lunes, 5 de octubre de 2015

Pinturas rupestres, ¿expresión de magia simpática?

Panel del unicornio, en el llamado Salón de los Toros de las cuevas de Lascaux (Francia)
Fot. tomada de Redes: Observatorio, análisis y reflexión
"Estas pinturas son tan viejas como cualquier otro rastro de obra humana. Y, sin embargo, al ser descubiertas en las paredes de cuevas y rocas en España y al sur de Francia en el siglo XIX, en un principio los arqueólogos no podían creer que aquellas representaciones de animales tan vívidas y naturales hubieran sido hechas por hombres del período Glaciar. Poco a poco, las rudas herramientas de piedra y hueso que se hallaron en estas regiones fueron dejando en claro que aquellos bisontes, mamuts y renos sí habían sido pintadas por hombres que cazaban a estos animales y que por eso los conocían tan bien. Es una experiencia extraña descender a estas cuevas, pasando a veces por pasadizos bajos y estrechos, siendo necesario adentrarse en la oscuridad de la montaña, para ver de pronto la linterna eléctrica del guía iluminar la pintura de un toro. Una cosa está clara, nadie se arrastraría hasta las pavorosas profundidades de la montaña solamente para decorar un lugar tan inaccesible. Más aún, pocas de estas pinturas se distribuyen con claridad por los techos o las paredes de la cueva excepto algunas pinturas de la cueva de Lascaux. Por el contrario, están colocadas allí confusamente, una encima de la otra y sin orden o designio aparente. Es verosímil que sean vestigios de aquella creencia universal en el poder de la creación de imágenes; en otras palabras, esos cazadores primitivos creían que con sólo pintar a sus presas -haciéndolo tal vez con sus lanzas o sus hachas de piedra- los animales verdaderos sucumbirían también a su poder. 

Naturalmente esto es una mera conjetura, pero encuentra su mejor apoyo en el empleo del arte entre los pueblos primitivos de nuestros días que han conservado aún sus antiguas costumbres. Bien es verdad que no encontramos ninguno ahora -al menos en lo que a mí se me alcanza- que trate de operar exactamente según esta clase de magia; pero la mayor parte de su arte se halla íntimamente ligado a ideas análogas acerca del poder de estas imágenes"

E.H. GOMBRICH, La Historia del arte


lunes, 4 de mayo de 2015

PEDRO ROLDÁN: Retablo Mayor del Hospital de la Caridad, Sevilla

SIMÓN DE PINEDA y PEDRO ROLDÁN
Retablo Mayor Hospital de la Caridad, Sevilla
La gran eclosión del barroco sevillano se produce durante la segunda mitad del siglo XVII, a partir del momento en que empieza a sentirse lejano el magisterio ejercido en los años precedentes por Juan Martínez Montañés. Desaparecen los últimos ecos del manierismo y se apodera de las esculturas un realismo más expresivo y dinámico, un mayor efectismo dramático, más acorde si cabe con la teatralidad propia del barroco. En ese ambiente se erige como gran triunfador el sevillano Pedro Roldán, sin duda la gran figura del momento, lo que se entiende fácilmente al admirar algunas de sus obras más afortunadas, como el Retablo Mayor del Hospital de la Caridad de Sevilla. 

Pedro Roldán (1624-1699) nació en Sevilla, aunque su formación como artista la hizo en Granada, en el taller de Alonso de Mena, donde permaneció hasta el fallecimiento de su maestro en 1646. Ese año lo encontramos de vuelta en la ciudad del Guadalquivir, donde pronto empieza a relacionarse con los artistas más importantes de la ciudad, entre los que se encuentran los pintores Juan de Valdés Leal y Bartolomé Esteban Murillo, con los que va a colaborar en el desarrollo del curioso programa iconográfico que les encarga el caballero D. Miguel de Mañara para este hospital sevillano.

PEDRO ROLDÁN. Entierro de Cristo
Hospital de la Caridad, Sevilla
D. Miguel de Mañara era un rico comerciante sevillano, educado en un ambiente caballeresco y despreocupado. La muerte de su esposa en 1661 va a sumirle en una profunda crisis espiritual que le va a llevar a replantearse por completo su vida, y buscar refugio en la religión. Fue ese el motivo que le hizo ingresar en la Hermandad de la Santa Caridad, una antigua institución de la ciudad que se remonta hasta la Edad Media y que se dedicaba a socorrer a los pobres y enterrar a los condenados y ahogados del Guadalquivir, cuyos cuerpos nadie reclamaba. Al poco tiempo le designaron como Hermano Mayor y acometió una reforma profunda de la Hermandad, redactando nuevas reglas y encargando la construcción de la iglesia de San Jorge y el Hospital, para lo que no dudó en recurrir a los artistas más prestigiosos que había en Sevilla. Para la construcción del templo eligió a Pedro Sánchez Falconete, y para las labores de pintura y decoración interior a Murillo, Valdés Leal y Pedro Roldán.

Mañara tuvo desde el principio muy claro el programa iconográfico que deseaba trasladar al interior del templo, y que se sustentaba en tres pilares. El primer mensaje lo encontramos  a los pies de la iglesia, en los dos lienzos de Valdés Leal, In Icti Oculi y Fini Gloriae Mundi, que nos avisan de la fugacidad de la vida y de lo vano que resulta acumular riquezas o glorias en esta vida, en lugar de prepararnos para salvar el alma. A lo largo de la nave, diferentes pinturas de Murillo, de las que sólo queda in situ Santa Isabel de Hungría curando a los tiñosos, reflejaban cuáles eran los fines humanitarios de la Hermandad de atender y socorrer a los más desfavorecidos. Este camino que enseñaba a los  hermanos cómo alcanzar el cielo culmina en el monumental retablo, trazado por Simón de Pineda, que preside el altar, sobre el que aparecen repartidas por sus calles diferentes figuras salidas de la mano de Roldán, como San Roque, santo protector de las enfermedades; San Jorge, el santo titular de la iglesia; en el ático las figuras de la Fe, la Esperanza y la Caridad, las tres virtudes teologales; y varias parejas de niños atlantes sosteniendo las columnas que separan las calles y que proporcionan unas gotas de dulzura al sobrecogedor conjunto.

PEDRO ROLDÁN. Entierro de Cristo (detalle). Hospital de la Caridad, Sevilla
El cuerpo central ocupa El entierro de Cristo, de Pedro Roldán, recordando que la misión encomendada a los  hermanos era la de enterrar a los ajusticiados, igual que se hizo con Jesús. La escena es una composición de gran complejidad por los diferentes planos y posturas, pero que Roldán resuelve de manera sobresaliente. A pesar del gran número de figuras, al disponerlas en torno al cuerpo yacente de Cristo, el tema principal se muestra con claridad. En un extremo, José de Arimatea sostiene el cuerpo de Jesús; en el otro, Nicodemus abraza y besa de manera teatral los pies del Maestro. En el centro, la figura de San Juan ayuda a envolver el cuerpo en el sudario. Tras ellos, en un segundo plano, las figuras femeninas de las Tres Marías conteniendo los gestos de dolor. La disposición se corresponde con las reglas de la Hermandad, que establecían que los hermanos debían recoger el cuerpo de los ajusticiados del mismo modo que lo habían hecho los Santos Varones con el de Cristo. Tras estas figuras aún es posible ver otras dos, las de dos sirvientes soportando el peso enorme de la losa que habría de sellar la sepultura y que oculta casi por completo a uno de ellos.

PEDRO ROLDÁN. Entierro de Cristo (detalle). Hospital de la Caridad, Sevilla

El fondo del grupo lo conforma un bajorrelieve con el Monte Calvario, donde aún puede verse la escalera apoyada sobre la cruz de Cristo ya vacía, y a los otros dos condenados sobre sus cruces. Sobre una de ellas un operario sube por otra escalera y se dispone a bajar a uno de los ladrones. La escenografía teatral del conjunto crea la sensación de un espacio más profundo y dilatado, casi al punto de hacerlo parecer real. A ello no fue ajena la excelente policromía que aplicó el propio Valdés Leal.

Todas las esculturas destacan por la calidad del modelado y el sentido del volumen a través de los juegos de claroscuro, especialmente en el tratamiento de los ropajes. Roldán despliega en ellas una gran libertad de formas y, sobre todo, un dinamismo muy expresivo, que captamos no sólo en los escorzos, acusados e incluso forzados en algún momento, sino también en el tratamiento barbas y cabellos movidos por el viento, en los que se perciben las maneras del flamenco José de Arce. Por todo ello no son pocos los que no tienen duda en calificar este retablo como el mejor de todo el barroco español.


BIBLIOGRAFÍA:

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  • FERNÁNDEZ MEDINA, I., Y OTROS (2007): "Retablo Mayor de la Iglesia del Hospital de la Caridad. Investigación e intervención". En PH Boletín del Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico, 62, pp. 20-43
  • MARTÍN HERNÁNDEZ, F. (1981): Miguel de Mañara. Sevilla: Universidad de Sevilla


miércoles, 1 de abril de 2015

Juan de Flandes y los retratos en la corte de los Reyes Católicos (y 6): el retrato de Isabel la Católica

JUAN DE FLANDES. Isabel la Católica (h. 1500-1504)
Palacio Real de Madrid
El más famoso de los retratos de Juan de Flandes es el que hizo de la reina Isabel la Católica, del que existen dos versiones, uno en El Palacio Real de Madrid y otro presidiendo la sala de juntas de la Real Academia de la Historia. La mayoría de los historiadores actualmente tienen pocas dudas en considerar que el original es el de El Pardo y el de la Academia una buena copia.

Se trata de un retrato de tres cuartos, de composición bastante similar a los otros retratos del pintor, en el que la figura de la reina, suavemente modelada, se recorta sobre un fondo negro. El cuadro, según A. Pérez Sánchez, no pudo pintarse antes de 1497, cuando hay constancia que la reina empezó a lucir la venera de la Orden de Santiago (PÉREZ SÁNCHEZ, 2004:94) que le había concedido Alejandro VI unos años antes, en 1493. En aquel momento la reina tenía cuarenta y seis años, y permite apreciar los cambios físicos producidos desde aquel otro retrato suyo que hay en El Prado, y que Silva considerando la edad que debía tener la reina, cree que pudo pintarse hacia 1490, cuando trabajaba para ella el pintor Antonio Inglés (BARÓN, 2010:44). El rostro ajado y las bolsas bajo los ojos delatan el paso del tiempo y una edad en que «ya el peso de los años descompone las líneas del rostro, la carne se vuelve flácida y se inicia la aparición del doble mentón» (BERMEJO, 1988:14), pero también los golpes de la vida en el ánimo de la reina. Son rasgos realistas propios del retrato flamenco, con pocas concesiones al idealismo.

Isabel va tocada con una cofia, y sobre ella un velo transparente que envuelve la cabeza y que permite al pintor mostrar los rubios cabellos de la reina, pero también el virtuosismo exquisito de la técnica de Juan de Flandes. El velo se anuda sobre el pecho con una joya con la cruz de Jerusalén de la que pende la venera a la que nos hemos referido antes, y que pueden ser una alusión al carácter de Cruzada que tuvo la conquista de Granada, o incluso al antiguo título de reyes de Jerusalén mantenido por la Casa de Aragón y que el sultán Bayaceto reconoció a los Reyes Católicos (MARTÍNEZ, 2006:350). Viste un brial oscuro que deja ver una camisa blanca, con cuello redondo bordado a la manera morisca con listas negras, con el borde decorado en el que alternan leones rampantes y cuatro barritas entrecruzadas. No puede decirse que el atuendo, casi monjil, sea precisamente favorecedor.

El asunto tiene su interés porque este retrato es la imagen más conocida de Isabel, y la que han utilizado como base otros muchos artistas para realizar pinturas, grabados y litografías, y que ha servido para trasladarnos la imagen de un reinado caracterizado por la austeridad de los reyes, en el vestir y en su modo de comportarse. Austeridad que ayudó también a popularizar algún relato como el del flamenco Antoine de Lalaing, que acompañó a Juana la Loca y Felipe el Hermoso en Toledo cuando fueron jurados por las Cortes en 1502, y que dejó escrito «No hablo de los vestidos del rey y la reina, porque no llevan más que paños de lana» (cit. ZALAMA, 2012:14). Sin embargo, no es este el único retrato de Isabel, y ni esa pretendida austeridad, ni esa belleza apagada, parecen corresponderse en absoluto con la realidad.

MAESTRO DE LA VIRGEN DE LOS REYES CATÓLICOS. Virgen de los Reyes Católicos (h. 1491-1493)
Museo del Prado, Madrid

Es verdad que la reina decretó medidas para recortar el gasto público, el lujo, la pompa y evitar los excesos en la forma de vestir de los súbditos, pero no es menos cierto que fueron sistemáticamente incumplidas (ZALAMA, 2012:14), y son muy numerosos los testimonios que tenemos en los que se habla de la ostentación de la propia reina y de su familia. Valgan como ejemplos el propio Pulgar, quien retrata a la reina como «mujer muy cerimoniosa en sus vestidos e arreos»; su confesor, fray Hernando de Talavera, quien le reprocha su ostentación en la recepción a los franceses en Perpignan con motivo de la devolución de los condados del Rosellón y la Cerdaña en 1493; las llegadas de sus hijas Juana y Catalina a Flandes e Inglaterra respectivamente, que llamaron la atención por la riqueza de sus joyas, vestidos y los de sus damas. Un gasto y un dispendio corroborado también por las cuentas de Gonzalo de Baeza, tesorero de la reina, y que, sin embargo, no debe interpretarse como una contradicción con la legislación suntuaria, sino como una forma de expresar la fuerza de la monarquía moderna que encarnaban  Isabel y Fernando (MARTÍNEZ, 2006:353) que precisaba de una cierta exhibición exterior, porque como apunta Marino (2013), la reina concedía gran importancia a estos asuntos, y por esta razón «aprendió a utilizar su apariencia física, su femineidad, como una herramienta propagandística para establecer su autoridad y su supremacía dentro y fuera de España». Cada traje, cada joya, cada tela, se convierte en una forma de lenguaje no verbal que hay que interpretar convenientemente. De todo ello cabe concluir «que la corte de los Reyes Católicos no era nada austera y que la magnificencia en todos los actos era lo habitual» (ZALAMA, 2012:20), y los paños de lana de los que habla Lalaing, en realidad eran trajes de luto por la muerte del príncipe de Gales, Arturo, yerno de los Reyes Católicos, cuya noticia llegó a Toledo justo cuando las Cortes iban a jurar a Juana y Felipe como herederos.

ANONIMO FLAMENCO. Virgen de la Mosca (1520-1525)
Colegiata de Toro, Zamora
El cuadro ha tenido diferentes atribuciones, y últiimamente
E. Bermejo la atribuye al Maestro de la Sangre
De este modo la reina que nos devuelve el retrato de Juan de Flandes, no sólo en su indumentaria, también en sus rasgos físicos, parece que no es más que un pálido reflejo de la realidad. Al hablar de ella el cronista Hernando del Pulgar escribió que «era de mediana estatura, bien compuesta en su persona y en la proporción de sus miembros, muy blanca é rubia: los ojos entre verdes é azules, el mirar gracioso é honesto, las faciones del rostro bien puestas, la cara muy fermosa é alegre».  También parece contradecir lo que contó Jerónimo Münzer, que tuvo ocasión de conocerla durante un viaje a España en 1495, es decir, poco antes de la fecha a partir de la cual se considera que pudo pintarla Juan de Flandes, ya que aunque señala que estaba por entonces algo gruesa, dice que era aún de agradable faz y «no representa más de treinta y seis» (PUYOL, 1924:260). Hay un cuadro en el Museo del Prado que puede ayudar a pensar que el viajero alemán no exageraba tanto.  En La Virgen de los Reyes Católicos se representa a los reyes acompañados de una de las infantas y del príncipe don Juan, arrodillados ante la Virgen y el Niño, en presencia de Santo Tomás, Santo Domingo, y otros dos personajes que se han identificado con los inquisidores fray Tomás de Torquemada y Pedro de Arbués. Por la moda de los vestidos y la edad del príncipe, el cuadro se ha fechado entre 1491 y 1493. Llaman poderosamente la atención el boato, la solemnidad y magnificencia de los vestidos dorados y las coronas que llevan los reyes, que no dejan duda alguna sobre su regia condición, pero también el aspecto joven de los monarcas, en cualquier caso bastante menos de los cuarenta años que por entonces rondaban Isabel y Fernando. Así pues, cabe preguntarse ¿quién tenía razón? ¿el pintor Juan de Flandes o el cronista Hernado del Pulgar? ¿o quizás los dos? Para ello es preciso acudir a los artistas que pintaron a Isabel cuando era joven.

        Entre las obras que poseía Margarita de Austria, en Bruselas, se cita un retrato de la reina Isabel a la edad de treinta años, que hizo Michel Sittow. La obra en cuestión únicamente se conoce por este documento, pero viene a confirmar el deseo de la reina de hacerse retratar en la plenitud de su vida. Hay quien piensa que puede tratarse de la joven reina retratada en La Virgen de la Mosca, de la Colegiata de Toro, como Fernández Álvarez, para quien hay elementos suficientes en el cuadro «que señalan con toda precisión que no sólo se retrata a una reina joven, sino a quien, como dueña del símbolo de la justicia, es una reina propietaria, no una reina consorte» (FERNÁNDEZ, 2005:13), por lo que no hay duda alguna que es Isabel la Católica. En ese caso deberíamos coincidir con él que se trata de una joven de gran belleza, con amplia cabellera rubia, ricamente vestida. En cualquier caso, son muchos los que piensan que la identificación de la reina con Isabel carece de fundamento. El cuadro en cuestión se atribuye actualmente al Maestro de la Sangre.

ANÓNIMO FLAMENCO. María Magdalena (?) (h. 1520
National Gallery, Londres
P. Flor ha identificado la obra como un retrato de Isabel
la Católica, copia de un original de M. Sittow
           Recientemente P. Flor (2012) cree haber descubierto la pista del retrato perdido del maestro Sittow en la National Gallery de Londres, donde se conserva un retrato de una dama de autor anónimo. En el siglo XIX la joven retratada fue identificada como María Tudor; más tarde, Louis Dimier la identificó con Leonor de Austria, hermana de Carlos V, que fue reina de Portugal y Francia; y Sánchez Cantón con Catalina de Austria, hermana también del emperador Carlos; e  incluso Martin Davies llegó a proponer que se trataba de una representación de María Magdalena. Sin embargo, nadie hasta ahora había reparado suficientemente en la extraordinaria semejanza que guarda con dos medallas con la efigie de Isabel la Católica, una en la colección Jean Jadot de Bruselas y otra en el Archivo Histórico Nacional de Madrid, fechadas hacia 1514. Una semejanza que se aprecia en la fisonomía de las tres imágenes, y sobre todo en el espléndido collar que lucen la pieza londinense y las medallas, que coincide extraordinariamente con la descripción que contienen los inventarios, elementos que le permiten identificarla como Isabel la Católica.

           El retrato de Londres presenta una figura femenina de cabello dorado y rostro cándido en el que destacan los ojos claros, del mismo tono descrito por Pulgar. Destaca la riqueza  y abundancia de las joyas con que se engalana: una diadema de oro, con perlas y rubíes engastados sobre la cabeza; un colgante de zafiros en forma de estrella, del que cuelga a su vez una perla; un opulento collar de oro con esmeraldas y varios haces dorados con perlas, sobre los hombros y el pecho; anillos de oro y rubíes; prendedores de oro, perlas, rubíes y zafiros para sujetar las mangas de un vestido ajustado y con un brocado exquisito; un brazalete de oro  engastado también con rubíes y zafiros, en el brazo. Una imagen, en definitiva, que sí que parece ajustarse a las palabras de Pulgar y a los testimonios literarios y documentales que hablan de su belleza y magnificencia en el vestir. Para Flor, el cuadro de Londres debió pintarse entre 1492 y 1514 y se aproxima a la manera de pintar de Sittow, aunque no del todo, por lo que se inclina en considerarlo como «una copia de un original de Sittow, perdido o no localizado» (FLOR, 2012:7).

         Llegados a este punto hay que preguntarse entonces a qué se deben el aspecto cansado y las vestiduras monjiles con que aparece Isabel en el retrato de Juan de Flandes. La explicación más plausible tiene que ver, seguramente, con los sucesos luctuosos que se sucedieron en la familia real en los últimos años de la vida de Isabel, los cuchillos de dolor de los que habla Bernáldez: «El primer cuchillo de dolor que traspasó el ánima de la Reyna Doña Isabel, fue la muerte del Príncipe, el segundo fue la muerte de Doña Isabel su primera hija, Reyna de Portugal; el tercero cuchillo de dolor fue la muerte de Don Miguel su nieto, que ya con él se consolaba, y desde estos tiempos vivió sin placer la ínclita y muy virtuosísima y muy necesaria en Castilla reyna Doña Isabel, y se acortó su vida y su salud» (cit. LISS, 1998:319).

DOMENICO FANCELLI. Sepulcro de los Reyes Católicos
(det.) (154-1517). Capilla Real, Granada
El primero y más grave de todos, fue el fallecimiento de su hijo y heredero, el príncipe don Juan, en 1497, justo el año a partir del cual se piensa que pudo ser pintada por Juan de Flandes. El golpe para Isabel fue terrible y le produjo una gran desolación. Margarita de Austria, la viuda, estaba embarazada e Isabel esperaba con ansiedad el nacimiento de un heredero que mitigara en parte su dolor, pero el parto fue prematuro e inviable, una nueva desgracia. A partir de ese momento pasó a convertirse en heredera de los reinos la primogénita de los Reyes Católicos, Isabel, casada con el rey de Portugal Manuel I. En 1498 la princesa daba a luz a un hijo, pero la muerte golpeaba de nuevo a la Casa de Trastámara, llevándose a la madre como consecuencia del parto. Un nuevo golpe que afectó profundamente a la reina de Castilla, que cayó enferma, y llegó a temerse por su vida, no llegando a recuperarse nunca del todo su salud.

Pero los infortunios no iban a terminar ahí. Las esperanzas de Isabel se depositaron sobre el pequeño Miguel, exigiendo que quien estaba llamado a unificar todos los reinos peninsulares estuviese junto a sus abuelos maternos, aunque desgraciadamente el niño no llegaría a vivir ni dos años, ya que falleció en 1500. Un cúmulo de desgracias que se sucedieron en muy poco tiempo, que afectaron a Isabel en sus profundos sentimientos de madre pero también en los asuntos del reino, y que pueden explicar sus dilaciones en dejar marchar a Inglaterra a la más pequeña de sus hijas, Catalina, para dar cumplimiento al acuerdo matrimonial con el Príncipe de Gales. Esta suma de desgracias abría de par en par las puertas de la sucesión a Juana. Un motivo más de preocupación porque no escapaban a la reina los problemas y el desequilibrio mental que empezaba a manifestar su hija, ni tampoco la ambición y falta de escrúpulos de su yerno Felipe el Hermoso.

Así pues son esos cuchillos de dolor que atravesaron el pecho de la reina y de la madre y el paso inexorable del tiempo los que pueden explicar el respetuoso retrato de Juan de Flandes.

BIBLIOGRAFÍA


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miércoles, 18 de marzo de 2015

Juan de Flandes y los retratos en la corte de los Reyes Católicos (5): el retrato de Catalina de Aragón

JUAN DE FLANDES. Retrato de una infanta.
Catalina de Aragón?
(h. 1496)
Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid
Catalina fue la más pequeña de los cinco hijos de los Reyes Católicos. Vio la luz en el Palacio Arzobispal de Alcalá de Henares el 16 de diciembre de 1485 y recibió en el bautismo el mismo nombre de una de sus bisabuelas, la princesa inglesa Catalina de Lancaster, como una premonición de su propio destino. Al igual que sus hermanas recibió una educación esmerada por el expreso deseo de su madre. Además de lo habitual para las damas de su época, estudió historia, genealogía, heráldica, filosofía, poesía, Historia de Roma, algo de Derecho canónico, latín y griego, y llegó a hablar también con fluidez el francés, el flamenco y el inglés. Por todo ello, para Erasmo de Rotterdam y Luis Vives, constituía un milagro de educación femenina (MATTINGLY, 2000:25). Tenía un gran parecido con su madre Isabel la Católica, no sólo físicamente sino también en su manera de pensar y en el carácter, «la misma graciosa dignidad, ligeramente distante; la misma inteligencia directa y vigorosa; la misma gravedad básica y la misma firmeza moral» (MATTINGLY, 2000:38), que le serían de una ayuda inestimable para afrontar el cruel destino que le deparó su partida a Inglaterra en agosto de 1501, cuando apenas contaba quince años, para contraer matrimonio con Arturo, Príncipe de Gales, una unión concertada años antes cuando ambos eran unos niños. Para Tremlett, es la intensidad de su carácter lo que distingue a Catalina por encima de cualquier otro aspecto, que la hace capaz de tomar sus propias decisiones, siendo plenamente consciente de las consecuencias que tenían, tanto para ella misma como para Inglaterra, lo que la convirtió en el oponente más duro al que tuvo que enfrentarse Enrique VIII (TREMLETT, 2012), demostrando con ello una entereza admirable a pesar de su juventud.

M. GONZÁLEZ MUÑOZ. Catalina de Aragón (2007)
Alcalá de Henares, Madrid
El parecido con su madre queda manifiesto en el retrato que le hizo Juan de Flandes y que se expone en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid. El cuadro debió pintarse hacia 1496, coincidiendo con la llegada a la corte del pintor flamenco. Aunque hay quien cree que la retratada puede ser su hermana María, la mayoría de los historiadores coinciden en identificar a la joven del cuadro como Catalina, que tendría entonces unos once años y de quien los ingleses, siguiendo los usos de la época, habían reclamado una imagen que llevar a su país cuando entregaron a su vez la de Arturo en su embajada de 1489 (CAHILL, 2012). El rey Enrique VII, su futuro suegro, había hecho incluso constar por escrito la importancia que concedían a la belleza de la novia, tanto o más que fuera fuerte y sana (MATTINGLY, 2000:58). Esa importancia quedó demostrada claramente cuando la infanta llegó a Inglaterra y Enrique exigió verla. Los españoles le hicieron saber que sus costumbres impedían a una infanta de Castilla recibir a su marido o suegro antes de que la ceremonia matrimonial hubiera terminado. El rey inglés se negó en redondo y finalmente se salió con la suya. Dicen que quedó satisfecho e impresionado con la inquietante belleza de la joven que encontró ante sus ojos, una muchacha algo más crecida que la que pintó cinco años antes Juan de Flandes, un retrato en el que el pintor flamenco vuelve a hacer un alarde de su técnica exquisita, en la firmeza del dibujo y la pureza de las líneas que lo componen.

El delicioso retrato de Catalina es de una gran sencillez, muy similar al de su hermana Juana, con la que guarda un gran parecido físico. Aparece también de frente y de busto, delicadamente iluminada por una luz que viene fuera del cuadro y que proyecta su sombra sobre el fondo. Destaca de ella sus cabellos rubios rojizos, muy abundantes, partidos a la mitad sobre su cabeza y recogidos por detrás en una trenza de la que escapa una mata de pelo que cae sobre su espalda; su tez clara y sonrosada; y unos grandes ojos azules, despiertos y atentos, con una mirada limpia y decidida. Va vestida de forma muy sencilla, sin ningún tipo de joya, con un traje de color blanco con un bordado dorado sobre fondo oscuro en el cuello y en las mangas, donde el pintor aprovecha para hacer gala del dominio de la técnica detallista de la pintura flamenca. A la vista del retrato hay que darle la razón a Tomás Moro que al conocerla, dijo que poseía «todas las cualidades que constituyen la belleza de una joven muy encantadora» (cit. MATTINGLY, 2000:61).

MICHEL SITTOW. Catalina de Aragón (h. 1505)
Kunsthistorisches Museum, Viena
 En la mano derecha porta un capullo de una rosa roja, un detalle que se considera clave y definitivo para su identificación y al que se han dado diferentes interpretaciones. La más extendida es la que la considera un símbolo de la casa Tudor a la que pertenecía Arturo, cuyo emblema es una rosa, y en la que estaba a punto de ingresar Catalina por medio de su matrimonio. Pero también, como recuerda Cahill, la rosa roja era igualmente el emblema de la casa de los Lancaster, de la que descendía la propia Catalina como hemos mencionado. Por otra parte, Bermejo sostiene que al tratarse de un capullo, y no de una flor abierta, hace alusión a la juventud de la retratada y hay que entenderlo como un símbolo indudable de la virginidad de la joven (BERMEJO, 1988:14), lo que encajaría, apuntan C. Millares y T. De la Vega, con la corta edad de Catalina, que en aquel momento era pretendida por varias casas, por lo que quizás la imagen pudo servir para llevar a cabo negociaciones matrimoniales, dentro de la política de alianzas emprendida por los Reyes Católicos. Por último, cabría señalar que la rosa roja es símbolo de martirio y de Santa Catalina de Alejandría –según la Leyenda Dorada mártir de sangre real que curiosamente murió decapitada como le ocurriría a la propia Catalina de Aragón–, que estaba  asociada al papel de esposa celestial de Cristo y era la patrona de las doncellas.

Tras la muerte de Arturo en 1502, Catalina va a quedar en una situación penosa durante varios años, víctima de la mezquina disputa entre su suegro y su padre Fernando el Católico por la cuestión de la dote matrimonial. En medio de sus penurias llegó a escribir a su padre «no tengo ni para camisas» (FERNÁNDEZ, 2001:157). Su situación cambió al convertirse en reina tras su matrimonio con su cuñado Enrique VIII en 1509. A esos años de espera corresponde un retrato suyo, bellísimo, que se guarda en Viena y que se atribuye a Michel Sittow, el que fuera pintor de su madre Isabel hasta 1504. Aunque no existe constancia documental del mismo, se piensa que el retrato lo pudo realizar durante un viaje a Inglaterra hacia 1505. En él, Catalina va ricamente vestida de terciopelo, a la moda inglesa, destacando el pesado collar de oro con la inicial de su nombre en inglés. Sin duda, se muestra como una joven a la que no era fácil igualar en belleza, en opinión de algunos nobles ingleses, y de su propio esposo. Como escribe Mattingly, «muestra ojos finos, cabellos cuajados de resplandores dorados, una tez fresca y delicada, una expresión llena de dulzura y de cautivadora dignidad» (MATTINGLY, 2000:159), lejos de imaginar su trágico final. Pero Sittow aún nos dejaría otra representación de Catalina, aunque no se trate de un retrato como tal, ya que se considera que fue la modelo de la que se sirvió para la María Magdalena de Detroit.

(continuará)

domingo, 8 de marzo de 2015

PLAUTILLA BRICCI, arquitecta del barroco

PLAUTILLA BRICCI. Capilla de San Luis (1672-1680)
Iglesia de San Luis de los Franceses, Roma
El caso de Plautilla Bricci, considerada como la primera mujer arquitecta, viene a demostrar, una vez más, lo difícil que ha sido en el pasado combinar la doble condición de mujer y artista. Sólo la calidad de su obra ha permitido que su nombre haya llegado hasta nosotros, al igual que otras mujeres como la pintora renacentista Sofonisba Anguissola o la barroca Artemisa Gentileschi, aunque el caso de Plautilla es más excepcional si cabe, ya que, aunque probablemente debió haber más, hasta el siglo XIX no volvemos a saber de ninguna otra mujer que se dedicase a la arquitectura.

Plautilla Bricci (1616-1690) nació en Roma en el seno de una familia de artistas, lo que favoreció que recibiera una educación poco convencional para una mujer de su época. Su padre fue Giovanni Bricci, un destacado pintor y músico que se formó en el círculo del Cavalier d’Arpino, llegó a ingresar en la Accademia di San Luca y gozó de una cierta fama y reconocimiento en la Roma del barroco. También su hermano Basilio Bricci ejerció de pintor y arquitecto, como ella misma, y se convirtió en el escudo bajo el que poder ejercer su profesión, figurando aquel como el ejecutor del trabajo que en realidad correspondía a ella. Esto explica que no conozcamos apenas trabajos suyos y ninguna obra documentada de Plautilla hasta el año 1663, cuando se encontraba próxima a la cincuentena. Es entonces cuando recibe el encargo por parte de Monseñor Elpidio Benedetti, un agente del cardenal Mazarino en Roma, de la desaparecida Villa Benedetti, cerca de Porta San Pancrazio, en la colina del Gianicolo. Benedetti debió sentirse contento y orgulloso del trabajo, porque en 1677 publicó bajo el  seudónimo de Mateo Mayer una especie de guía turística de la villa en la que describía los atractivos del edificio, aunque atribuyendo a Plautilla únicamente la responsabilidad de la decoración pictórica, con numerosas alegorías y temas religiosos, y en la que también participaron artistas destacados como Pietro da Cortona, Francesco Allegrini y Gian Francesco Grimaldi. La obra arquitectónica, quizá avergonzado por reconocer que su mansión la hubiese construido una mujer, la atribuye a su hermano Basilio y constituye una clara demostración de los prejuicios de la época. Sin embargo, como ha demostrado Consuelo Lollobrigida, tanto los contratos de construcción, como los pagos y los dibujos preparatorios dejan claro que fue ella la única responsable del diseño, con poca o ninguna aportación de Basilio.


GIUSEPPE VASSI. Casino e Villa Corsini fuori Porta San Pancrazio. Aguafuerte
En este aguafuerte del siglo XVIII puede verse a la derecha la Villa Benedetti

Desgraciadamente, como otras villas de la zona del Gianicolo, fue prácticamente destruida en 1849 al encontrarse en el centro de la batalla entre las tropas de Garibaldi y los franceses que habían acudido en defensa del Papa, expulsado de Roma por la República italiana durante el proceso que condujo a la unificación de Italia. Ese es el motivo por el que únicamente conocemos este trabajo de Plautilla por grabados y descripciones y los escasos restos que se conservan. El aspecto de la villa recordaba al de un barco en el mar, por lo que pronto fue conocida popularmente como “Il Vascello” (el buque) lo que algunos historiadores interpretan como una representación simbólica de la iglesia, identificada tradicionalmente como una barca. En cualquier caso, su arquitectura era muy original, con galerías abiertas a distintas alturas y el uso de un basamento que simulaba rocas, lo que le aporta un sentido teatral y robusto, en un momento en que el Barroco romano caminaba por la senda del clasicismo.

PLAUTILLA BRICCI. Retablo de la Capilla de San Luis
Iglesia de San Luis de los Franceses, Roma
El edificio, de gran tamaño, se distribuía en tres plantas más un altillo y un ático. El interior estaba ricamente decorado. La planta baja parece que estaba adornada con retratos de reyes de Francia y damas francesas e italianas, medallones de yeso y espejos. En la galería principal podía admirarse un techo pintado al fresco por Pietro da Cortona con el tema de “L’Aurora”, “Il Mezzodio” de Allegrini y “La Notte” de Grimaldi.

La iglesia romana de San Luis de los Franceses es célebre por las pinturas de Caravaggio que alberga en su interior, pero no es ese su único tesoro. Allí encontramos también la Capilla de San Luis, rey de Francia, la segunda obra documentada de Plautilla Bricci, una joya del barroco romano que llama su atención por la riqueza ornamental y la elegancia del trazo, y que hacen de ella uno de los espacios más ricos y suntuosos de este importante templo. En ella se celebraron en 1666 los servicios fúnebres de la reina Ana de Austria, y para entonces se habría terminado parte de la decoración. Los trabajos se reanudaron a partir de 1672 y concluyeron en 1680, cuando fue oficialmente inaugurada.

PLAUTILLA BRICCI. Bóveda de la Capilla de San Luis. Iglesia de San Luis de los Franceses, Roma
La fastuosa entrada a la capilla está enmarcada por dos enormes cortinajes de estuco pintados de azul y adornados con flores de lis doradas, recogidos a los lados. En el interior, cubierto de ricos mármoles policromados, hay un retablo con la imagen de San Luis, flanqueada por dos santas con angelotes que dejan caer pétalos de rosas sobre él. Sobre el arco del retablo dos figuras sostienen la corona real. La estancia se cubre con una cúpula  exquisitamente decorada con ángeles que simulan sostenerla. A través de ella y del ventanal tras el altar se proyecta la luz proporcionando a la estancia un aspecto sobrenatural y dramático, muy propio de las teatrales puestas en escena a que nos tiene acostumbrados la estética barroca.

PLAUTILLA BRICCI. Capilla de San Luis, detalle.
Iglesia de San Luis de los Franceses, Roma

A partir de entonces la pista de Plautilla Bricci se hace más difusa. Algunos autores la relacionan con el Palacio Testa-Piccolomini, en la Via della Dataria, aunque su aspecto actual se debe a una reforma posterior de Filippo Barigioni en el siglo XVIII; y se menciona también su nombre en el testamento de Jacopo Albano Ghibessio, un profesor romano de la Sapienza, como autora de las pinturas de dos puertas diseñadas por Pietro da Cortona, con la que vuelve a relacionarse de nuevo.

Durante un tiempo nuestra artista residió en el Trastevere romano, en una casa propiedad de su antiguo patrono Monseñor Elpidio Benedetti, quien le cedió en 1677 el usufructo de una casa de su propiedad en el camino que conducía a San Francisco a Ripa, y que volvió a renovar en 1690 en su testamento, aunque según algunos autores pudo pasar los últimos años de su vida en un convento.

martes, 3 de marzo de 2015

Juan de Flandes y los retratos en la corte de los Reyes Católicos (4): Los retratos de Juana la Loca y Felipe el Hermoso

JUAN DE FLANDES. Juana la Loca (h. 1496)
Kunsthistorisches Museum, Viena
Probablemente los dos retratos de Juana la Loca y Felipe el Hermoso que se exhiben en el Kunsthistorisches Museum de Viena formasen parte de un díptico, y quizás fueron los primeros retratos salidos de la mano de Juan de Flandes tras instalarse en Castilla. Ya dijimos que una de las funciones del género retratístico en las cortes renacentistas era el de servir de reconocimiento de los respectivos contrayentes, motivo por el cual era bastante frecuente el intercambio de este tipo de pinturas. Así que pudieron ser pintados cuando se estaban preparando los dobles esponsales entre los príncipes castellanos Juan y Juana y los borgoñones Margarita y Felipe. En ese caso la fecha de los  cuadros debemos situarla entre el momento de la llegada a Castilla de Juan de Flandes, a mediados de 1496 y la partida de Juana hacia Flandes, que tuvo lugar en agosto de aquel año. De estas dos tablas destaca su simplicidad.

La pintura de Juan de Flandes sigue la costumbre flamenca del retrato de tres cuartos, para mostrarnos a una joven de cabellos claros, como su madre la reina Isabel, partido por una raya al medio y recogido con algunos adornos de colores tras la cabeza. De su rostro, de piel muy clara, destacan unos ojos grandes, una nariz alargada y unos labios pequeños y carnosos. De su cuello pende un collar, del que sólo podemos ver el cordón, ya que la joya que presumiblemente sostenía se oculta bajo el vestido, de generoso escote, que nos deja ver un busto bien formado.

Viste un traje de color claro con bordados en color dorado, elegante pero más sencillo que aquellos otros que con seguridad portaron la infanta y las damas de su séquito a su llegada a Flandes y que tanto impresionarían al cronista Jean Molinet, que resalta la riqueza de su atuendo hasta el punto de decir que nunca se había visto nada igual en aquellas tierras (ZALAMA, 2012:17), lo cual no es poco si tenemos en cuenta que la corte de Borgoña estaba considerada como una de las más fastuosas de Europa desde los tiempos de Felipe el Bueno y Carlos el Temerario, con una rígida etiqueta que convertía cada acto en un verdadero espectáculo.

MAESTRO DE LA VIDA DE JOSÉ. Felipe el Hermoso y Juana la Loca (1504-1506)
Formaban parte de un retablo de la Iglesia de San Livino, Zierikzee
Museo de Bellas Artes, Bruselas
El pintor la sitúa sobre un fondo neutro que hace resaltar a través del color y de la luz, sabiamente dirigida desde la parte superior, la delicada imagen de una joven finamente modelada por un dibujo extremadamente preciso. Juana evita mirarnos de frente, de modo que su mirada, no exenta de cierto misterio y poder evocador, se pierde hacia un punto indeterminado hacia la izquierda del cuadro. Su mano derecha, en cambio, nos enseña unos dedos finos y alargados, con el índice levantado, indicando algo en la dirección contraria, quizá el propio retrato de Felipe, del que suponemos compañera esta tabla. La gravedad de su semblante es impropia de una joven de quince años. Parece como si meditase, preocupada ante lo que le deparaba su inminente futuro, su partida hacia un reino lejano, dejando atrás el entorno familiar y conocido de su madre y hermanas, para enfrentarse a la incertidumbre de un matrimonio con un príncipe desconocido, e iniciar una nueva vida, rodeada de gentes extrañas, ajena a sus costumbres e idioma.

MAESTRO DE LA VIDA DE JOSÉ.
Doña Juana de Castilla (1501-1510)
Museo Nacional Escultura, Valladolid
Jerónimo Münzer, un viajero alemán que pasó por la corte castellana, probablemente con alguna embajada específica encargada por el emperador Maximiliano I, tuvo ocasión de conocer a la infanta en 1495, cuando contaba catorce años. La describe como una joven docta en recitar y componer versos y que gustaba mucho de las letras.  Si atendemos a los testimonios de la época, fue la más hermosa de las hijas de los Reyes Católicos (FERNÁNDEZ, 2001:72). Una belleza que cautivó a su esposo Felipe y que impactó profundamente al rey Enrique VII de Inglaterra (FERNÁNDEZ, 2001:156), quien tuvo ocasión de conocerla personalmente en la corte inglesa en 1506, y que soñó vanamente en casarse con ella después de quedar viuda. 

Otras fuentes, no obstante, mencionan que tenía la cabeza muy alargada y transversalmente aplanada y nos hablan de su prognatismo, heredado por sus sucesores. Sin embargo, estos rasgos no sólo son totalmente obviados por Juan de Flandes en el retrato de Viena, sino también en los demás que se conservan de Juana, y que guardan poco parecido con éste. El primero de todos ellos es uno de cuerpo entero que se exhibe en Bruselas y debió pintarse entre 1504 y 1506 (ZALAMA, 2010:21), cuando ya se había convertido en reina de Castilla. Originariamente formaba parte de un retablo realizado para la iglesia de San Livino de Zierikzee, en Zelanda, atribuido indistintamente al Maestro de la vida de José o a Jacob van Laethem. Bien este retrato, u otro perdido, pudo ser el modelo de otros tres bustos que se conocen de doña Juana: el de Viena se atribuye al Maestro de la Leyenda de la Magdalena; el de Valladolid al Maestro de la Vida de José, o de Aflighem; y un tercero, perteneciente a la colección Duque del Infantado. En todos ellos, la reina aparece con aspecto juvenil y semblante serio y conservan gran parecido entre sí, pero también con los que se conocen de su cuñada, Margarita de Austria, al punto de parecer hermanas (ZALAMA, 2010:19). Zalama encuentra la explicación en que este tipo de representaciones se limitaban a mostrar la dignidad de un personaje, «pero no se paraban en los detalles de su fisonomía» (ZALAMA, 2010:20), lo que no deja de ser significativo cuando uno de los rasgos más sobresalientes de la pintura flamenca era precisamente su extremado realismo.

JUAN DE FLANDES. Felipe el Hermoso (h. 1496)
Kunsthistorisches Museum, Viena
Ya mencionamos antes el interés que Zalama atribuye a Felipe el Hermoso en las pinturas de Juan de Flandes durante su corta estancia castellana, a pesar lo cual la atribución a Juan de Flandes del retrato de Viena despierta más dudas, por la dureza del modelado y del dibujo, aunque quizás esto pueda ser consecuencia de alguna restauración (BERMEJO, 1988:14). A pesar de su sencillez, el pintor ha encontrado la forma de destacar en aquel joven de larga melena rubia que cae sobre los hombros, sus ricas vestiduras, entre las que sobresale el imponente cordón del que cuelga el Toisón de Oro, reproducido todo con la minuciosidad propia de la pintura flamenca. Para Fernández Álvarez, «es, sin duda, la estampa de un joven Príncipe seguro de sí mismo, acaso un tanto pagado de su persona, donde la apostura física parece corresponderse con la posición social, y por ende, como desdeñoso hacia el mundo que le rodea» (2001:72). Sin embargo, quizá Felipe no fuera tan hermoso como pueden hacer pensar su apelativo y sus retratos. El cronista Padilla acierta a destacar entre sus dones físicos su altura, su rostro gentil, sus ojos hermosos y tiernos «y las uñas más lindas que se vieron a persona» (PADILLA, 1846:149), pero aprovecha igualmente para recordarnos que tenía la dentadura en mal estado y que «en su andar mostraba sentimiento algunas veces por causa que se le salía la chueca de la rodilla, la cual él mismo con la mano arrimándose á una pared, la volvía a meter en su lugar» (PADILLA, 1846:149). No parece que ni su dentadura ni su leve cojera fueran inconvenientes para convertirlo en un empedernido seductor, que «a mujeres dábase muy secretamente, y holgábase de tener conversación á buena parte con ellas porque se holgaba con todo placer y regocijo» (PADILLA, 1846:149), lo que provocaría los celos enfermizos de Juana, a los que la leyenda romántica atribuye como única causa de su locura. En realidad, su supuesta hermosura, y la de otros príncipes de la época denominados de la misma manera, no tienen tanto que ver con su belleza física, sino con su educación , sus habilidades y la compostura que se esperaba encontrar en una persona de su dignidad, y es que, como apunta Zalama, «el ser príncipe ya era sobrada belleza» (2010:18).


Al contrario que ocurre con el retrato de Juana la Loca, el que hizo Juan de Flandes de Felipe el Hermoso muestra las mismas características que otros de la misma época que se conservan, en los que aparece representado de busto, de perfil y gesticulando con las manos, lo que para Zalama constituye una prueba que demuestra «el carácter repetitivo y poco naturalista» (2006:30) de estos retratos, que se limitarían a copiar una iconografía fijada previamente. 

(continuará)
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