EL GRECO. La Sagrada Familia (h. 1595). Museo de Santa Cruz, Toledo |
Felicitar por
estas fechas a los amigos y a los seguidores de este blog con un poema
acompañada de una imagen de alguna obra de arte se está convirtiendo ya en algo
tradicional. Para este año hemos elegido una hermosa pintura de El Greco que me
produjo una honda impresión hace unas semanas al contemplarla durante una
visita al Museo de Santa Cruz, en Toledo. La escena representa La Sagrada Familia (h. 1595), un tema
que trató el pintor en diferentes ocasiones a lo largo de su carrera,
especialmente en la última década del siglo XVI, cuando su producción se centra
en distintos cuadros de devoción. El
tema, por otra parte, fue uno de los que más se benefició de la propaganda
católica contrarreformista impulsada por el Concilio de Trento. En esta
ocasión, la Sagrada Familia aparece acompañada por Santa Ana y San Juanito.
El Greco, que
había llegado a Toledo en 1577, gozaba por entonces ya de una más que merecida
fama en la ciudad y estaba en el cénit de su carrera. Los rasgos manieristas de
su pintura se manifiestan ya de una forma nítida. Los podemos apreciar tanto en
el característico canon alargado como en el uso preciosista del color, en el
que se muestra como un consumado especialista.
Como nos tiene
acostumbrados, las figuras de la Virgen y Santa Ana adquieren un carácter
monumental, ocupando todo el primer plano y llenando la composición casi por
completo. Son, sin duda alguna, las grandes protagonistas de la pintura. La
Virgen aparece representada con gesto juvenil, dulce y concentrado, con la
mirada arrobada sobre el pequeño Niño Jesús dormido y desnudo. Con su brazo
derecho rodea los hombros de Santa Ana en un gesto de cariño. La madre de María
se inclina sobre Jesús sosteniendo el paño, de un blanco puro y luminoso, en un
gesto que no sabemos si destinado a destapar a Jesús o, al contrario, a arroparlo.
La riqueza cromática de los rojos, azules, amarillos y blancos, de brillante
intensidad, contrastan con los tormentosos cielos cubiertos de oscuras nubes
grises que tanto gustaban al cretense, y de los que se vale para conseguir ese
punto de dramatismo y misticismo que tanto nos fascina.
Sin embargo,
de lo que me gustaría hablar es de los otros dos personajes del cuadro, de
aquellos que casi pasan desapercibidos ante la imponente monumentalidad de
María y Santa Ana. El primero de ellos, San José, que ocupa un discreto segundo
plano y con una escala menor que las figuras femeninas. Es un hombre de aspecto
maduro que El Greco trata de un modo naturalista, al punto que pudiera parecer
un retrato, y del que incluso se especuló, cuando se descubrió, que pudiera ser
un autorretrato del pintor. ¿Cómo que se descubrió? Pues sí, porque lo de
parecer oculto no fue una impresión subjetiva sino una realidad literal hasta
hace bien poco tiempo.
EL GRECO. Detalle del cuenco de melocotones en La Sagrada Familia (h. 1595). Museo de Santa Cruz, Toledo |
El cuadro
perteneció al desaparecido Hospital de Santa Ana, situado por la zona del
Cobertizo de Doncellas, muy cerca del Monasterio de San Juan de los Reyes.
Actualmente sólo se conserva lo que fue su capilla. De allí el cuadro pasó a la Parroquia de Santa
Leocadia. Con los fondos de esta parroquia y los de otras importantes iglesias
toledanas como San Román, San Nicolás, la Magdalena y San Pedro, se constituyó
en 1929 el Museo Parroquial de San Vicente, que tuvo un destacado papel en la
conservación y exhibición del patrimonio artístico de la ciudad hasta el año
1961, cuando cerró sus puertas y los fondos se mudaron al Museo de Santa Cruz,
en el majestuoso edificio que fundara como hospital de niños huérfanos y
expósitos en los primeros años del siglo XVI el cardenal Pedro González de
Mendoza, donde hoy continúa. Durante todo ese tiempo el cuadro se conoció como La Virgen y el Niño Jesús dormido, Santa Ana
y San Juan Niño. Ni rastro de José, cuya figura fue modificada en algún
momento por alguien que no era el autor y luego recubierto por una capa de
pintura, aunque no era invisible del todo y se intuía su presencia. Y así
permaneció hasta 1982, cuando el cuadro fue sometido a un delicado proceso de
restauración llevado a cabo en los talleres del Museo del Prado, con motivo de
la exposición El Greco de Toledo,
celebrada aquel año en Madrid y en la propia ciudad castellana. La prensa del
momento se hizo eco del hallazgo, destacando que los restauradores tardaron un
mes entero en descubrir la cabeza del santo, debido a la habitual delicadeza de
este proceso y la dificultad añadida que entraña la restauración de los colores
en los cuadros del griego. Lo que no está claro es el motivo del ocultamiento,
quizá lo ordenaran las monjas del hospital para dar así mayor relevancia a la
Virgen y, especialmente, a Santa Ana, a cuyo amparo se consagró la institución,
como se sugiere en alguna información periodística cuando se produjo el
descubrimiento; o quizá, como recordó en una ocasión el pintor valenciano José
Manaut Viglietti, haciéndose eco de una leyenda que le relató el vigilante del
museo de San Vicente, fue debido al deseo de las religiosas de que no hubiera
allí representación alguna de varón entre los muros del recinto.
La figura de
San José se menciona en los Evangelios canónicos como esposo de María, padre
ejemplar y protector de la familia. Durante mucho tiempo, se tomó la costumbre
de representarlo como un anciano de barba blanca, como hace todavía el propio
Greco en La Sagrada Familia de la
National Gallery de Washington. Sin embargo esta manera de hacerlo es inusual en
él, El Greco prefiere presentarle generalmente no como un anciano, sino como un
hombre de aspecto maduro, pero mucho más joven, conforme a la moda que se había
impuesto con la Contrarreforma. Después de Trento su culto conoció un gran
impulso, gracias entre otros a los jesuitas, que desarrollaron la idea de que
este grupo familiar, compuesto por María, José y el Niño, formaban una Trinidad
terrestre que se correspondía con la Trinidad celestial. También contribuyó en
gran medida Santa Teresa de Jesús. Es precisamente el eco teresiano el que
resuena en La Sagrada Familia del
Museo de Santa Cruz, ensalzando al santo como protector de la familia, con su
posición discreta pero vigilante de todo cuanto acontece.
MIGUEL ÁNGEL. Madonna del Silencio (1538) Colección Portland. Harley Gallery, Nottinghamshire Fotografía: bbc.com |
El otro
personaje es San Juanito, que aparece representado desnudo y, al igual que San
José, a una escala más reducida. Su presencia en las escenas de este tema
carece de cualquier base bíblica, y empieza a darse precisamente durante el
Renacimiento, en Italia, donde adquirió una gran popularidad a partir del siglo
XVI. Se le reconoce fácilmente por el trozo de piel de cordero que cuelga de
uno de sus hombros. En su mano derecha lleva un cuenco de vidrio lleno de
melocotones, mientras que con el dedo índice de la otra mano sobre los labios nos
pide silencio, pero no es sólo un gesto para preservar el sueño infantil. Nos
encontramos ante un claro ejemplo de Signum
Harpocraticum, un gesto cuyo origen se remonta a las representaciones de
Harpócrates en el antiguo Egipto, de ahí su nombre.
Harpócrates,
hijo de Isis y Osiris, solía representarse como un joven príncipe, es decir,
con aspecto infantil, desnudo, con la cabeza rasurada y una coleta colgando
sobre uno de los lados de la cabeza, y llevándose el índice derecho a su boca.
Para André Chastel, que escribió un interesante libro cuyo sugerente título es El gesto en el arte, se trata de una
poderosa motivación de tipo religioso, a través de la cual “la divinidad se
calla para hablar al corazón; si el fiel no guarda silencio, no percibe la
lección interior que reemplaza al discurso”.
Del antiguo
Egipto, el gesto pasó al mundo romano, que lo tomó como ejemplo de discreción y
silencio ante los dioses, como nos cuenta el historiador Plutarco, por eso
colocaban al joven dios a la entrada de los templos. El cristianismo hizo suyo
también el gesto, y así podemos verlo en diferentes miniaturas medievales, como
una invitación al respeto por lo sagrado.
En el contexto
del humanismo renacentista, en el que hay que enmarcar la producción artística
de El Greco, a ese carácter religioso hay que añadir también una connotación más
humana, de carácter familiar, intimista, en el cotidiano gesto de pedir
silencio para no despertar al Niño que duerme sobre el regazo de la Virgen. Así
lo hizo, por ejemplo, Miguel Ángel en la Madonna
del Silencio (1538). En el caso de El Greco, se mantiene ese mismo
espíritu, pero también la evocación harpocrática, como puede interpretarse del
cuenco de vidrio con melocotones que lleva en la otra mano San Juanito. En la
Antigüedad, el melocotón y sus hojas simbolizaban el corazón y la lengua, y en
el Renacimiento se adoptó como símbolo de la Verdad, ya que ésta brota de la
armonía del corazón y la lengua.
Firma de El Greco en La Sagrada Familia, Museo de Santa Cruz, Toledo |
Para terminar,
un último detalle, la firma del pintor en el ángulo inferior izquierdo del
cuadro. El Greco, como es sabido, acostumbraba a firmar sus obras, y la mayoría
de las veces, como aquí, lo hacía simulando un papel que parece pinchado o
pegado a diferentes elementos como una piedra, un escalón, un libro, … La firma
fue variando a lo largo del tiempo, aunque eso sí, siempre fue en griego. En
este caso, el pintor ha firmado “δομενικος τηεοτοκοπυλος ε ποíει”, que puede
traducirse como “Domenikos Theotokopoulos me hizo”. El uso del griego no es una
simple anécdota o curiosidad, tiene su importancia. En sus comienzos, cuando El
Greco llega a Italia, acostumbraba a firmar en letras capitales, acompañando su
nombre de su lugar de procedencia, es decir, añadiendo el gentilicio “cretense”.
De este modo, El Greco invocaba sus orígenes como una forma de prestigiar su
trabajo, dada la fama que gozaban los pintores griegos en Italia en el siglo
XV. Baste recordar, por ejemplo, que pintores italianos como Andrea Mantegna y
Sandro Botticelli llegaron a firmar en griego algunas de sus obras.
Conforme fue
pasando el tiempo, y su prestigio se consolidaba, suprimió la mención a su
patria natal en la firma, de hecho la última obra firmada como cretense fue El martirio de San Mauricio y la legión
tebana (1580-82), ya en España, con la que intentó ganar los favores del
rey Felipe II. El propio uso del griego constituye en sí mismo, a partir de entonces,
una marca de prestigio, bien conservando su apellido original griego,
Theotokopoulos o bien helenizándolo aún más si cabe, convirtiéndolo en Theotokopolis.
Bibliografía:
- Chastel, A. (2004). El Gesto en el arte. Madrid: Siruela.
- Hall, J. (2003). Diccionario de temas y símbolos artísticos. Madrid: Alianza Editorial
- López Ortega, M. (2016). El Signum Harpocraticum. Trabajo de Fin de Grado. Universidad de Jaén.
- Pérez Martín, I. (2002). «El griego de El Greco». En: M. Cortés Arrese, coord., Toledo y Bizancio. Cuenca: Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, pp.179-208
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