JUAN DE FLANDES. Isabel la Católica (h. 1500-1504) Palacio Real de Madrid |
El
más famoso de los retratos de Juan de Flandes es el que hizo de la reina Isabel
la Católica, del que existen dos versiones, uno en El Palacio Real de Madrid y
otro presidiendo la sala de juntas de la Real Academia de la Historia. La
mayoría de los historiadores actualmente tienen pocas dudas en considerar que
el original es el de El Pardo y el de la Academia una buena copia.
Se trata de un retrato de tres
cuartos, de composición bastante similar a los otros retratos del pintor, en el
que la figura de la reina, suavemente modelada, se recorta sobre un fondo
negro. El cuadro, según A. Pérez Sánchez, no pudo pintarse antes de 1497,
cuando hay constancia que la reina empezó a lucir la venera de la Orden de
Santiago (PÉREZ SÁNCHEZ, 2004:94) que le había concedido Alejandro VI unos años
antes, en 1493. En aquel momento la reina tenía cuarenta y seis años, y permite
apreciar los cambios físicos producidos desde aquel otro retrato suyo que hay
en El Prado, y que Silva considerando la edad que debía tener la reina, cree
que pudo pintarse hacia 1490, cuando trabajaba para ella el pintor Antonio
Inglés (BARÓN, 2010:44). El rostro ajado y las bolsas bajo los ojos delatan el
paso del tiempo y una edad en que «ya el peso de los años descompone las líneas
del rostro, la carne se vuelve flácida y se inicia la aparición del doble
mentón» (BERMEJO, 1988:14), pero también los golpes de la vida en el ánimo de
la reina. Son rasgos realistas propios del retrato flamenco, con pocas
concesiones al idealismo.
Isabel va tocada con una cofia, y
sobre ella un velo transparente que envuelve la cabeza y que permite al pintor
mostrar los rubios cabellos de la reina, pero también el virtuosismo exquisito
de la técnica de Juan de Flandes. El velo se anuda sobre el pecho con una joya con
la cruz de Jerusalén de la que pende la venera a la que nos hemos referido
antes, y que pueden ser una alusión al carácter de Cruzada que tuvo la
conquista de Granada, o incluso al antiguo título de reyes de Jerusalén
mantenido por la Casa de Aragón y que el sultán Bayaceto reconoció a los Reyes
Católicos (MARTÍNEZ, 2006:350). Viste un brial oscuro que deja ver una camisa
blanca, con cuello redondo bordado a la manera morisca con listas negras, con el borde decorado en el que alternan leones rampantes y cuatro barritas entrecruzadas. No puede decirse que el
atuendo, casi monjil, sea precisamente favorecedor.
El asunto tiene su interés porque
este retrato es la imagen más conocida de Isabel, y la que han utilizado como
base otros muchos artistas para realizar pinturas, grabados y litografías, y que ha servido para
trasladarnos la imagen de un reinado caracterizado por la austeridad de los
reyes, en el vestir y en su modo de comportarse. Austeridad que ayudó también a
popularizar algún relato como el del flamenco Antoine de Lalaing, que acompañó
a Juana la Loca y Felipe el Hermoso en Toledo cuando fueron jurados por las
Cortes en 1502, y que dejó escrito «No hablo de los vestidos del rey y la reina,
porque no llevan más que paños de lana» (cit. ZALAMA, 2012:14). Sin embargo, no es
este el único retrato de Isabel, y ni esa pretendida austeridad, ni esa belleza
apagada, parecen corresponderse en absoluto con la realidad.
MAESTRO DE LA VIRGEN DE LOS REYES CATÓLICOS. Virgen de los Reyes Católicos (h. 1491-1493) Museo del Prado, Madrid |
Es verdad que la
reina decretó medidas para recortar el gasto público, el lujo, la pompa y
evitar los excesos en la forma de vestir de los súbditos, pero no es menos
cierto que fueron sistemáticamente incumplidas (ZALAMA, 2012:14), y son muy
numerosos los testimonios que tenemos en los que se habla de la ostentación de
la propia reina y de su familia. Valgan como ejemplos el propio Pulgar, quien
retrata a la reina como «mujer muy cerimoniosa en sus vestidos e arreos»; su confesor, fray Hernando de
Talavera, quien le reprocha su ostentación en la recepción a los franceses en
Perpignan con motivo de la devolución de los condados del Rosellón y la Cerdaña
en 1493; las llegadas de sus hijas Juana y Catalina a Flandes e Inglaterra
respectivamente, que llamaron la atención por la riqueza de sus joyas, vestidos
y los de sus damas. Un gasto y un dispendio corroborado también por las cuentas
de Gonzalo de Baeza, tesorero de la reina, y que, sin embargo, no debe
interpretarse como una contradicción con la legislación suntuaria, sino como
una forma de expresar la fuerza de la monarquía moderna que encarnaban Isabel y Fernando (MARTÍNEZ, 2006:353) que
precisaba de una cierta exhibición exterior, porque como apunta Marino (2013), la
reina concedía gran importancia a estos asuntos, y por esta razón «aprendió a utilizar su apariencia
física, su femineidad, como una herramienta propagandística para establecer su
autoridad y su supremacía dentro y fuera de España». Cada traje, cada joya, cada
tela, se convierte en una forma de lenguaje no verbal que hay que interpretar
convenientemente. De todo ello cabe concluir «que la corte de los Reyes Católicos no era
nada austera y que la magnificencia en todos los actos era lo habitual» (ZALAMA, 2012:20), y los paños
de lana de los que habla Lalaing, en realidad eran trajes de luto por la muerte
del príncipe de Gales, Arturo, yerno de los Reyes Católicos, cuya noticia llegó
a Toledo justo cuando las Cortes iban a jurar a Juana y Felipe como herederos.
ANONIMO FLAMENCO. Virgen de la Mosca (1520-1525) Colegiata de Toro, Zamora El cuadro ha tenido diferentes atribuciones, y últiimamente E. Bermejo la atribuye al Maestro de la Sangre |
De este modo la reina que nos
devuelve el retrato de Juan de Flandes, no sólo en su indumentaria, también en
sus rasgos físicos, parece que no es más que un pálido reflejo de la realidad. Al
hablar de ella el cronista Hernando del Pulgar escribió que «era de mediana estatura, bien
compuesta en su persona y en la proporción de sus miembros, muy blanca é rubia:
los ojos entre verdes é azules, el mirar gracioso é honesto, las faciones del
rostro bien puestas, la cara muy fermosa é alegre».
También parece contradecir lo que contó Jerónimo Münzer, que tuvo
ocasión de conocerla durante un viaje a España en 1495, es decir, poco antes de
la fecha a partir de la cual se considera que pudo pintarla Juan de Flandes, ya
que aunque señala que estaba por entonces algo gruesa, dice que era aún de
agradable faz y «no representa más de treinta y seis» (PUYOL, 1924:260). Hay un cuadro en el
Museo del Prado que puede ayudar a pensar que el viajero alemán no exageraba
tanto. En La Virgen de
los Reyes Católicos se representa a los reyes acompañados de una de las infantas y del
príncipe don Juan, arrodillados ante la Virgen y el Niño, en presencia de Santo
Tomás, Santo Domingo, y otros dos personajes que se han identificado con los
inquisidores fray Tomás de Torquemada y Pedro de Arbués. Por la moda de los
vestidos y la edad del príncipe, el cuadro se ha fechado entre 1491 y 1493.
Llaman poderosamente la atención el boato, la solemnidad y magnificencia de los
vestidos dorados y las coronas que llevan los reyes, que no dejan duda alguna
sobre su regia condición, pero también el aspecto joven de los monarcas, en
cualquier caso bastante menos de los cuarenta años que por entonces rondaban
Isabel y Fernando. Así pues, cabe preguntarse ¿quién tenía razón? ¿el pintor Juan de Flandes o
el cronista Hernado del Pulgar? ¿o quizás los dos? Para ello es preciso acudir a los artistas que
pintaron a Isabel cuando era joven.
Entre las obras que poseía Margarita
de Austria, en Bruselas, se cita un retrato de la reina Isabel a la edad de
treinta años, que hizo Michel Sittow. La obra en cuestión únicamente se conoce
por este documento, pero viene a confirmar el deseo de la reina de hacerse
retratar en la plenitud de su vida. Hay quien piensa que puede tratarse de la
joven reina retratada en La Virgen de la
Mosca, de la Colegiata de Toro, como Fernández Álvarez, para quien hay
elementos suficientes en el cuadro «que
señalan con toda precisión que no sólo se retrata a una reina joven, sino a
quien, como dueña del símbolo de la justicia, es una reina propietaria, no una
reina consorte»
(FERNÁNDEZ, 2005:13), por lo que no hay duda alguna que es Isabel la Católica.
En ese caso deberíamos coincidir con él que se trata de una joven de gran
belleza, con amplia cabellera rubia, ricamente vestida. En cualquier caso, son
muchos los que piensan que la identificación de la reina con Isabel carece de fundamento. El cuadro en cuestión se atribuye actualmente al
Maestro de la Sangre.
ANÓNIMO FLAMENCO. María Magdalena (?) (h. 1520 National Gallery, Londres P. Flor ha identificado la obra como un retrato de Isabel la Católica, copia de un original de M. Sittow |
Recientemente P. Flor (2012) cree
haber descubierto la pista del retrato perdido del maestro Sittow en la National
Gallery de Londres, donde se conserva un retrato de una dama de autor anónimo. En
el siglo XIX la joven retratada fue identificada como María Tudor; más tarde,
Louis Dimier la identificó con Leonor de Austria, hermana de Carlos V, que fue
reina de Portugal y Francia; y Sánchez Cantón con Catalina de Austria, hermana
también del emperador Carlos; e incluso
Martin Davies llegó a proponer que se trataba de una representación de María
Magdalena. Sin embargo, nadie hasta ahora había reparado suficientemente en la
extraordinaria semejanza que guarda con dos medallas con la efigie de Isabel la
Católica, una en la colección Jean Jadot de Bruselas y otra en el Archivo
Histórico Nacional de Madrid, fechadas hacia 1514. Una semejanza que se aprecia
en la fisonomía de las tres imágenes, y sobre todo en el espléndido collar que
lucen la pieza londinense y las medallas, que coincide extraordinariamente con
la descripción que contienen los inventarios, elementos que le permiten
identificarla como Isabel la Católica.
El retrato de Londres presenta una
figura femenina de cabello dorado y rostro cándido en el que destacan los ojos
claros, del mismo tono descrito por Pulgar. Destaca la riqueza y abundancia de las joyas con que se
engalana: una diadema de oro, con perlas y rubíes engastados sobre la cabeza;
un colgante de zafiros en forma de estrella, del que cuelga a su vez una perla;
un opulento collar de oro con esmeraldas y varios haces dorados con perlas,
sobre los hombros y el pecho; anillos de oro y rubíes; prendedores de oro,
perlas, rubíes y zafiros para sujetar las mangas de un vestido ajustado y con
un brocado exquisito; un brazalete de oro
engastado también con rubíes y zafiros, en el brazo. Una imagen, en
definitiva, que sí que parece ajustarse a las palabras de Pulgar y a los
testimonios literarios y documentales que hablan de su belleza y magnificencia
en el vestir. Para Flor, el cuadro de Londres debió pintarse entre 1492 y 1514
y se aproxima a la manera de pintar de Sittow, aunque no del todo, por lo que
se inclina en considerarlo como «una
copia de un original de Sittow, perdido o no localizado» (FLOR, 2012:7).
Llegados a este punto hay que
preguntarse entonces a qué se deben el aspecto cansado y las vestiduras monjiles
con que aparece Isabel en el retrato de Juan de Flandes. La explicación más
plausible tiene que ver, seguramente, con los sucesos luctuosos que se
sucedieron en la familia real en los últimos años de la vida de Isabel, los
cuchillos de dolor de los que habla Bernáldez: «El
primer cuchillo de dolor que traspasó el ánima de la Reyna Doña Isabel, fue la
muerte del Príncipe, el segundo fue la muerte de Doña Isabel su primera hija,
Reyna de Portugal; el tercero cuchillo de dolor fue la muerte de Don Miguel su
nieto, que ya con él se consolaba, y desde estos tiempos vivió sin placer la
ínclita y muy virtuosísima y muy necesaria en Castilla reyna Doña Isabel, y se
acortó su vida y su salud»
(cit. LISS, 1998:319).
DOMENICO FANCELLI. Sepulcro de los Reyes Católicos (det.) (154-1517). Capilla Real, Granada |
El
primero y más grave de todos, fue el fallecimiento de su hijo y heredero, el
príncipe don Juan, en 1497, justo el año a partir del cual se piensa que pudo
ser pintada por Juan de Flandes. El golpe para Isabel fue terrible y le produjo
una gran desolación. Margarita de Austria, la viuda, estaba embarazada e Isabel
esperaba con ansiedad el nacimiento de un heredero que mitigara en parte su
dolor, pero el parto fue prematuro e inviable, una nueva desgracia. A partir de
ese momento pasó a convertirse en heredera de los reinos la primogénita de los
Reyes Católicos, Isabel, casada con el rey de Portugal Manuel I. En 1498 la
princesa daba a luz a un hijo, pero la muerte golpeaba de nuevo a la Casa de
Trastámara, llevándose a la madre como consecuencia del parto. Un nuevo golpe
que afectó profundamente a la reina de Castilla, que cayó enferma, y llegó a
temerse por su vida, no llegando a recuperarse nunca del todo su salud.
Pero
los infortunios no iban a terminar ahí. Las esperanzas de Isabel se depositaron
sobre el pequeño Miguel, exigiendo que quien estaba llamado a unificar todos
los reinos peninsulares estuviese junto a sus abuelos maternos, aunque
desgraciadamente el niño no llegaría a vivir ni dos años, ya que falleció en
1500. Un cúmulo de desgracias que se sucedieron en muy poco tiempo, que
afectaron a Isabel en sus profundos sentimientos de madre pero también en los
asuntos del reino, y que pueden explicar sus dilaciones en dejar marchar a
Inglaterra a la más pequeña de sus hijas, Catalina, para dar cumplimiento al acuerdo
matrimonial con el Príncipe de Gales. Esta suma de desgracias abría de par en
par las puertas de la sucesión a Juana. Un motivo más de preocupación porque no
escapaban a la reina los problemas y el desequilibrio mental que empezaba a manifestar su hija,
ni tampoco la ambición y falta de escrúpulos de su yerno Felipe el Hermoso.
Así
pues son esos cuchillos de dolor que atravesaron el pecho de la reina y de la madre y el paso
inexorable del tiempo los que pueden explicar el respetuoso retrato de Juan de
Flandes.
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