lunes, 31 de diciembre de 2012

La arquitectura de Juan de Villanueva

JOSÉ GRAGERA Y HERBOSO
Juan de Villanueva (1877-78)
Museo del Prado, Madrid.
"Muy pocos arquitectos así antiguos como modernos se igualaron a D. Juan de Villanueva en genio artístico, inteligencia de su arte, y en el delicado gusto en el ornato"
E. LLAGUNO Y AMIROLA, Noticias de los arquitectos y arquitectura de España desde su Restauración (1829)


A lo largo de la historia de nuestra arquitectura (dejo al margen lo realizado en los últimos cien años), sólo pueden equipararse a Juan de Villanueva los nombres de otros dos ilustres arquitectos españoles: Juan de Herrera y Antonio Gaudí; así que, aunque escritas hace casi doscientos años, estas palabras siguen siendo hoy tan acertadas como entonces. Sin embargo, e injustamente, el nombre de Villanueva es mucho menos conocido para el gran público que el de estos dos genios.

Juan de Villanueva (Madrid 1739 - 1811) nació en Madrid en el seno de una familia de artistas. Su padre, Juan de Villanueva y Barbales, fue un importante escultor y uno de los primeros directores de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, y su hermano, Diego de Villanueva, veintiséis años mayor que Juan, también fue arquitecto y profesor en la misma institución. Crece pues en un ambiente artístico y culto que le permitirán asimilar, como ningún otro, el lenguaje artístico de la Ilustración hasta convertirle en el mejor exponente de la arquitectura neoclásica en España y creador de un estilo propio, con un punto de vista sobre la arquitectura clásica más personal y libre que el de otros arquitectos europeos de su generación. Esa forma de entender la arquitectura del pasado es lo que nos hace reconciliarnos con la arquitectura neoclásica ya que, si en la mayoría de los casos podemos calificarla de fría, monótona y repetitiva (aburrida incluso), la obra de Villanueva no lo es en absoluto. Al contrario, se muestra menos pendiente de sujetarse a las proporciones matemáticas y prefiere dejarse llevar de la evocación nostálgica de la antigüedad, mostrándonos de este modo el camino de la creación artística, y no el de la mera copia del pasado, que es lo que hicieron muchos de sus contemporáneos. En este sentido, la obra de Villanueva en arquitectura, bien puede compararse con la de Antonio Canova en la escultura.


JUAN DE VILLANUEVA
Casita de Abajo (1771-73), El Escorial.
En su formación se reconocen dos grandes influencias, la primera la de su hermano Diego, que desde su posición como profesor en la Academia se mostró como un ilustrado racionalista, sumamente crítico del barroco, del churrigueresco y del rococó; la segunda, su estancia en Roma, donde estuvo becado entre 1759 y 1764, lo que le dio la oportunidad de conocer de primera mano las ruinas de la antigua Roma, y de las ciudades de Pompeya y Herculano, que fue lo que casi con toda seguridad dio a su arquitectura ese punto de evocación romántica que contrasta fuertemente con la tradicional frialdad del lenguaje neoclásico, del que hablábamos antes. Pero de Italia llegará cautivado no sólo por sus ruinas, sino también por la arquitectura de Andrea Palladio, arquitecto que junto con el español Juan de Herrera, ejercerán en los años siguientes una poderosa atracción sobre el madrileño.


JUAN DE VILLANUEVA
 Casita de Arriba (1771-73). El Escorial
Los primeros trabajos de importancia los realizará Villanueva, precisamente, en El Escorial, donde los reyes tenían un coto de caza y lugar de acampada, pero que deseaban convertir en una pequeña ciudad. En 1769 recibe el encargo de construir la llamada Casa de los Infantes, para albergar la servidumbre de los hijos de Carlos III, donde resuelve de manera magistral el difícil encargo de integrar el edificio en el entorno herreriano del monasterio, logrando mimetizarlo al punto de hacerlo pasar casi desapercibido. A esta obra le siguieron los dos palacetes construidos para los  hijos de Carlos III, la llamada Casita de Arriba, para el infante don Gabriel, y la llamada Casita de Abajo o del Príncipe, para el futuro Carlos IV. En esta última emplea un pórtico adelantado tetrástilo de orden toscano, mientras que en el piso superior coloca dos columnas jónicas, situadas en la línea de la fachada, destacándolas como elementos con personalidad propia, al tiempo que contribuyen a introducir una nota ornamental en la sobriedad del edificio. Esta solución la formuló de un modo más completo en la Casita de Arriba, donde esta disposición de las columnas jónicas in antis se integran en un pórtico adelantado y cerrado. En ambos edificios se rastrea la influencia de la Villa Rotonda de Palladio, no sólo en los aspectos exteriores sino, sobre todo, en la disposición interior de la planta centralizada.


JUAN DE VILLANUEVA.
Oratorio del Caballero de Gracia (1782). Madrid
La fama y el prestigio de Villanueva irán en aumento durante estos años, en los que realiza la capilla Palafox y la sacristía de la catedral, en El Burgo de Osma (Soria); la Casita del Príncipe, en El Pardo; el Oratorio del Caballero de Gracia, en Madrid (una de sus escasas obras religiosas); el edificio de la actual Academia de la Historia; el Pabellón de invernáculos del Jardín Botánico; y algunos trabajos más.


Esta labor no pasó desapercibida al Conde de Floridablanca, el gran artífice de la política reformista de Carlos III, que tras su llegada al gobierno utilizó los servicios del arquitecto. El ministro supo ver en él al hombre capaz de planear, continuar y desarrollar en la capital del reino las reformas urbanísticas que Carlos III y él mismo ansiaban para hacer de Madrid una ciudad acorde con los nuevos tiempos y las nuevas necesidades. Esas grandes transformaciones urbanas han hecho que popularmente se conozca a este rey como el mejor alcalde de Madrid, sin embargo, gran parte de ese mérito corresponde a Francisco Sabatini y a Juan de Villanueva, los arquitectos que la hicieron posible, el primero iniciándolas y el segundo culminándolas.


JUAN DE VILLANUEVA. Museo del Prado (1785), Madrid

Será precisamente en el marco de estas reformas urbanísticas y de corte ilustrado en el que Villanueva va a realizar sus obras más importantes. La mayoría de los historiadores coinciden en señalar el Museo del Prado, de Madrid, como la obra más completa de Villanueva y la mejor del neoclasicismo español. En principio recibió el encargo de proyectarlo como Gabinete de Historia Natural en 1785, y un año después el rey Carlos III ya decidió convertirlo en una pinacoteca, aunque no se hizo efectivo hasta el infausto reinado de Fernando VII, en 1818. El edificio se articula de una manera simple, racional y funcional, en cinco cuerpos diferentes. El central incluye el pórtico y un salón posterior de estructura basilical cerrado en semicírculo; en los laterales, dos grandes cuerpos cuadrados (un nuevo recuerdo palladiano), con rotondas en su interior que favorecen la visita, se unen al central por medio de dos grandes y anchos corredores que se anuncian al exterior, en la fachada que sale al Paseo del Prado, por una columnata de orden jónico en el piso superior. En el exterior, el juego de volúmenes, con cuerpos adelantados y retrasados, permitió a Villanueva lograr efectos lumínicos de luces y sombras que confieren al edificio ese aspecto romántico que caracteriza su estilo, y que llevó a Chueca Goitia a considerarle como el creador de la arquitectura de sombras.

Para su construcción Villanueva hubo de tener en cuenta la pendiente del terreno, más elevada en su fachada norte (puerta de Goya) que en la fachada sur (puerta de Murillo). En lugar de igualar el terreno decidió mantener la diferencia de altura optando por una inteligente solución con dos entradas, una en cada extremo, que permitía acceder al edificio a dos alturas diferentes y recorrerlo en direcciones opuestas, en sentido longitudinal, según cual fuese el acceso. A estas dos entradas, añadió una tercera, la principal (puerta de Velázquez), en sentido transversal, con un imponente pórtico adelantado que recuerda al de la Casita de Abajo de El Escorial, con potentes columnas de orden toscano que remata, en lugar de frontón, con un relieve rectangular, que evoca "un ático de un arco de triunfo romano" (Martín González). Pero  no fue esta la única solución que ya había ensayado anteriormente Villanueva, como demuestra el uso combinado del granito y el ladrillo, que unos años antes empleó en la Casita del Príncipe en El Pardo. Por último, el uso de un orden distinto para cada fachada y las transiciones de uno a otro evidencian la sutileza de Villanueva en el manejo del lenguaje clásico.


JUAN DE VILLANUEVA
Pabellón de invernáculos del Jardín Botánico (1781)

 Madrid
El Gabinete de Historia Natural (hoy Museo del Prado) formaba parte de un ambicioso programa científico, típicamente ilustrado, que se completaba con otros dos edificios levantados por Villanueva en las proximidades del mismo: el Real Jardín Botánico y el Observatorio Astronómico. En el Jardín Botánico (realizado con anterioridad al Prado), modificó el diseño inicial que había hecho Sabatini, permitiendo adaptarlo al sistema de clasificación ideado por Linneo; proyectó una de sus entradas, frente a la puerta de Murillo del Museo del Prado, que es por donde se accede actualmente al Jardín; y, por último, realizó el llamado Pabellón de invernáculos o Pabellón Villanueva , compuesto por dos alas de orden toscano unidas por un cuerpo central, en un esquema muy parecido al empleado en El Prado.


JUAN DE VILLANUEVA
Real Observatorio Astronómico (1790), Madrid
La otra gran obra de Villanueva es el Real Observatorio Astronómico (1790), que ordenó crear el rey Carlos III por sugerencia de Jorge Juan. Sus obras se prolongaron mucho en el tiempo y Villanueva no pudo verlo concluido. Nuevamente está presente en él la evocación de la arquitectura de Palladio, con el pórtico central hexástilo de columnas corintias en el cuerpo inferior, en el que, como es habitual en él, prescinde del frontón. La imagen exterior es de una clara ascensionalidad, sobre todo, por el templo rotondo (tholos) de columnillas jónicas, coronado por una cúpula, que coloca en el cuerpo superior. Cuando se construyó, ese carácter ascensional era aún más evidente que en la actualidad, ya que se elevaba sobre una plataforma a la que se accedía por unas escaleras integradas en el pronunciado terraplén que producía el fuerte desnivel del terreno en el cerro de San Blas, en el que se ubica el edificio. Por otra parte, la planta del Observatorio resume los ideales de sencillez y perfección geométrica del neoclasicismo. Tiene planta cruciforme que se obtiene a partir de una cuerpo central ocupado por la rotonda, en torno a la cual se ordenan e integran todas las dependencias. De este modo, el cuadrado y el círculo forman la geometría esencial del edificio y dominan su composición, hasta el punto que toda la planta se inscribe en una circunferencia.

Con la caída de Floridablanca, en 1792, también declina la influencia y el protagonismo de Villanueva en la arquitectura. La mayoría de sus proyectos posteriores a esta fecha, como el Lazareto de curación, el Cementerio General del Norte y otros, o no llegaron a construirse o no queda casi nada de ellos.

Bibliografía:
.- MONLEÓN GAVILANES, PEDRO. Juan de Villanueva. Madrid, 1998.
.- GARCÍA MELERO, JOSÉ ENRIQUE. Arte español de la Ilustración y del siglo XIX: En torno a la imagen del pasado. Madrid, 1998.
.- ARIAS ANGLÉS y OTROS. Del Neoclasicismo al Impresionismo. Madrid, 1999.
.- MARTÍN GONZÁLEZ, J.J. Historia del Arte. vol. 2. Madrid, 1978.

Fotografías: Museo del Prado; wikipedia; Gonzalo Durán

domingo, 23 de diciembre de 2012

Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo


Recuerdo que cuando era niño, mi madre y mis tías, y mucha otra gente, se felicitaba en estas fechas con un "Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo". Con el tiempo esa última parte, la de próspero año nuevo, se fue cayendo de las felicitaciones y sustituyéndose por otras fórmulas, como si los nuevos tiempos de bonanza económica hicieran sonar rancio un deseo tan pragmático. Parece que con lo que está cayendo hoy en tantos y tantos hogares, además de los buenos deseos de paz, amor, felicidad, ..., tampoco está mal un poco de pragmatismo. Así que, de todo corazón, os deseo a todos 

Feliz Navidad y (también) un Próspero Año Nuevo
Bo Nadal e Próspero Ano Novo
Bon Nadal i Feliç Any Nou
Zorionak eta Urte Berri On

viernes, 21 de diciembre de 2012

Exposición "Murillo & Justino de Neve. El arte de la amistad"

BARTOLOMÉ ESTEBAN MURILLO. Autorretrato (1668-70). The National Gallery, Londres.


Ante todo debo comenzar diciendo, y pido perdón si es preciso por ello, que mi interés por Murillo es muy reciente. No me pregunten por qué, su pintura nunca me atrajo, incluso diría si se me apura, que me causaba un cierto rechazo. Ni sus inmaculadas ni gran parte de su producción religiosa me resultaban especialmente atractivas; sí lo eran, en cambio, y mucho, sus pinturas de género, más pegadas al naturalismo barroco. Sin embargo, a partir de la exposición "El joven Murillo", que pude ver en Sevilla hace un par de años, mi percepción del pintor sevillano cambió. Aquel universo de niños mendigos, viejas y santos, me permitió apreciar de otro modo el colorido frío de sus pinceles en los años de juventud, el sentido narrativo de muchas de sus pinturas, y entender mejor cómo su pintura se llena de color y se dulcifica en la plenitud de su carrera.

Con aquellas sensaciones aún cercanas en mi memoria me propuse visitar este fin de semana la exposición "Murillo & Justino de Neve. El arte de la amistad", que tras su paso por Madrid, y antes de visitar Londres, hace escala en Sevilla. Creía que era precisamente ahí, en Sevilla, en pleno barrio de Santa Cruz, donde la exposición podría ser entendida y apreciada mejor que en ningún otro lugar, ya que ninguna de las otras sedes permitirá, como si lo hace esta, volver a ver algunas de estas obras en la ciudad, e incluso en el mismo espacio físico, el Hospital de los Venerables (actualmente sede de la colección permanente de la Fundación Focus-Abengoa) para los que Murillo y Neve, su mecenas y canónigo de la catedral de Sevilla, concibieron algunas de las piezas expuestas. Pues bien, si la grandeza de una exposición se mide atendiendo únicamente a la calidad de las obras exhibidas, y no únicamente al número de ellas, no me cabe duda alguna que esta exposición no sólo es grande, es enorme, a pesar de contar solamente con diecisiete obras.


BARTOLOMÉ ESTEBAN MURILLO. Retrato de Justino de Neve (1665). The National Gallery, Londres

Las guerras napoleónicas vinieron a consumar la dispersión del patrimonio artístico de Sevilla fuera de la ciudad, y especialmente las obras de Murillo, cuyo enorme prestigio le hacían una pieza apetecible. Por eso, de las diecisiete obras que componen la muestra, tan sólo una de ellas, el Bautismo de Cristo, se conserva en su emplazamiento original, en la catedral hispalense. Es por tanto una oportunidad única para poder volver a ver juntas piezas que, concebidas en su momento para las iglesias sevillanas de Santa María la Blanca, el Hospital de los Venerables, la catedral de Sevilla o la devoción privada de Justino de Neve, actualmente se exhiben por separado, repartidas por museos de medio mundo (Madrid, Londres, Houston, París, Budapest, Edimburgo, ...).  Por si fuera poco, cinco de ellas han sido restauradas con motivo de esta exposición.

La exposición se abre con dos espléndidos retratos. Uno es el de Justino de Neve, que Murillo pintó para regalar a su mecenas y amigo, como agradecimiento por los encargos que le procuró en los templos ya citados. Destaca por su elegancia, por lo inusual del tratamiento al representarlo de cuerpo entero, y por los delicados detalles como la perrita que lo mira con atención a sus pies. Junto a él, el soberbio autorretrato de Murillo de la National Gallery, donde con una reducida gama cromática el pintor logra una pintura llena de fuerza y verdad, que parece emerger de la oscuridad para acompañarnos en la sala.


BARTOLOMÉ ESTEBAN MURILLO.  El sueño del patricio Juan (1664-65).
Museo del Prado, Madrid

La muestra continúa con el espléndido Bautismo de Cristo, lleno de fuerza, color y soberbio en la composición, que se aprecia plenamente cuando lo contemplamos a una distancia prudencial. De la iglesia de Santa María la Blanca merece la pena admirar El sueño del patricio Juan, que ocupa un lugar destacado en la producción del sevillano, tanto por su tamaño, como por la composición y la forma que emplea para narrar la fundación de la iglesia de Santa María la Mayor, en Roma.

BARTOLOMÉ ESTEBAN MURILLO. Muchacha con flores (La Primavera) (1665-1670). Dulwich Picture Gallery, Londres.


Algo más adelante nos espera lo que considero la parte más interesante de la exposición, la colección privada de Justino de Neve. Su interés no radica en que se trate de las obras de más calidad, sino en que nos permite admirar y contemplar un Murillo diferente al que trabaja para sus grandes comitentes, con cuadros de gran formato. Al contrario, se trata de cuadros de dimensiones más reducidas, para la devoción personal del canónigo, en el que el pintor sevillano nos sorprende con tres pequeños cuadros sobre obsidiana pintados al óleo, una Oración en el huerto, Cristo atado a la columna con San Pedro y Natividad, que no se habían vuelto a ver juntos desde 1685. Murillo emplea un soporte absolutamente inhabitual, la obsidiana, un mineraloide de procedencia americana de gran dureza, intenso color negro y brillo muy característico, cuyas vetas de color más claro, aprovecha para simular los rayos celestiales iluminando las escenas, cuyo fondo oscuro acentúan el dramatismo.

En el centro de la sala, en una vitrina, se expone otra de las curiosas obras de la colección de Neve, la única miniatura que se conoce hasta la fecha realizada por el pintor sevillano, un óleo sobre cobre de dimensiones diminutas, pero con su inconfundible colorido cálido y pincelada fluida. Se trata de un medallón para llevar colgado al cuello, que representa, por el anverso El sueño de San José, y en el reverso San Francisco de Paula en oración.

BARTOLOMÉ ESTEBAN MURILLO. Inmaculada Concepción de los Venerables Sacerdotes (1660-65). Museo del Prado, Madrid (marco original: Fundación Focus-Abengoa Hospital de los Venerables, Sevilla).


Otra de las grandes sorpresas la constituye el San Pedro penitente, una pintura que Justino de Neve legó en su testamento para el Hospital de los Venerables, pero que las tropas napoleónicas se llevaron a Francia y luego fue vendido en Inglaterra. La obra, que no ha sido nunca expuesta en público desde que salió de España hace doscientos años, demuestra el enorme interés y  atracción que Murillo sentía por Ribera, el Españoleto.

Esta sección se completa con dos soberbias alegorías, Joven con cesta de frutas y verduras (El verano), y Muchacha con flores (La primavera), que vistos juntos, se complementan a la perfección.

La exposición finaliza de un modo espectacular, con el regreso de la Inmaculada Concepción de los Venerables (Inmaculada Soult). Luce sola, en la iglesia, donde se muestra, por primera vez, en el mismo lugar para el que se pintó, en la misma pared de donde la arrancó el mariscal francés en 1813 y con su formidable marco original, con los símbolos de la letanía tallados en la moldura dorada, restaurada para la ocasión. Contemplarla en el espacio vacío, sin visitantes, mientras el sonido de la lluvia que golpea las piedras del patio contiguo llega hasta nosotros, constituye una experiencia inigualable.

jueves, 6 de diciembre de 2012

Revista Atticus Número 3, ya a la venta

Sumario Revista Atticus Número 3
Portada Revista Atticus Número 3
En la tarde del martes 4 de diciembre, en una sala del Museo Nacional de Escultura, en Valladolid, y ante una nutrida concurrencia, se presentó un nuevo número de la Revista Atticus, el número 3 en su edición en papel. Aunque pudiera pensarse que los tiempos que corren no sean los más adecuados  para estas iniciativas, Luis José Cuadrado, redactor, director, y un montón de cosas más de esta hermosa aventura que ha bautizado como Atticus, sigue empeñado en ofrecernos un espacio rebosante de buen gusto por la cultura. Sólo por eso, habría que calificar el esfuerzo como loable y admirable.

Sin embargo, Atticus no se queda ahí. Con el habitual cuidado y atención por los detalles al que nos tiene acostumbrados, Atticus número 3 nos ofrece, en sus más de 200 páginas, una colección de trabajos de excelente calidad, con espacio para el arte, la poesía, la fotografía, la música, el humor, el cine; con trabajos sobre la Capilla de Notre-Dame-Du-Haut, la Gioconda del Prado, el Museo Nacional de Escultura, Agustín de Ibarrola, Higinio Vázquez García, R.E.M., y todos los demás que podéis apreciar en el sumario.

También en esta ocasión he tenido la suerte de recibir la invitación para participar en la revista, y he querido corresponder a la confianza de su director con un trabajo inédito de investigación sobre El concurso para el Monumento a las Cortes de Cádiz. Ha sido mi particular homenaje, y ahora también el de Revista Atticus, a la celebración del Bicentenario de la Constitución de 1812 que nos ha acompañado a lo largo de todo este año, y que la casualidad ha hecho coincidir su aparición con la celebración de otra Constitución, la nuestra, la de 1978. Sorprende que un monumento de la importancia del gaditano, haya carecido hasta fecha muy reciente, este mismo año, de un estudio en profundidad que fuera más allá del estudio del monumento erigido y de su análisis iconográfico.

Aniceto Marinas y Modesto López Otero. Monumento a las Cortes, la Constitución y el Sitio de Cádiz (detalle) (1929). Cádiz
La construcción vino precedida por un apasionante concurso en el que participaron algunos de los escultores y arquitectos más relevantes del arte español de principios del siglo XX, donde se dieron cita figuras ya consagradas (Aniceto Marinas, Lorenzo Coullaut-Valera, Manuel Fuxá, Aurelio Carretero, Manuel Parera, ...), junto a otros que pronto iban a tener un gran protagonismo en el panorama del arte español (Modesto López Otero, Teodoro Anasagasti o Antonio Palacios); y al mismo tiempo, es una buena oportunidad para analizar las distintas tendencias en las que se mueve el arte español en aquellos primeros años del siglo XX. En el artículo se analizan, también, la gestación del proyecto, la convocatoria del concurso, los proyectos finalistas, la complicada elección a la que hubo de enfrentarse el jurado, y la rocambolesca historia de la colocación de la primera piedra, situándolo en el complicado panorama de la historia política de aquellos convulsos años del final de la Restauración y de la Dictadura de Primo de Rivera. Al mismo tiempo, la variedad de fuentes periodísticas consultadas, permite hacerse una idea del eco y la importancia que alcanzó este concurso.

Podéis solicitar vuestro ejemplar, para vosotros o para regalar a alguien, en la página web de la Revista Atticus, o en la siguiente dirección de correo electrónico: admin@revistaatticus.es. Daos prisa, luego si se acaba no digáis que no se avisó. 

viernes, 16 de noviembre de 2012

Si el Tíber sale de madre. El arte paleocristiano durante la clandestinidad

Cristo como Buen Pastor (s. III). Catacumbas de Priscila, Roma


"Unas gentes odiadas por sus vicios, a quienes la plebe llama cristianos. Cristo, de quien proviene su nombre, fue condenado a la pena de muerte durante el reinado de Tiberio, sentenciado por el procurador Poncio Pilatos, pero la perniciosa superstición fue sólo momentáneamente contenida y volvió a irrumpir, no sólo en Judea, donde se había originado el mal, sino incluso en la propia capital; en ella converge todo lo que de horrible y vergonzoso hay en el mundo y se convierte en una moda"
TÁCITO, Annales
Desde los inicios del Imperio Romano, el Mediterráneo oriental se convirtió en un hervidero de tendencias filosóficas y religiosas, y los dioses romanos se fueron mezclando con otros dioses procedentes de las religiones de los pueblos conquistados. Algunos de estos cultos llegados de Egipto y Persia, los llamados mistéricos, como los de Isis y Mitra, envolvían sus rituales en un gran secretismo y prometían la salvación y una vida después de la muerte. A su difusión entre sectores amplios de la sociedad romana contribuyeron en gran medida los legionarios, que entraban en contacto con ellas durante sus acciones militares en las provincias orientales del imperio. El propio emperador Constantino fue seguidor durante gran parte de su vida del culto a Mitra.

Es posible que los romanos, en un primer momento, consideraran el cristianismo como una religión mistérica más. El mensaje de esperanza que ofrecía caló, aunque no exclusivamente, de un modo especial, entre los sectores más desfavorecidos de la sociedad romana, plebeyos y esclavos. A diferencia de otras religiones mistéricas, el cristianismo se mostraba más humano, en el sentido que Cristo, a diferencia de Isis o Mitra, no era un personaje mitológico, sino un un personaje real. Además, su culto era más universal, ya que no excluía a nadie, como ocurría con el mitraísmo,  por ejemplo, exclusivo para varones; y también más asequible, puesto que no requería de ningún rito de iniciación caro o complejo, ya que éste se producía simplemente con el bautismo.

Catacumbas de San Calixto, Roma

De este modo, a pesar de la tenaz oposición de las autoridades imperiales, el cristianismo se fue extendiendo con gran rapidez entre las comunidades judías de Siria, Egipto, Asia Menor, el norte de África y la propia Roma, y hacia el año 40, en la ciudad de Antioquía, empieza a usarse ya el término christiano, para designar a los seguidores de Cristo. En la cita de Tácito con que abrimos esta entrada se refleja la postura oficial de los círculos de poder romanos hacia el cristianismo en aquellos años, al que se considera superstitio (superstición) y no religio (religión), al igual que lo harán Plinio, que se refiere a ella como exitibialis (perniciosa), o Suetonio, que la llama malefica et nova (maléfica y nueva).

Llegados a este punto cabe preguntarse por qué Roma, que tolera, cuando no adopta incluso, numerosos cultos y religiones en todos los confines del imperio, se opone tan violentamente al cristianismo. Este tema ha sido objeto de numerosas discusiones entre los historiadores del mundo romano, los de las religiones y los del derecho, y es mucho más complejo de lo que en principio pudiera parecer. Se ha   argumentado por algunos el carácter monoteísta y, por tanto, excluyente, del cristianismo, como base de ese rechazo, pero también lo era el judaísmo y, sin embargo, este fue tolerado. En general, se suele coincidir en la percepción que se tenía del cristianismo como una amenaza para el orden establecido, tanto político como social.  En un plano político se les acusaba de no obedecer las leyes, al negarse a ofrecer sacrificios al emperador, lo que fue entendido como una prueba del rechazo de su autoridad, y no como una postura religiosa; y en el orden social, su modo de vida austero y retraída, así como su alejamiento de la vida social, fue visto como un reproche al ambiente material y sensual que dominaba la sociedad romana. Ya digo que es un asunto complejo, y se llega a afirmar que los primeros cristianos "fueron perseguidos no por una determinada conducta prohibida, sino por la adscripción a una determinada identidad" (Rosa Ana Alija Fernández, La persecución como crimen contra la humanidad, Barcelona, 2011), es decir, por el mero hecho de ser cristiano.



Busto de Diocleciano (s. III). Museo Arqueológico, Estambul.


Los cristianos, como ocurrió siglos después con los judíos en la Europa medieval, se convirtieron en el perfecto chivo expiatorio para los romanos, quienes les responsabilizaban de todos los males habidos y por haber, como quedó recogido por Tertuliano: "Si el Tíber sale de madre, si el Nilo no riega los campos, si las nubes dejan de llover, si hay temblores, si hay hambre o tempestades, el pueblo grita siempre: Echad los cristianos a los leones". Hasta que en el año 313 el emperador Constantino publicó el Edicto de Milán, que decretaba la libertad religiosa para todos los ciudadanos del imperio, las persecuciones decretadas por los emperadores se sucedieron una tras otra, destacando por su crueldad las de Nerón (64-68), Domiciano (81-96), Septimio Severo (202-210), Decio (250-251) y Diocleciano (303-313), esta última, probablemente la peor de todas, llamada la Era de los mártires por los papas y santos que perdieron su vida durante esos años.

Durante todo ese tiempo en que el cristianismo no tuvo reconocimiento oficial y fue perseguido, los cristianos se reunían en las catacumbas, que en realidad eran lugares de enterramiento colectivo. Allí encontramos las primeras muestras del primitivo arte cristiano, en pinturas y pequeños relieves que servían de decoración a paredes y sarcófagos. En ellas se plasmó el primer arte cristiano, que a través de unas imágenes sencillas e ingenuas transmitía un mensaje de esperanza a unas gentes sobre las que se cernía permanentemente el riesgo de prisión, de la tortura, cuando no de la muerte misma.


Mosaico de pavo real (1ª mitad siglo V). Mausoleo de Santa Constanza, Rávena.


La propia existencia de esas imágenes fue una de las primeras contradicciones que se plantearon en el seno del cristianismo. El judaísmo, del que procedían los primeros seguidores de la nueva fe, era aniconista, es decir, prohibía la representación de imágenes, ya que Dios era inimaginable, inabarcable y, por tanto, irrepresentable; además, tanto en el libro del Éxodo 20,4 ("No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra"), como en el Deuteronomio 5,8 (que vuelve a recoger ese mandamiento), se advierte del riesgo de que la representación de imágenes puede conducir a la idolatría. Sin embargo, el cristianismo es una religión con vocación universal, especialmente tras la irrupción de San Pablo, y terminarán por imponerse las representaciones plásticas, sobre todo porque una ausencia total de imágenes era muy difícil de mantener en la sociedad de la Antigüedad clásica tardía, familiarizada con la representación de imágenes religiosas, con lo cual se veía en ellas un medio eficaz para llegar mejor a los fieles. En cualquier caso, esa tradición anicónica de las primeras comunidades cristianas, bien pudiera explicar la tardía aparición del arte paleocristiano, cuyas imágenes más antiguas se fechan en torno a la primera mitad del siglo III. También por esas fechas comienza el judaísmo a utilizar imágenes.

La nueva iconografía procede, en gran parte, de las comunidades helenizadas de Alejandría, Antioquía y Éfeso, e inicialmente fueron temas del mundo animal y vegetal que deben cumplir una doble condición, la de transmitir el mensaje de la nueva fe, pero al mismo tiempo pasar inadvertidas para las autoridades romanas, o lo que es lo mismo, que no parezcan cristianas. Para ello se valen de una temática que es conocida en el mundo clásico, pero transformando el significado simbólico de los temas en catacumbas y sarcófagos, otro de los emplazamientos en los que primero empiezan a representarse. Un buen ejemplo lo encontramos en la imagen del pavo real. En la antigüedad existía la creencia de que su carne no se descomponía nunca, por lo que para los cristianos se convirtió en símbolo de la inmortalidad, y una forma de representar, sin que se detectase la Resurrección de Cristo. 


Crismón en un sarcófago romano del siglo IV. Museo  Pío Cristiano. Museos Vaticanos, Roma


Entre los símbolos más antiguos está también el del crismón, monograma formado por las letras ji y ro (X y P), las dos primeras del nombre de Cristo en griego, que aparece en numerosos sarcófagos. Antes del cristianismo se había usado como abreviatura de la palabra griega chrêstos (propicio), y se utilizaba como signo de buen augurio. Probablemente este fue el sentido con el que Constantino lo introdujo en el estandarte imperial romano, aunque la tradición cristiana, siguiendo el relato de Eusebio de Cesarea, sostiene que ese fue el símbolo que vio Constantino en un sueño, la noche anterior al decisivo enfrentamiento en Puente Milvio, y que le condujo a la victoria sobre las tropas de Majencio. Sin embargo, no hay ninguna prueba concluyente que el emperador introdujera este signo con ninguna intención cristiana. En los sarcófagos paleocristianos, con el tiempo, el crismón se suele encerrar en un círculo, y en ocasiones, se acompaña también de las letras alfa y omega, primera y última letra del alfabeto griego, y que Dios emplea para definirse a sí mismo en el conocido pasaje del Apocalipsis 1:8: "Yo soy el Alfa y el Omega, dice el Señor Dios, el que es, era y vendrá, el Omnipotente".


Las primeras imágenes de Jesús no trataban de aclarar su persona, sino más bien lo que representaba en aquellos momentos para los fieles de la nueva religión, un salvador, un protector y un guía. Los temas para llevarlo a cabo se tomaron de la antigüedad clásica como el Buen Pastor, que en la iconografía cristiana se representa de dos formas. En la primera, la más utilizada, se reproduce un pasaje del evangelio de Lucas: "¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra?. Y cuando la encuentra la pone sobre sus hombros" (Lucas, 15:4-6). Para representar esta parábola, que simboliza al pecador arrepentido, se tomó prestado un tema de la iconografía clásica, del Moscóforo o del Hermes crióforo griego que porta una oveja sobre sus hombros para conducirla al sacrificio. En algunas ocasiones, como en la imagen que introduce este artículo, se le representa llevando un cubo de leche en la mano, aludiendo así a un pasaje de la primera carta del apóstol San Pablo a los Corintios: "Yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. os dí a beber leche, no alimento sólido, pues todavía no podíais con él; ni siquiera podéis ahora" (3:1-3)


Cristo   como Buen  Pastor. (1ª mitad s. V)  Mosaico en  el Mausoleo de Gala Placidia, Rávena.


En la segunda, Cristo aparece según el relato de la parábola del evangelio de Juan: "Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas. También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a esas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor" (Juan, 10:14-16). Para reproducir este pasaje, los artistas cristianos se inspiraron en la imagen clásica de Orfeo, un joven pastor imberbe tocando la lira y encantando a los animales que se agrupan pacíficamente a su alrededor, transformándose en un símbolo de la salvación.

En otras ocasiones, se le representa también como Cristo Doctor, es decir, como maestro, enseñando la ley, generalmente sentado y con el rollo de los Evangelios en la mano. La forma de representarlo, con túnica y pallium, sandalias y pelo corto, rememora la figura del filósofo y su origen, culto, quizá pudo estar en Alejandría (Inés Ruiz Montejo, El nacimiento de la iconografía cristiana). Esta imagen, que se remonta a las catacumbas, en el siglo III, con el tiempo irá reemplazando a las anteriores.


Pez y panes. Fresco en las Catacumbas de San Calixto, Roma.


Junto con estos temas, abundan las representaciones que tienen que ver con la pesca o motivos náuticos, como el pez, el ancla, el barco, ...., todos ellos relacionados con los sacramentos, como el bautismo y la eucaristía.

El pez es uno de los símbolos más importantes que hace referencia directamente a Cristo. En la antigüedad significaba la fertilidad, por el gran número de huevos que pone, pero los cristianos aprovechan que la palabra griega IXTHYS (pez) les permitía escribir las iniciales de Iesus Khristos Theu Yos Soter (Jesús Cristo, de Dios Hijo, Salvador), y al mismo tiempo, como señalaba Tertuliano, evocaba el agua del bautismo, cuando escribía: "Nosotros somos  pececillos. Cristo es el pez. Nacemos en el agua y sólo nos salvamos si nos mantenemos en el agua". Su presencia junto a los panes constituye un claro símbolo eucarístico, igual que lo son las escenas de los banquetes funerarios, que se convierten en banquete eucarístico.

Escena de banquete funerario (s. III). Catacumbas de San Calixto, Roma
En esta misma línea hay que interpretar las escenas de pesca, con los pescadores echando sus redes y sacándolas llenas de peces. De esta forma se representaba el pasaje evangélico de la pesca milagrosa, en que Jesús le dice a Pedro "desde ahora serás pescador de hombres" (Lucas 5:10).  Si los peces significan el nacimiento de los cristianos, la barca y los pescadores simbolizan la propia iglesia, a la que se comparaba con un barco en el que los creyentes encontraban la seguridad y eran transportados hacia su salvación. Precisamente por eso, Tertuliano comparaba el lugar de culto con un barco, y de ahí procede la palabra nave que se aplica a las dependencias del templo cristiano, del latín navis (barco).

En este grupo de imágenes hay que incluir las numerosas anclas que aparecen en las catacumbas, un símbolo de esperanza tomado de la Carta a los Hebreos, en la que se dice: "Tenemos, pues, promesa y juramento, dos realidades irrevocables en las que Dios no puede mentir y que nos den plena seguridad cuando buscamos refugio aferrándonos a nuestra esperanza. Esta es nuestra ancla espiritual, segura y firme, que se fijó más allá de la cortina del Templo, en el santuario mismo" (Hebreos, 6:18-19).


Jonás arrojado al mar. Catacumbas de Priscila, Roma


Las representaciones de escenas y personajes del Antiguo Testamento también están ampliamente representadas en muchas de las pinturas y relieves de esta época. La mayoría de estas historias, como la de Noé y el arca, Susana y los viejos, Daniel y los leones, Jonás y la ballena, el sacrificio de Isaac, etc., tienen en común la salvación del protagonista, mensaje esencial que se quería transmitir, por lo que se eligieron para muchos monumentos de carácter funerario. Así, por ejemplo, la representación del arca de Noé, simbolizaba para los cristianos el nuevo concepto de Resurrección, quizá porque para los neófitos le resultaba una imagen familiar a través de los mitos griegos y egipcios, en los que los muertos realizaban un viaje en barca al otro mundo. La historia de Jonás, mencionada por el propio Jesús en el evangelio de Mateo (12.40) como prefiguración de su muerte y resurrección, se representaba habitualmente en sarcófagos y catacumbas precisamente por ese simbolismo.

En cambio, la historia de Susana y los viejos procede del Libro de Daniel. y narra lo sucedido con una joven injustamente acusada de adulterio, que quizá fuese un ejemplo para los cristianos perseguidos en aquellos tiempos de la liberación final del mal que les esperaba a ellos.

























Izquierda: Isis amamantando a Horus (332-30 aC). Museo de Bellas Artes, Lyon. Derecha: Virgen con el Niño y el profeta Balaam. Catacumbas de Priscila, Roma


Una de las pocas escenas del Nuevo Testamento, fuera de aquellas que se refieren al mensaje de la salvación, es la de una mujer con un niño en los brazos, que son fácilmente identificables como la Virgen María y el Niño Jesús. Junto a ellos aparece en alguna pintura un personaje masculino que señala una estrella, y que tradicionalmente se relaciona con los profetas Balaam, o Isaías, ya que ambos profetizaron la llegada del Mesías anunciados por una estrella o una luz. La representación de la Virgen con el Niño también parte de un antecedente pagano, la diosa Isis con su pequeño Horus en brazos, cuyo culto se extendió por el Mediterráneo y llegó a Roma.

Cámara del Velado. Catacumbas de Priscila, Roma

Lo que parece desprenderse de estas pinturas es una clara intención catequética, ilustrando a los fieles el camino que había de conducirles a la bienaventuranza eterna, y que habría de producirse en tres etapas. En la primera, Cristo como filósofo les muestra los principios de la fe, en cuyo conocimiento le iniciará la Iglesia. En la segunda, a través de imágenes como el Buen Pastor, les conduce y guía hasta la salvación, Y, finalmente, a través de las escenas que tienen que ver con la resurrección, se alcanza la vida eterna. A propósito de esta secuencia, Inés Ruiz escribe lo siguiente:
"Curiosamente, y quizá intencionadamente, estas tres etapas del camino cristiano parecen estar recogidas en las pinturas de la Cámara de la Velado, del Cementerio de Priscila. Allí el fiel, en este caso cristiana porque la protagonista de esta sucinta historia es mujer, aparece primero como adolescente aprendiendo junto al pedagogo la doctrina de Cristo. Después, en la madurez, se la representa como madre: es la vida cotidiana atenta y sometida a los mandamientos de su fe. Por último, en el centro, como orante, representa la victoria del cristiano: su alma ya se encuentra en el reino de Dios"

Tras la publicación del Edicto de Milán, en el 313, por el que se estableció la libertad de religión en el imperio, el cristianismo dejó de ser perseguido y fue tolerado. La nueva realidad supuso también una nueva etapa en el arte paleocristiano.

El artículo de Inés Ruiz Montejo, El nacimiento de la iconografía cristiana proporciona una magnífica oportunidad para profundizar en el tema que hemos tratado. También resulta útil la información que proporcionan las webs de algunas catacumbas como la de San Calixto y la de Priscila. Las fotografías las hemos tomado de wikipedia.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Copias romanas de esculturas griegas

POLICLETO. Efebo Westmacott. British Museum, Londres. Copia romana en mármol del siglo I aC de un original en bronce del 440 aC aprox. (Fot. British Museum)


Hace ya algún tiempo escribía en este blog sobre las dificultades que encontramos para apreciar en su justa medida el arte griego, y en especial la escultura, debido, por una parte, a la escasez de obras originales griegas y, por otra, a la ausencia de policromía de las copias que han llegado hasta nosotros. Entonces nos extendíamos sobre este último punto, hoy vamos a hacerlo sobre el primero.

Desde finales del siglo III aC empezó a notarse un interés creciente en Roma por la cultura griega en general, y por sus obras artísticas de manera especial. Ese interés se incrementó sobremanera con la ocupación de Grecia en el 146 aC, alcanzó su apogeo en la época de Adriano en el siglo II dC, y se tradujo en la adquisición de obras de arte griegas para el embellecimiento de villas y domus de las acaudaladas familias patricias, pese a la resistencia que opusieron algunos de los sectores más conservadores de la sociedad romana, partidarios de un gusto más austero y contrarios a la elegancia y refinamiento de la cultura helénica.


Amazona herida. Metropolitan Museum of Art, Nueva York. Copia romana en mármol del siglo I-II dC de un original griego en bronce del 450-425 aC aprox. (Fot. Metropolitan Museum of Art, NY)


No pasó mucho tiempo para que la demanda de estas obras se viese superada por la oferta, por lo que los romanos no tuvieron ningún reparo en acudir a la copia de las obras más famosas de la Grecia clásica, convirtiéndose esto en un próspero negocio para los talleres neoáticos de Atenas que exportaron un gran número de obras con destino a la península Itálica, cuando no fueron artistas griegos los que se instalaron en Roma. Pese al indudable mérito artístico que tienen algunas de estas copias, no puede ignorarse que, en la mayoría de los casos, no ofrecen más que una pálida visión del brillo que tuvieron los originales que los inspiraron, de los que  sólo nos ofrecen poco más que una visión general. La comparación entre originales y copias evidencian como las últimas carecen casi todas ellas del modelado sutil y delicado, del naturalismo asombroso y del tratamiento cuidadoso del detalle de las primeras. Tanto es así, que hay quien llega a afirmar que "más que iluminar, confunden la historia de la escultura griega" (H. Honour y J. Fleming, Historia del Arte, Barcelona, 1987, p. 107), y han contribuido a perpetuar en la cultura moderna una idea y una apreciación del arte griego totalmente académica y errónea.


Técnica del sacado de puntos. (Ilustración de J. Lillo Galliani)
Estas afirmaciones, aunque puedan sorprender por rotundas y contundentes, desde luego no carecen de argumentos, como intentaremos explicar en las líneas siguientes. En primer lugar, habría que referirse al método empleado para realizar las copias. El procedimiento tradicional utilizado durante muchos siglos era el de sacado de puntos. Mediante un bastidor fijo con varillas ajustables, se tomaban las medidas de un vaciado en escayola de la pieza original, así se determinaban la posición y la profundidad de las partes fundamentales de la figura, y a continuación se trasladaban cuidadosamente al bloque de mármol del que se obtendría la copia. El proceso se repetía pacientemente, de modo que el modelo queda lleno de pequeños puntitos que luego se labran hasta darle la forma definitiva. Cuantos más puntos se saquen, más fiel será la copia al original. Los romanos parece que utilizaron ese mismo sistema, pero con algunas diferencias, ya que, como muestran las huellas de las esculturas, sólo sacaban un número muy limitado de puntos, y el resto se obtenían por un sistema de triangulación mediante compases, por lo que las copias obtenidas no  reproducían exactamente el original. Los mayores cuidados se dedicaban al rostro, que era el elemento central de la obra y lo que permitía identificar a dioses y figuras, pero incluso en ellos, jugaban los copistas griegos y romanos con los ángulos visuales y el modelado para incrementar la carga emotiva de las imágenes.


SCOPAS. Pothos. Museo Capitolino, Roma. Copia en mármol del siglo II dC de un original griego del siglo IV aC


Ahora bien, esto no sólo no importaba mucho a la clientela romana, sino que en muchas ocasiones eran ellos mismos los que exigían ciertos cambios, unas veces  por una simple cuestión de gusto. De este modo hubo copias que rejuvenecieron, embellecieron o disminuyeron la escala de los modelos originales, incluso a costa de desvirtuar el tema representado. Un ejemplo muy conocido de esto es el llamado Efebo Westmacott, con una belleza juvenil del rostro que hace prácticamente irreconocible el original en bronce de Policleto que se piensa que representaba a un pugilista llamado Cinisco de Mantieneia. Otras veces los cambios se hacían para adaptarlos al emplazamiento o la finalidad de la copia, que fuera del contexto para el que habían sido creados los originales, además de perder las referencias del mismo, quedaban convertidas en meros elementos ornamentales insertos en conjuntos monumentales, como ocurrió con el Pothos de Scopas, del que existen copias simétricas, vueltas a derecha y a izquierda para disponerlas una junto a la otra.

Por último, hay un tercer elemento a tener en consideración, y es que la inmensa mayoría de las copias están hechas en mármol, mientras que una buena parte de los originales griegos, por el contrario,  se habían realizado en bronce. Cada uno de estos materiales requiere una técnica de trabajo diferente. Las estatuas de bronce son mucho más livianas y adoptan posturas más flexibles  e inestables que sus equivalentes en mármol, por lo que se prestan a una gama más amplia de efectos formales. Las de mármol, por el contrario, si están pensadas para estar en posición vertical no pueden tener los pies muy separados, a menos que se disponga un tercer punto de apoyo que garantice su estabilidad, que en  muchas ocasiones consiste en un tronco de árbol. Estos apoyos son claramente antiestéticos,  por lo que las estatuas, la mayoría de las cuales se disponían en nichos, se colocaban cuidadosamente para ofrecer una visión limitada de manera que quedaban prácticamente ocultos e inapreciables. Cuando esto no era posible, el copista recurría al engaño, intentando integrar el apoyo como un elemento narrativo o decorándolo con símbolos que permitían identificar la figura.

A la vista de estas circunstancias podemos entender que muchas de las copias que se hicieron de obras famosas griegas del período clásico eran, en realidad, adaptaciones más o menos libres, y no reproducciones exactas.

miércoles, 10 de octubre de 2012

Nefertiti y el arte de Amarna

Busto de Nefertiti (h. 1340 aC). Imperio Nuevo, XVIII Dinastía. Neuen Museum, Berlín


El 6 de diciembre de 1912, una expedición de la German Oriental Company, dirigida por el arqueólogo Ludwig Brochardt y financiada por James Simon, se encontraba excavando en lo que un día fue la ciudad de Ajetatón (hoy más conocida por su nombre árabe de Tell-el-Amarna), la ciudad fundada por el rey hereje, Amenhotep IV o, si se prefiere, Ajenatón. Durante las mismas se descubrió el taller de un escultor llamado Tutmosis que trabajó para la realeza, "favorito del dios, capataz y escultor" dicen de él los jeroglíficos amarnienses. Entre las ruinas de su taller aparecieron diferentes obras de arte producto de su estudio y, entre ellas, la que estaba llamada a convertirse en una de las obras emblemáticas del arte egipcio, el Busto de la reina Nefertiti, cuyo nombre acertadamente significa "Bondad de Atón, la bella ha llegado".

Las dudas sobre la honestidad de Brochardt en el hallazgo de Nefertiti han existido casi desde el  mismo momento en que se dio a conocer al mundo la imagen de la hermosa reina de Egipto, en 1924, doce años después de su hallazgo. Lo habitual en aquellas fechas de principio de siglo, en plena vigencia del colonialismo, era que las expediciones arqueológicas estableciesen un acuerdo con las autoridades locales mediante las cuales se hacía un reparto más o menos equitativo entre la sociedad que financiaba la campaña y el país que permitía que se hiciera. Digo más o menos porque, normalmente, las potencias extranjeras siempre sabían cómo sacar un mayor beneficio, unas veces mediante sobornos y otras mediante engaños o artimañas que les permitían quedarse con las piezas de más valor. Esto último parece que fue lo que funcionó en el caso de Nefertiti. Las últimas investigaciones han puesto al descubierto que Brochardt ocultó a los egipcios el auténtico valor de la pieza. En el listado de obras halladas la describió como una escultura de yeso de una princesa, de escaso valor, y presentó además una fotografía de la imagen semicubierta de barro que no permitía hacerse una idea en absoluto de la misma. El engaño funcionó y Brochardt no tuvo ningún problema para sacar del país a Nefertiti, manteniéndola en su poder y sin mostrarla al público durante doce años, hasta 1924 cuando la entregó al Museo de Berlín, para convertirse, desde entonces, en la estrella indiscutible y más radiante de esta institución.

Visita del príncipe Johan George de Sajonia a la excavación  de Ludwig Brochardt en Tell-el-Amarna en 1913. (Fot. tomada de Terra Antiquae).


Cuando las autoridades egipcias tuvieron conocimiento de la obra, sospecharon del engaño y reclamaron la propiedad de la misma, y a punto estuvieron de recuperarla a principios de los años 30, pero el propio Hitler, a su llegada al poder, paralizó la entrega y parece que dijo algo así como  "lo que está en Alemania es de los alemanes", más o menos lo mismo que  han venido a decir las actuales autoridades del país ante el último y reciente intento de recuperar la obra del gobierno egipcio. Por si alguien tuviera aún alguna duda sobre lo realmente sucedido y pudiera pensar que no hubo tal engaño, y que Brochardt se comportó de manera honesta, las palabras escritas de su puño y letra en el diario de excavaciones las despejan por completo: "Busto pintado de tamaño real de la reina, de 47 centímetros de altura. (...) los colores como recién pintados. Trabajo excelente. Describir no aporta nada, hay que verlo". Muy diferente, desde luego, de lo que trasladó a las autoridades egipcias.

Como dentro de unos meses, coincidiendo con el centenario del hallazgo del busto de Nefertiti, se va a  inaugurar en Berlín una gran exposición sobre el arte amarniense, puede ser un buen momento para dedicarle una página de nuestro blog.

Ajenatón como esfinge oferente adorando a Atón. Imperio Nuevo, XVIII Dinastía. Museo Kestner, Hannover.


El nombre de Amarna está irremediablamente asociado a los nombres de Atón, Ajenatón y Nefertiti, y fue el escenario de la llamada herejía amarniense, uno de los episodios religiosos, políticos y artísticos más singulares de la historia del antiguo Egipto. Desde el mismo momento de su llegada al trono, Amenhotep IV fue dando una serie de pasos encaminados a formular una nueva religiosidad. El primero de ellos nada más proclamarse rey, otorgándose el título de sumo sacerdote del dios sol, un papel que, aunque era tradicional entre los reyes de Egipto, nunca antes había sido incorporado por sus antecesores a su titulación oficial. Lo siguiente fue proclamar el advenimiento terrestre del dios, sustituyendo la tradicional efigie de Re-Harakhte, un hombre con cabeza de halcón, por la de un disco del cual descienden rayos que terminan en unas manos que vienen a simbolizar la fuente de la vida. Poco después comienza la construcción de una ciudad consagrada al dios a la que bautiza como Ajetatón (el Horizonte del Disco Solar), en una amplia extensión de terreno en la orilla oriental del Nilo, al norte del macizo de Gebel Abu Feda, que pasará a convertirse en la residencia real durante el resto de su reinado y centro de la nueva religión. Es entonces cuando Amenhotep IV cambia su nombre por el de Ajenatón (beneficioso para el disco) y Nefertiti, añade delante del suyo el de Neferneferuatón  (exquisita es la belleza de Atón). Finalmente, el rey ordena cerrar por todo el país templos consagrados a otros dioses, borrar el nombre de Amón e impulsar el culto a Atón, llegando incluso algunos autores a hablar de un culto monoteísta, que en realidad parece que nunca lo fue. En cualquier caso, se trata de una cuestión abierta, objeto de debate y discusión entre los especialistas.


Estatua colosal de Ajenatón. Imperio Nuevo, XVIII Dinastía. Museo Egipcio, El Cairo.


Cabe preguntarse qué impulsó a Ajenatón a realizar esta reforma religiosa. También en este punto los historiadores se dividen y hay quien apunta a una persona enferma y dominada por su esposa Nefertiti, que quedaría así como instigadora de la reforma; otros, ven la causa en el excesivo poder acumulado por el clero de Amón, y el intento del rey de liberarse de su tutela; una tercera explicación cabría hallarla en los sucesos políticos acaecidos en Egipto, tras la expulsión de los hicsos, y el deseo de encontrar una religión y divinidad que pudiera ser aceptada por todos los pueblos.

Actualmente, sin embargo, ninguna de estas hipótesis goza de mucha aceptación, y los historiadores se inclinan a pensar que la reforma religiosa de Ajenatón responde a un último intento por parte de la realeza de recuperar poderes y atributos valiéndose de la religión, ante la progresiva descomposición que había tenido la imagen de la realeza como fuente divina de poder. Ante los ojos del pueblo, la figura del faraón había ido humanizándose, con lo que cada vez resultaría más difícil justificar su función, de ahí el intento de algunos faraones de la XVIII Dinastía de relacionar su nacimiento con la divinidad, o la teogamia. La herejía amarniense sería, pues, el último intento de dotar a la monarquía egipcia del carisma y el poder que había ido perdiendo. Esta última teoría vendría a explicar, más fácilmente que otras, algunas de las manifestaciones artísticas más características del periodo amarniense, aquellas en que  los rayos del disco solar descienden e iluminan únicamente a la familia real. A través de ellas, se nos está diciendo que el faraón es el único intermediario posible entre Atón y el hombre, recuperando así la función que la realeza había tenido en tiempos anteriores y que se había ido perdiendo en beneficio de una especie de piedad personal que ponía en contacto directo al hombre con los dioses.

Ajenatón, Nefertiti y sus hijas.
Imperio Nuevo, XVIII Dinastía. Museo Egipcio, Berlín
Parece fuera de toda duda el importante papel jugado por la reina Nefertiti en la reforma emprendida. Su presencia en las manifestaciones artísticas de esta época la muestran en un plano casi de igualdad con su esposo Ajenatón, tanto por el tamaño con que se la representa, como en el número de representaciones. Curiosamente, y a pesar de lo familiar que ha llegado a ser su imagen para el gran público, sigue sin ser mucho lo que los  historiadores saben de ella. Se ha especulado sobre el origen de Nefertiti, y se ha llegado a decir que era una princesa de procedencia extranjera, quizá de Mitanni o incluso de Nubia, pero hoy se acepta que era egipcia y, probablemente, prima de su esposo. Su padre fue Ay, un alto dignatario del faraón Amenhotep III, que terminaría él mismo convirtiéndose en faraón tras la muerte de Tutankamón. La ascendencia de Nefertiti sobre su esposo se hace evidente desde antes incluso de que se convirtieran en reyes, y se acentúa en los primeros años de reinado, cuando aparece ya como única poseedora de los templos de Karnak y acompaña siempre a su esposo en todos los actos oficiales, llegando a ser representada incluso sola en la actitud ritual de los faraones de exterminar al enemigo. Fueron padres de seis princesas, pero no tuvieron ningún hijo varón.


Ajenatón y Nefertiti. Imperio Nuevo, XVIII Dinastía. Museo del Louvre, París.


A partir del año 12 del reinado, sin que sepamos por qué, la reina vivía aislada y separada de Ajenatón, en un palacio privado al norte de Amarna. Dos años después, desaparece repentinamente  de las fuentes históricas cualquier referencia a la reina y la oscuridad se apodera de la figura de Nefertiti, sin que tengamos certeza alguna sobre qué ocurrió con ella, lo que ha propiciado todo tipo de teorías. Algunas apuestan por la explicación más simple, la reina falleció, o cayó en desgracia y fue eclipsada por otra mujer, Kiya, esposa secundaria de Ajenatón, con la que trataría de buscar un heredero varón que no llegó, como tampoco los tuvo de sus propias hijas Meritatón y Anjesenpaatón a las que elevó a la categoría de Gran Esposa Real y con quien tuvo dos hijas más.

Otra teoría que ha cobrado fuerza en los últimos años sostiene, sin embargo, que en realidad Nefertiti nunca se alejó de su esposo y que además le sobrevivió. A partir del año 15 del reinado de Ajenatón, coincidiendo con la desaparición de las menciones a Nefertiti, el rey gobierna primero con un  corregente llamado Anjetjeprura Neferneferuatón (la amada de Ajenatón), lo que indica que se trataba de una mujer, y poco después con otro de idéntico nombre pero en masculino, y con un tercero llamado Semenejkara.  A la muerte del rey éste último se convirtió en faraón, el reinado más corto de toda la XVIII Dinastía. Según esta teoría, Nefertiti y Semenejkara, el rey que antecedió a Tutankamón, serían la misma persona y Nefertiti habría procedido de un modo similar al de su antecesora la reina Haptepshut, tomando apariencia y títulos masculinos, para convertirse finalmente en faraón. La idea toma fuerza si añadimos que Semenejkara heredó muchos de los títulos que tenía Nefertiti y, además, algunos de los retratos conservados nos la muestran con una edad algo superior a la que tendría si hubiera muerto antes que su esposo.


Estatua de Nefertiti con un pie avanzado. Imperio Nuevo, XVIII Dinastía. Museo Egipcio, Berlín.


Por si fuera poco, en el convulso contexto en el que se desenvuelve el reinado de Ajenatón, todavía hay espacio para una tercera hipótesis sobre lo sucedido con Nefertiti, y que tiene que ver con el llamado caso Dahamunzu, ocurrido aproximadamente entre 1325 y 1315 aC, a finales de la XVIII Dinastía, cuando una reina egipcia escribió a Suppiluliuma, rey de los hititas y rival de los egipcios en el dominio de la región, una sorprendente carta en la que leemos: "Mi esposo ha muerto. No tengo ningún hijo varón pero dicen que tú tienes muchos hijos. Si me das a uno de tus hijos se convertirá en mi esposo. Jamás escogeré a uno de mis súbditos como esposo. [...] Tengo miedo". Las fuentes hititas no descubren el nombre de la reina viuda, sino que la llaman Dahamunzu (Gran Esposa Real). Aunque el rey hitita mandó a uno de sus hijos para realizar el matrimonio, su fallecimiento antes de llegar a Egipto dio al traste con la maniobra, y el misterio sobre la identidad de la reina viuda sigue sin desvelarse. La hipótesis tradicional identifica a Dahamunzu como Anjesenamón, hija de Nefertiti y viuda primero de su propio padre, Ajenatón, y después del faraón Tutankamón, sin embargo su rápido matrimonio con su propio abuelo Ay, convertido en faraón, siembran la duda sobre esa identificación. La alternativa más plausible sería que Dahamunzu no es otra que Nefertiti, convertida ya en Semenejkara, y así ha venido a concluirlo recientemente un estudio del arqueoastrónomo español Juan Antonio Belmonte. El tiempo nos dirá si es así, o quizá no.

Estela de Ajenatón y su familia. Imperio Nuevo, XVIII Dinastía. Museo Egipcio, El Cairo.


En cualquiera de las imágenes que acompañan este artículo se aprecia con claridad que el arte del período de Amarna ayuda a entender los complejos entresijos de una etapa oscura y singular de la historia de Egipto, pero también a reconocer los cambios producidos en la estética y en la iconografía del arte egipcio durante este período. En realidad, algunas de las transformaciones artísticas que se dan durante el periodo amarniense no surgen repentinamente, y podemos considerar que ya durante el reinado de su padre, Amenhotep III, se aprecia, por una parte, la introducción de algunos temas que luego serán desarrollados por los talleres amarnienses y, por otra, la iconografía menos idealizada del monarca y su hermosa esposa, la reina Tiy. Al llegar al trono Amenhotep IV, el tradicional hieratismo  e idealización de las representaciones del faraón es abandonado, y un mayor naturalismo se va apoderando de estas representaciones de una manera inimaginable hasta entonces. Pero los cambios no afectan únicamente a los convencionalismos iconográficos, sino también a la temática, llegando a representar a la familia real en un ambiente cotidiano y familiar, que no se había visto antes y que no volverá a verse después de Amarna. En este momento, los niños, a través de las hijas de la pareja real, se representan con bastante asiduidad, ya que se les consideraba como la manifestación más evidente del dios sol en la tierra.


Coloso de Ajenatón. Imperio Nuevo, Dinastía XVIII. Museo Egipcio, El Cairo (Fot. tomada de Amigos de la Egiptología)


A pesar de que se trató de un período efímero, podemos reconocer una clara evolución en el arte amarniense. Los primeros retratos reales de esta época responden puramente a lo que se conoce como manierismo amarniense, que se caracteriza por el alargamiento del canon, exagerando y deformando los rasgos, llegando casi a lo caricaturesco. La estatuaria y el relieve confieren al cuerpo de Ajenatón una apariencia asombrosa: enorme pelvis, vientre abultado, piernas delgaduchas, cráneo alargado, mejillas hundidas, mentón deforme y una gruesa boca cuya sensualidad contrasta con la mirada soñadora que le confieren unos ojos alargados. Una iconografía sorprendente detrás de la cual hay quien ve un simbolismo exagerado, presentando al rey con los atributos de "dios universal, padre y madre de las criaturas".


Torso de Nefertiti. Imperio Nuevo, XVIII Dinastía. Museo del Louvre, París.


Sin embargo, con el tiempo, este fuerte manierismo inicial podemos decir que se va atenuando hasta alcanzar, al final del reinado, un estilo ya mucho más suavizado. A esta fase corresponden las mejores piezas del estilo amarniense, como, el Busto de Nefertiti, sin duda, la obra maestra del arte de Amarna. Realizada en caliza y yeso, destaca por su delicada y armonizada policromía, y sobre todo por el sentido de la simetría y la proporción, que le otorgan su legendaria belleza. En esta época, los artistas gustaban de dotar a sus obras de un tratamiento final que acentúa la sensualidad de las formas. El ejemplo más claro es el llamado Torso de Nefertiti, un fragmento de una estatua femenina en cuarcita, que  en tan sólo 29 cm. constituye el más delicado estudio del cuerpo femenino en Amarna, en un soberbio trabajo en el que anticipan la técnica de los paños mojados, y que apenas se esfuerza en ocultar bajo las telas que componen la túnica, el voluptuoso cuerpo desnudo de la reina, si es que realmente se trata de ella o de una de sus hijas.


Relieve de una pareja real (probablemente Tutankamón y Anjesenamón). Imperio Nuevo, XVIII Dinastía. Museo Egipcio, Berlín


Tras la finalización del reinado de Ajenatón, la historia de Egipto se hace tremendamente confusa, y tras el breve reinado de un año del enigmático Semenejkara, se produce el ascenso al trono del joven Tutanjatón. Tradicionalmente se ha considerado al nuevo monarca como hijo de Ajenatón, o quizá de Semenejkara. En cualquier caso, contrajo matrimonio con la tercera hija de Ajenatón y Nefertiti, la princesa Anjesenpaatón. La joven pareja parece que no pudo resistir durante mucho tiempo la presión del clero de Amón y de los otros dioses, y restauraron los cultos tradicionales, abandonaron Amarna y cambiaron sus nombres, respectivamente por los de Tutankamón y Anjesenamón. La herejía amarniense había llegado a su final, aunque el peculiar arte de Amarna persistió aún unos años más, como muestran algunas de las representaciones encontradas en la tumba más famosa del antiguo Egipto.

Todas las fotografías, salvo que se indique lo contrario, están tomadas de wikipedia.
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