THÉODORE GERICAULT, La balsa de La Medusa, 1819. Museo del Louvre, París. Fot. wikipedia |
El 17 de junio
de 1816, a las siete de la mañana, cuatro veleros se hicieron a la mar desde la
rada del puerto de la Isla d’Aix, frente a las costas de Rochefort, en la
desembocadura del Charente. En pocos minutos, empujados por una alegre brisa del
norte, doblaron la isla de Oléron y dejaron de verse sus velas desplegadas al
adentrarse en las aguas del Atlántico. Un año antes, la pequeña isla había
acogido los últimos días en Francia de Napoleón antes de partir para el exilio.
Precisamente la derrota del emperador en Waterloo estaba en el origen de esta
flotilla con destino a Senegal. El territorio pasaba de nuevo de manos
británicas a francesas como parte de los acuerdos del Congreso de Viena y a las
autoridades le urgía hacer efectiva su presencia en aquellas latitudes. Los 365
pasajeros que iban a bordo eran pues, autoridades, mandos militares y tropas que iban a tomar posesión de la
colonia, y un pequeño grupo de civiles. Al mando de la escuadrilla iba Hugues
Duroy de Chaumareys, un inexperto oficial monárquico de la marina, que llevaba
veinticinco años sin navegar, cuyo principal mérito había sido huir de Francia al
estallar la Revolución y regresar tras la Restauración borbónica para recuperar
el grado de capitán de fragata y obtener el mando de La Méduse.
La travesía
transcurría sin grandes sobresaltos para cada uno de los barcos, que navegaban
ya separados unos de otros. A primeros de julio, cruzaban el Trópico de Cáncer
y poco tiempo después avistaban las costas de lo que hoy es Mauritania. La
Méduse se adentró entonces en las aguas del banco de Arguin sin tomar las
suficientes precauciones para navegar sobre los peligrosos fondos rocosos y
arenosos de aquellas aguas y, desatendiendo las advertencias de los marinos más
experimentados, terminó encallando. A pesar de los intentos por reflotar la
fragata, la dificultad de la maniobra, el mal tiempo y los vientos, hicieron
inútil cualquier esfuerzo. A partir de ese momento empezó a gestarse la tragedia.
T. GERICAULT, Estudio para "La balsa de la Medusa", Museo del Louvre, París Fot. wikipedia |
A bordo de La Méduse viajaban 240 personas, un
número considerablemente superior a la capacidad de los seis botes salvavidas
de los que disponía por lo que, después de sopesar la situación, y advirtiendo
que la fragata empezaba a hundirse, se decidió llevar a cabo un plan propuesto
por el gobernador de Senegal, impaciente por llegar a la colonia, y que pasaba
por construir una balsa con los mástiles y las vergas del buque naufragado,
para llegar a la costa y formar una caravana que llegase por tierra a
Saint-Louis, en Senegal.
La evacuación
de la fragata fue un auténtico caos. A los botes subieron las autoridades y sus
familias, los privilegiados podríamos decir. Se impidió además, fusil en mano,
que nadie más lo hiciera, aunque los botes estaban por debajo de su capacidad.
Un grupo de personas incluso se negó a abandonar la fragata. A la balsa, por el
contrario, subieron 150 pasajeros, apretados,
sin espacio para moverse, ni apenas víveres para no ocupar sitio. La
plataforma se hundía por el peso, y en la parte delantera y trasera el agua les
llegaba hasta la cintura. Se trató de remolcar la balsa desde los botes con
unos cabos, pero el avance era extraordinariamente lento, casi no se movían.
Finalmente, las cuerdas se soltaron, probablemente de manera intencionada como
sostuvieron los supervivientes, y los náufragos, incrédulos, se vieron
abandonados a su suerte en medio del océano.
La Balsa de La Medusa expuesta en el Museo del Louvre. Fot. wikipedia |
Todo lo que
sigue a partir de ahora es una sucesión de episodios de una violencia, de una
crueldad y barbarie que sólo alcanza a comprenderse en situaciones al límite de
la supervivencia. Pronto estalló un
motín a bordo, y hubo numerosos muertos,
heridos y hombres caídos o arrojados al mar.
Sedientos, hambrientos, arrastrados por la fuerza del mar, la desesperación se apoderó
de los supervivientes y algunos empezaron a comer la carne de los cadáveres que
quedaban en la balsa. Después de trece días navegando a la deriva en estas
terribles condiciones, y cuando ya no quedaban esperanzas, uno de los barcos de
la flotilla, el Argus, encontró la
balsa con quince supervivientes, cinco de los cuales murieron poco después, ya
en tierra. Sólo diez llegaron a Francia.
Los detalles
de la historia se conocieron al filtrarse a la prensa el informe de uno de los
supervivientes, el joven cirujano Jean-Baptiste Sevigny. El gobierno le
responsabilizó de la filtración y hubo de abandonar la Marina. Otro de los
supervivientes fue el ingeniero Alexandre Corréard, que quedó con graves
secuelas físicas y mentales tras el rescate y muy molesto con el gobierno que
le compensó con una cantidad irrisoria el
costoso material perdido en el naufragio. Furiosos, decidieron publicar
en forma de libro el informe publicado en el Journal des débats. En él hacen un relato de las miserias y
calamidades padecidas, de una crudeza descarnada en algunos pasajes,
justificada por sus autores por la necesidad de aportar un relato veraz de lo
sucedido, por encima del estilo o la calidad literaria del mismo. Quizá en eso mismo radique el éxito de la obra,
cuyas ediciones se suceden y le convierten en un best-seller de la época. Pero
también en un escándalo político de grandes dimensiones en el que el gobierno
de la Restauración borbónica era señalado como responsable directo al haber
purgado de la Marina a los expertos oficiales napoléonicos y sustituirlos por
inexpertos e incapaces oficiales aristócratas.
T. GERICAULT, Estudio para La balsa de La Medusa. Museo del Louvre, París. Fot. wikipedia |
Por aquel
tiempo Gericault frecuentaba el estudio de su amigo el pintor Horace Vernet,
conocido como un conspicuo centro social en el que se daban cita un variado
grupo de personajes unidos por su desafecto a la Restauración monárquica. En
ese ambiente alumbra en 1818 la idea de componer un cuadro en el que dar a
conocer la historia del naufragio.
Para pintarlo
Gericault se documentó “con la severidad, la persistencia y la minuciosidad que
encontraríamos en un juez de instrucción”, como escribió Clement (1872):
encontró al carpintero de La Méduse
para que le construyese una maqueta de la balsa para poder reproducir los
detalles, viajó hasta Le Havre para estudiar los cielos marinos y el movimiento
de las olas, se mantuvo en contacto directo con Sevigny y Corréard que posaron
además como modelos —Sevigny es el náufrago que figura al pie del mástil, y
Corréard el que tiende sus brazos hacia el Argus,
por cierto, también posó como modelo su amigo Delacroix—, además de los innumerables estudios y
bocetos que preparó antes de abordar la obra. Las grandes dimensiones del cuadro, más de
siete metros, le obligaron también a cambiar su taller en la rue des Martyrs
por otro estudio más grande, próximo al hospital Beaujon que empezó a
frecuentar para familiarizarse y conocer de primera mano las fases del
sufrimiento y sus efectos sobre el cuerpo humano.
Todos estos
esfuerzos, sin embargo, iban a resultar frustrantes para Gericault, no por el
resultado del lienzo, considerado luego como una de las obras cumbres del
movimiento romántico, sino por la mala acogida que tuvo en el Salón de París de
1819, que como es sabido, era la medida del éxito para los artistas de la
época. La mayoría de los críticos fueron despiadados en su apreciación de la
obra, como lo fueron también con otra de las obras presentadas aquel mismo año,
La Gran Odalisca, la maravillosa
pintura de Ingres. Cabe deducir sin mucho esfuerzo, que los críticos, sometidos
todavía a la tiranía impuesta por David en los años precedentes, no estaban
preparados aún para la irrupción de los jóvenes pintores del romanticismo y la
rebeldía innata de sus pinceles. Acostumbrados a los cuadros de historia con
pocos personajes, ordenados y con un mensaje claro de virtud, no podían más que
ver en la balsa de Gericault un revoltijo de cuerpos desordenados, mal
iluminados y carentes de cualquier actitud heroica, incapaces de comprender el
profundo clasicismo que lo inspira.
En realidad,
los ataques recibidos por Gericault en el Salón no eran sólo artísticos, sino
también políticos. Para empezar, el cuadro se exhibió bajo el título “Escena de
un naufragio”, sin mención alguna a La
Méduse para evitar cualquier polémica, lo que fue inútil, porque todo el
mundo conocía perfectamente y daba por sentado cuál era la historia que se
contaba. Las críticas eran un fiel reflejo de la ideología de cada uno de los periódicos
en las que se publicaban, de modo que, mientras los ultras veían la pintura
como un ataque directo al gobierno y a la monarquía y por tanto la rechazaban,
los liberales, en cambio, la elogiaban por lo mismo, como Michelet, y veían en
la balsa a la propia Francia, mal gobernada y en riesgo de naufragio.
THÉODORE GERICAULT, La balsa de La Medusa, 1819. Detalle Museo del Louvre, París. Fot. wikipedia |
El propio
Gericault lo explica amargamente en una carta a su amigo Mussigny: “En fin, he
sido acusado por cierto Drapeau Blanc
de haber calumniado a todo el Ministerio de Marina. Los miserables que escriben
semejantes tonterías no saben sin duda lo que es ayunar catorce días, porque
sabrían entonces que ni la poesía ni la pintura son capaces de devolver
suficientemente el horror de todas las angustias en las que se vieron hundidas
las personas de la balsa”. Gericault no sólo no obtuvo ningún premio en el
concurso, sino que su obra ni siquiera figuró entre las muchas que el estado
solía comprar en aquellas ocasiones, a pesar de que el cuadro fue la auténtica
estrella del Salón, como se recoge tan gráficamente en la crónica de Le Journal de Paris, “Il frappe et
attire tous les regards”.
Desmoralizado,
Gericault llega a plantearse incluso dejar
de pintar, abandona Francia y marcha a Inglaterra e Irlanda donde el cuadro
alcanza un gran éxito en todas sus exhibiciones. Allí va a protagonizar un
intento de suicidio que algunos biógrafos relacionan con el estado de ánimo que
le produce el rechazo del cuadro, pero que probablemente están más relacionados
con el nacimiento de su hijo Hypolitte Georges, fruto de una relación prohibida
con la mujer de su tío, entregado en adopción para evitar el escándalo y del
que tardó mucho en conocerse su existencia.
El cuadro
figura hoy entre las joyas del Museo del Louvre desde su adquisición en 1824,
pero Gericault, muerto prematuramente ese mismo año, no llegaría a verlo. Fue
el empeño personal del director del Louvre, Auguste de Forbin, el que logró vencer
las resistencias del gobierno para pagar los 6.000 francos que costaba el
cuadro que tan duramente le criticaba, convencido como estaba que “ningún
pintor desde Miguel Ángel, sin excepción, ha hecho sentir el género terrible de
una forma más potente que el difunto Gericault”.
Este articulo se publicó en CaoCultura el 8 de junio de 2018