. Su popularidad hizo de ella la escultura más copiada y reproducida del mundo clásico, en multitud de versiones y variaciones.

También es harto conocido lo que ocurrió con los frescos del Juicio Final pintados por Miguel Ángel para la Capilla Sixtina. Aquella catarata de desnudos en el templo más emblemático del catolicismo no dejó de levantar una oleada de protestas y el genio florentino llegó incluso a ser acusado de herejía. Uno de los más ofendidos fue Biagio de Cesena, el maestro de ceremonias del Papa Pablo III,  del que dice Vasari que durante la visita del Papa a las pinturas “mantenía una actitud presuntuosa, lo acompañó y criticó la obra por los muchos desnudos que contenía; Miguel Ángel se quiso vengar de él retratándolo en el infierno, en la figura de Minos, entre una montaña de demonios”. Pero ahí se mantuvieron, impertérritos, hasta que llegó el Concilio de Trento y la ola de rigor y moralidad que impuso en la Europa católica, limitando los desnudos en el arte al ámbito mitológico. En la pintura religiosa se impuso la más estricta observancia de las Sagradas Escrituras, encargando al clero que vigilase con celo entiéndase censura su cumplimiento. La Contrarreforma, pues, trajo consecuencias para las pinturas de Miguel Ángel, de modo que Pablo IV encargó en 1559 al pintor Daniele da Volterra cubrir con unos paños los genitales de las celestiales figuras, lo que así hizo. Desde entonces se le conoce, con razón, como Il Braghettone (“el Calzones”). Incluso hubo quien quiso ir más allá, como el Papa Clemente VIII, que pretendió eliminar por completo los frescos, cosa que finalmente no se hizo por la firme oposición de la Academia de San Lucas, que logró disuadirle de semejante barbaridad. “Así pues, los Papas condenaban lo que otro Papa, apenas un siglo antes, había juzgado digno de la Capilla Sixtina”, sentencia E. Mâle.

MIGUEL ÁNGEL. Juicio Final (det.) (1537-1541), Capilla Sixtina, Roma

Inocencio X obligó a Pietro de Cortona a cubrir con unas telas el cuerpo desnudo de un Niño Jesús que pintara años antes el Guercino. Habrá que suponer quizás que la mirada torva y siniestra que inmortalizó Velázquez en uno de los mejores retratos de la historia, era también algo sucia. Inocencio XI, otro Papa, hizo lo propio con el pecho de una Virgen que Carlo Moratta debió cubrir algo más de lo que había hecho Guido Reni cuando la pintó.

Esta ola de ridículo pudor que invade el arte europeo después del Concilio, alcanzó también a los propios artistas, no sabemos si por temor a la poderosa iglesia católica o porque repentinamente, donde antes sólo veían la belleza del cuerpo humano, descubrieran ahora que en aquellos cuerpos desnudos se escondía una naturaleza pecadora. Así, por ejemplo, al final de su vida el escultor Bartolomeo Ammannati reniega de los espléndidos desnudos de algunas de sus obras de juventud en una carta dirigida a la Academia de Florencia, al tiempo que aconseja a los jóvenes artistas se abstengan de este tipo de representaciones; y el francés Philippe de Champagne, excelente pintor por otra parte, se negaba a pintar ningún desnudo. Pintura que por otro lado era demandada por las élites, como el rey Felipe II, que encargó a Tiziano las famosas poesías, en las que Venus se nos muestra en diferentes posturas y que hicieron las delicias de su nieto Felipe IV, muy aficionado a su contemplación.

TIZIANO. Venus recreándose en la música (h. 1550), Museo del Prado, Madrid

Y es que, en general, el desnudo ha sido objeto frecuentemente de escándalo. Hace poco recordaba una noticia sobre “La maja desnuda” que llamó mi atención cuando era un niño. En Cáceres, un cabo de la Policía Municipal pasó por delante de una librería donde se mostraba en el escaparate una reproducción del célebre cuadro de Goya. Indignado ordenó a la librera que lo retirara por obsceno y pornográfico. El suceso inspiró incluso una obra de café-teatro que se llamó "La Maja desnuda de Cáceres" y que se estrenó con gran éxito en Madrid. En ella la Maja se escapa del Prado con Velázquez y se dedica a recorrer la noche madrileña. La noticia se publicó el 4 de febrero de 1975. Franco aún vivía. Incluso en los estertores de la dictadura se consideraba absolutamente ridículo que un desnudo en una obra de arte fuera motivo de escándalo.

La Maja desnuda perteneció a Manuel Godoy, el Príncipe de la Paz, protegido de la reina María Luisa de Parma, muy protegido al decir de algunos. Según los testimonios de la época, delante de la Maja colgaba su pareja, La Maja vestida, y cuando el ministro quería sorprender y divertir a sus visitas, accionaba un mecanismo que la elevaba para mostrar la Venus desnuda que se escondía tras ella. La pintura, considerada escandalosa por la Inquisición, pasó a la Academia de Bellas Artes de San Fernando quien la mantuvo muchos años en una sala privada junto a otras, no accesible al público, hasta que en 1901 pasó a la colección del Museo del Prado.

F. GOYA, Maja desnuda (1795-1800). Museo del Prado, Madrid

En aquella época era habitual que los grandes museos europeos como El Prado, el Louvre, el Museo Británico y otros muchos, contasen con unas salas especiales, denominadas gabinetes secretos. Era allí donde encontraban asilo, escondidas y ocultas, las obras más incómodas o indecentes, a ojos de la moral de la época, entre las que ocupaban un lugar importante pinturas y esculturas desnudas como la Maja, además de otros turbadores objetos antiguos. El acceso sólo se permitía a personas con cierto conocimiento y dotados del permiso pertinente, como relata el escritor Merimée, que tuvo ocasión de visitarla. En el caso del museo madrileño, esta sala se ubicaba en el espacio que corresponde actualmente a las salas 64-67, y allí estuvieron reunidos mucho tiempo Rubens, Tiziano, Durero, Tintoretto y otros muchos. Algunos de estos gabinetes se hicieron muy famosos, como el del Museo de Nápoles, que tras diversas peripecias continúa existiendo actualmente, con la única restricción de que no se permite la entrada de menores de catorce años si no están acompañados de sus tutores o profesores.

Por cierto, la serie de Picasso de la que hablaba antes, me parece a mí que va a dejar bastante que desear. Ya veremos.


Publicado en CaoCultura el 11 de julio de 2018.

domingo, 3 de febrero de 2019

Ruinas, millonarios y masones en la Riviera portuguesa


M. J. NORTE JÚNIOR, Caballerizas de Jorge Santos (1914)
 Estoril
La escasa distancia que separa a Cascais de Estoril, apenas un par de kilómetros, constituye un agradable paseo bordeando las playas que unen estas dos localidades de la Riviera portuguesa. Las lujosas mansiones y palacetes ­han borrado cualquier rastro de lo que fueron dos pequeños pueblos marineros de escasa relevancia hasta el último cuarto del siglo XIX. La historia del lugar dio un giro en 1870, cuando el rey D. Luis I escogió Cascais como lugar de veraneo, un paraje tranquilo, junto al mar, donde tomar los “baños de ola”, una moda que se había ido extendiendo por Inglaterra, Francia, España e Italia.

La decisión no podía más que arrastrar tras de sí una nutrida presencia de aristócratas, y burgueses, las más altas familias del reino, deseosas de imitar las costumbres del monarca, a las que pronto se unirán también los nuevos ricos procedentes de las clases medias. En poco tiempo, el pueblo de pescadores, arruinado casi por completo por el terremoto de 1755, fue convirtiéndose en una pequeña urbe en la que estas familias empiezan a construirse lujosas residencias. Aparecen también las señales de una modernidad desconocida en aquel lugar de la costa: primero un hotel, el Hotel Lisbonense (1871), luego la electricidad (1878), el abastecimiento de agua (1888), la línea de ferrocarril (1889) y el teléfono en 1900, con la llegada del nuevo siglo.

Este impresionante crecimiento dio lugar a la aparición de lo que se ha venido en llamar “arquitectura de veraneo”, marcada por el eclecticismo que caracteriza una buena parte de la arquitectura europea en el cambio del siglo XIX al XX. En este caso, el eclecticismo se adaptaba muy bien a las exigencias de sus clientes, nuevos ricos muchos de ellos, que buscaban en este tipo de residencias la forma de hacer visible su status social y económico, lo que se consigue con la extravagancia y ostentosidad decorativa en las fachadas que acompaña a este estilo. Al mismo tiempo, buscaban algo distinto a lo que ya tenían en la ciudad, se trataba de encontrar un refugio donde descansar y disfrutar del contacto con la naturaleza.

El desarrollo urbanístico de Estoril fue algo más tardío. No se produjo en realidad hasta 1913, en vísperas de la Gran Guerra, cuando Fausto de Figueirido compra la Quinta do Viana, marcha a París y encarga al arquitecto Henry Martinet que elabore un ambicioso plan para un nuevo complejo turístico que incluía hoteles, teatro, casino, instalaciones deportivas, hipódromo, etc. Estoril hasta entonces no era más que unas pocas casas, las termas, el pequeño Hotel París, la iglesia y la Praia do Tamariz, en cuyo extremo se erguía ya el Chalet Barros (1886), con su aspecto de fortaleza medieval. Su robusta arquitectura se mantiene intacta hoy sobre las rocas de la playa.

JULIO VAZ JÚNIOR, Decoración escultórica de la fachada de las Caballerizas de Santos Jorge (1914), Estoril

A escasos metros de allí se encuentra el edificio de los antiguos garajes, cocheras y caballerizas de la casa de Antonio Santos Jorge, conocidas generalmente como Caballerizas de Santos Jorge. No puede decirse que haya corrido la misma suerte, sino justo todo lo contrario. La deslumbrante belleza y fastuosidad que tuvo antaño su fachada presenta hoy un estado de absoluta decadencia y abandono, a pesar de la protección patrimonial que se supone debía preservarlas. Entre las grietas de sus paredes ennegrecidas por los humos crecen las hierbas, y entre los relieves de sus ornamentos anidan las palomas en absoluta libertad. Atrapado entre las vías de la línea férrea que une la ciudad con Lisboa y las modernas edificaciones que se han levantado a su alrededor, apenas si nos ofrece una triste perspectiva afeada por los cables del tendido ferroviario. La desidia ha hecho que apenas se conserve algo del inacabado proyecto de lujosa residencia de verano del que debía formar parte.

La historia del edificio se remonta al año 1914, cuando el propietario agrícola Antonio Santos Jorge, que ya tenía una casa en aquel lugar, decide derribarla y comprar los terrenos adyacentes para edificar una nueva residencia y unas cocheras, acordes a la inmensa fortuna que ahora poseía. Un año antes se había convertido en uno de los hombres más ricos de Portugal, al heredar a su tío José María dos Santos, diputado, director del Banco de Portugal, fundador  de la Real Asociación Central de Agricultura Portuguesa, y el mayor latifundista de Portugal. Conocido por su espíritu emprendedor y la incorporación de las técnicas agrícolas más innovadoras de aquel tiempo, convirtió su finca de Río Frío en la mayor viña del mundo. Una finca en la que también criaba una yeguada de caballos de pura raza que compitieron exitosamente en los hipódromos y una ganadería de reses bravas. En sus mejores tiempos, esta impresionante explotación llegó a emplear a tres mil trabajadores. Su heredero supo también mantener y extender este negocio.


M. J. NORTE JÚNIOR, detalle de la fachada principal de las Caballerizas de Santos Jorge (1914), Estoril

Haciendo gala de su reciente enriquecimiento  y de la prominente posición social que había adquirido, parece no reparar en gastos, y contrata a Manuel Joaquim Norte Júnior (1878-1962), uno de los arquitectos más importantes de Portugal en los primeros años del siglo XX. Por entonces se encontraba en la plenitud de su carrera, había ganado ya por dos veces el prestigioso Premio Valmor, por las conocidas Casa Malhoa (1904) y Villa Sousa (1912), y volvería hacerlo ahora, en 1914, con la Casa de José Marqués, con la que las Caballerizas de Jorge Santos guardan bastante relación.

La arquitectura de Norte Júnior se mueve dentro del más puro eclecticismo, y le otorga un gran peso a los elementos de marcada influencia modernista y un aire inequívocamente francés. Puede rastrearse en ella la deuda contraída con sus maestros lisboetas, especialmente dos de ellos, José Luís Monteiro y José António Gaspar, formados ambos en la tradición francesa. Él mismo, tras finalizar sus estudios en Lisboa en 1895, viajó a París para completar su formación en la École de Beaux Arts. Entre sus edificios, aparte de los ya mencionados y de un buen número de residencias en las Avenidas Novas de Lisboa el ensanche, cabe citar  otros tan populares como el Café A Brasileira (1908), la Pastelaria Versailles (1920) o el Café Nicola (1928), todos ellos iconos lisboetas de una época.

Las Caballerizas de Jorge Santos se ajustan bastante bien a las características de la arquitectura de Norte Júnior, y constituyen un buen ejemplo para comprobar la agilidad del arquitecto para desenvolverse con el lujo y satisfacer así la demanda de este tipo de clientela, como dijimos antes, más preocupada de la ostentación que de otras cuestiones. Es por eso que la fachada, el exterior de los edificios, cobra todo el protagonismo. Los elementos más destacados de la misma se concentran en la puerta de acceso de hierro forjado con decoración modernista, cerrada con un arco de medio punto sobre el cual se abre un óculo acristalado. Justo por encima encontramos un magnífico balcón sostenido por dos imponentes ménsulas con máscaras grotescas acompañadas de una rica ornamentación naturalista entre la que puede verse envuelta el monograma del propietario del edificio.

M. J. NORTE JÚNIOR,  Caballerizas de Santos Jorge (1914), Estoril

El conjunto se remata en la parte superior con un arco de medio punto flanqueado de columnas y la figura de un imponente águila moldeada por el prestigioso escultor Júlio Vaz Júnior (1877-1963), quien destaca por la realización de obras alegóricas, algunas tan conocidas como la de Adamastor (1922-27), en el Mirador de Santa Catalina, en Lisboa. El águila, desafiante, con las alas desplegadas, bien puede tenerse por un escudo señorial. Hay quien  la considera, como Briz, “un símbolo de la velocidad de los caballos, nobles amigos del hombre que antes llevaban a sus dueños, en vuelo de águila, de Lisboa a Estoril”.

Sin embargo, no creo que pueda descartarse tampoco un significado más oculto. Norte Júnior era un destacado masón y buena parte de su obra tiene un marcado carácter simbólico relacionado con la masonería, como recuerda Martín López. Es así como se entiende, por ejemplo, el uso que hace de la piedra bruta y la piedra pulida en los revestimientos de fachadas y dovelas, o muchos vanos que se abren con frontones y elementos a modo de compás que son rematados por arcos con dovelas y claves bien diferenciadas, como hace aquí mismo. Una de las incógnitas que no está desvelada es si esos elementos masónicos que tanto utiliza son únicamente fruto de la filiación del arquitecto y ajenos a sus clientes, o si acaso también estos últimos eran miembros de alguna logia y participaban conscientemente de las intenciones de Norte Júnior.

La masonería portuguesa es una de las más antiguas de Europa, y sus orígenes se remontan hasta el siglo XVIII, aunque su época dorada la conoció a partir de 1869. Tradicionalmente sus miembros procedían de las élites económicas a las que pertenecían tanto Santos Jorge como su tío José María dos Santos, políticas, culturales y universitarias. La lista es muy extensa e incluye miembros tan ilustres e influyentes como Bernardino Machado, presidente de la República, el escritor Eça de Queiroz, o  Egas Moniz, Premio Nobel de Medicina. Hoy parece fuera de toda duda la participación fundamental de la masonería en la creación de la república portuguesa.

Las Caballerizas de Santos Jorge en su aspecto original

Así pues, teniendo en cuenta estos antecedentes, no me diréis que no resulta tentador añadir una interpretación simbólica del águila en relación a las prácticas masonas. Como es sabido, el águila figura en casi todos los grados de la masonería conocidos como Filosóficos o Altos Grados. Se tiene por un “símbolo de los iniciados, quienes ponen la audacia y el genio, y contemplan de forma serena la luz de la verdad, así como el águila contempla desde lo alto la luz del Sol iluminando la Tierra. Es emblema de la elevación y poder intelectual, de las aspiraciones Ideales que conducen a la Verdad”, escribe Daza en su Diccionario de la francmasonería.  El águila pues, aleja al neófito de la ignorancia, el fanatismo y la superstición y les guía en cambio hacia la Existencia, el Conocimiento y la Dicha, lo que constituye, en definitiva, la Sabiduría.

Este artículo apareció publicado originalmente en CaoCultura el 9 de mayo de 2018

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