miércoles, 5 de noviembre de 2008

"Rembrandt, pintor de historias"

A pesar del frío y lluvioso otoño madrileño, el sábado pasado, y así otros muchos días, según me cuentan unos amigos, se sucedían las colas ante el Museo del Prado, en busca de la flamante entrada de la Puerta de los Jerónimos. El motivo no era otro que asistir a una de las grandes citas del año, la exposición "Rembrandt, pintor de historias". Afortunadamente, había hecho la reserva de mis entradas por teléfono y evité la larga espera en el exterior en aquella mañana tan fría. Lo que no pude evitar, sin embargo, fue la del interior.

Desde hace muchos años, he tenido la suerte de poder ver grandes exposiciones en la capital madrileña, y en diferentes recintos: Monet, El Greco, Toulouse-Lautrec, Cézanne, Picasso, Goya, Tintoretto, ..., pero jamás había vuelto a ver una aglomeración similar desde aquella de Velázquez en el año 1990. Como entonces, los asistentes caminábamos en lenta procesión y aguardábamos pacientemente nuestro turno para pararnos y examinar las pinturas, apretados unos contra otros. Aún así, y a pesar de la mala iluminación de algunos cuadros, con molestos reflejos de la luz, mereció muy mucho la pena, porque como recoge César Antonio Molina en la presentación del catálogo, la exposición es un auténtico "festín para nuestros ojos y nuestras mentes" (por una vez hay que darle la razón a un ministro).

La exposición es un recorrido por la obra del pintor holandés, a través de 35 cuadros y cinco grabados. De todos ellos, sólo uno está en el Prado, lo vemos a la izquierda, es el titulado Artemisa o Judit en el banquete de Holofernes, adquirido a mediados del siglo XVIII por el ministro ilustrado de Carlos III, D. Zenón de Somodevilla, Marqués de la Ensenada, y que luego pasaría a la colección real y de allí al Museo del Prado. Los demás son préstamos de grandes museos europeos, norteamericanos y algún que otro coleccionista particular. Con ella, los aficionados españoles podemos, aunque sólo sea por unos pocos meses, rellenar el enorme hueco que hay en los fondos de nuestros museos de la pintura de Rembrandt. Junto a ellos, para entender mejor la obra del maestro holandés, el Museo del Prado hace gala de su espléndida colección, e intercala obras de Rubens, Velázquez, Tiziano, Veronés y Ribera.



Los cuadros del primer período, en su Leiden natal, nos muestran a un Rembrandt autor de obras generalmente de pequeño formato y de temática alegórica o religiosa. Entre los que se exponen en Madrid, destacamos dos: "Jeremías lamentando la destrucción del Templo" y "Simeón en el Templo". En este último, que podemos ver a la izquierda, "el uso de los elementos compositivos y de la luz por parte de Rembrandt para dotar de intensidad a la escena bíblica es magistral", como señala Alejandro Vergara en el catálogo.

El traslado a Amsterdam abre su segunda fase, y supone su encumbramiento como pintor. La fuerza narrativa de Rembrandt adquiere un vigor difícilmente superable, así como un gusto exquisito y primoroso en el tratamiento de los detalles de las lujosas prendas y joyas que lucen sus modelos, demostrando el extraordinario pintor de calidades que fue, aspecto que no siempre suele mencionarse. Pero al mismo tiempo, ese detallismo es capaz de combinarlo con las formas sueltas, borrosas e indefinidas de los fondos, de tal manera que, las figuras parecen emerger de una forma mágica y misteriosa de entre la oscuridad hasta producir la sensación de escapar del marco. Ese es el efecto que producen cuando las admiramos desde una cierta distancia. Quizá una de las obras donde mejor podamos apreciarlo sea en "El banquete de Baltasar" (abajo).




Otra de las obras que llamó mi atención fue un pequeño cuadro titulado "Descanso en la huida a Egipto" (abajo), uno de los escasos paisajes que pintó el holandés (sólo se le conocen ocho), donde el fuego que calienta a la Sagrada Familia parece tener vida propia.




La tercera y última etapa de su producción llega hasta su muerte en 1669. Es aquí donde aprecimos su forma de pintar en plena madurez, con su característica pincelada larga, empastada y con una luz dorada, de efectos insuperables, que evocan la escuela veneciana y confieren a sus cuadros un sabor inconfundible, admirable en la soberbia "Betsabé" del Louvre (abajo), sin duda, una de las más bellas composiciones de toda la producción de Rembrandt.


La muestra se abre y finaliza con dos autorretratos, no podía ser de otra manera en un autor que lo hizo en más de noventa ocasiones . El último, que vemos a la izquierda, "Autorretrato como Zeuxis", es extraordinariamente atractivo por su modernidad y audacia. La pincelada se ha vuelto gruesa, pastosa, espesa, haciendo real aquella broma que suele hacerse acerca de algunos de sus cuadros, de los que se dice que derrochaba tanta pintura que podrían cogerse por la nariz. En él, Rembrandt, ya anciano, aparece pintando y riendo abiertamente, es la imagen de un hombre feliz y satisfecho. No se me ocurre mejor manera de finalizar esta exposición.

La exposición no cierra sus puertas hasta el 6 de enero de 2009, así que todavía queda mucho tiempo por delante, y la ocasión es de las que no deben dejarse escapar. Para recabar información sobre la visita y ver la exposición al completo, puedes entrar en la página del Museo del Prado. En el video que os dejo, podeis asistir a una explicación de la exposición por parte de Alejandro Vergara, uno de los responsables de la exposición y autor de la edición del catálogo.




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