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JOSÉ VILCHES. Cardenal Cisneros (1864), detalle Alcalá de Henares, Madrid |
Durante
el reinado de los Reyes Católicos asistimos a la transición del mundo medieval
al moderno, el Renacimiento da sus primeros pasos en España. Las biografías más
recientes destacan la importancia de la labor cultural y de mecenazgo
desarrollada personalmente por Isabel, mucho más interesada en estos asuntos
que Fernando de Aragón. El afán de la reina por la cultura empezó a gestarse
probablemente a partir del año 1461 cuando contaba poco más de diez años,
momento en que su hermanastro el rey Enrique IV ordena que abandone la compañía
de su madre Isabel de Portugal, recluida por su enfermedad en Arévalo, y se
traslade a la corte en Segovia. Fue allí donde empezó a familiarizarse con los
gustos musicales y literarios, donde tuvo sus primeros contactos con
intelectuales de prestigio y donde
aprendió a apreciar la bibliofilia y el mecenazgo (SALVADOR, 2008: 221). Movida
por ese espíritu se entregó al estudio del latín, lengua en la que llegó a
desenvolverse con gran soltura y cuyo estudio impulsó, incluyéndolo en la
educación y formación de sus propios hijos, de la nobleza y de los que habían
de ocuparse de los asuntos administrativos. Además del latín, dominaba desde su
infancia el portugués, lengua materna de su madre, y con mucha probabilidad
también entendía y hablaba el catalán y el francés (SALVADOR, 2008:211). En
todas estas lenguas, y en alguna más, estaban escritos muchos de los volúmenes
de la excelente biblioteca que reunió. Aunque la mayoría de estos libros eran
obras religiosas, biblias, libros de horas, salterios y libros de filosofía, la
reina parece que disfrutaba particularmente de la lectura de novelas
sentimentales y de caballería, de modo que en aquella biblioteca alternaban
tanto escritores clásicos como Virgilio, Séneca o Tito Livio, con otros más
modernos, como los autores de las exitosas Tirant
lo Blanc (1490) o La cárcel de amor
(1492). Incluso había sitio para obras de carácter erótico como el Decamerón de Boccaccio o el Libro del Buen Amor del Arcipreste de
Hita, y es que Isabel, a pesar de ser una persona decorosa, «era también
bastante apasionada»
(KISS, 1998:247).
La
afición de los Reyes por la música también es destacada por los cronistas de la
época. Su corte se convirtió en un importante foco de actividad musical que
atrajo a numerosos instrumentistas, cantores y compositores, españoles la
mayoría de ellos. Ambos mantuvieron las capillas musicales que heredaron de sus
padres para servicio de la corte en distintas ceremonias. La reina se preocupó
de transmitir a sus hijos una educación musical y puso al servicio del príncipe
Juan a uno de los músicos más destacados de su tiempo, Juan de Anchieta. Además, entre los bienes de la reina se
encontraban diferentes instrumentos musicales como arpas, vihuelas, laudes, órganos
de Flandes, chirimías y flautas. Escuchaba tanto música sacra como profana, de
esta última parece que le gustaban especialmente los romances.
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Antonio de Nebrija impartiendo una clase de Gramática en presencia de D. Juan de Zúñiga. Introductiones Latinae, Biblioteca Nac., Madrid |
Los
ideales cultos y renacentistas se desplegaron por la corte de Isabel y Fernando gracias a la protección
que la reina brindó a humanistas de la talla de Lucio Marineo Sículo, los
hermanos Antonio y Alejandro Geraldino y, especialmente, el milanés Pedro
Mártir de Anglería. Como ávida lectora impulsó también de manera decidida la
imprenta, que había llegado a los dominios castellanos y aragoneses en 1472,
poco antes de iniciarse su reinado.
La
vieja Universidad de Salamanca empieza a
volverse permeable a las nuevas corrientes culturales y alcanza ahora sus cotas
de mayor prestigio en Europa. Se fundaron otras como las de Valencia y Alcalá
de Henares. Cisneros, el confesor y consejero de la reina auspició la
publicación de la Biblia Políglota
Complutense, que incluía los textos bíblicos en sus lenguas originales,
hebreo, griego y arameo, además del latín y Antonio de Nebrija publicó la Gramática Antonii Nebrissensis (1492),
no sólo la primera gramática castellana sino también la primera dedicada a
estudiar las reglas de una lengua romance.
En
cuanto al arte, la reina también llegó a reunir una importante cantidad de
obras de arte, entre ellas un número de pinturas muy elevado que Pedro de
Madrazo, al finalizar el siglo XIX, situaba exactamente en cuatrocientos
sesenta cuadros, y que posteriormente, a mediados del pasado siglo, Sánchez
Cantón rebajó hasta doscientas veinticinco obras. Más recientemente, Zalama
(2008: 63) ha venido a concluir que no es posible determinar exactamente el
número de estos cuadros, que superaría ampliamente el que creyó Sánchez Cantón,
aunque sin llegar tampoco a la cifra de Madrazo. La cuestión que debaten los
historiadores es, no obstante, si este número de cuadros que la reina atesoró
permite considerarla o no como una coleccionista de arte. Durante mucho tiempo la mayoría de ellos se
inclinaban por lo primero, sin embargo, algunas revisiones historiográficas más
recientes tienden a opinar lo contrario. Los que defienden esta postura, como
Zalama, argumentan que acumular pinturas en sí mismo no implica necesariamente
una colección. Para considerarla como tal, en el sentido moderno de la palabra,
se requieren al menos dos condiciones: un criterio a la hora de elegir las
obras e interés por la pintura, y ninguna de ellas, concluye Zalama, parecen
darse en el caso de la reina Católica. Lo primero porque no «tenemos
noticia alguna de compras de cuadros» (ZALAMA, 2008: 48) entre la
abundante documentación de la reina y, lo segundo, que fueron muy pocos los que mostraron
interés por hacerse con estas pinturas a la muerte de Isabel, pese a la
indudable calidad de muchas de las pinturas, y «si verdaderamente se trataba de
una manifestación artística reconocida, los lienzos y las tablas deberían haber
gozado de una considerable atención cuando se pusieron a la venta, si bien la
realidad fue otra» (ZALAMA, 2008: 49). Sin embargo, como admite el propio
Zalama, «hay una clara contradicción entre los elevados emolumentos de estos
pintores y la escasa estima hacia su obra» (ZALAMA: 2008, 53), por lo que la
cuestión aún no parece resuelta.
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HANS MEMLING. Descendimiento de la Cruz (h. 1475) Capilla Real, Granada
La obra forma parte del legado personal de la reina
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En cualquier caso, que la sociedad
española de comienzos del Quinientos mostrase poco interés en la pintura no
significa necesariamente que la reina personalmente no lo tuviese; un interés
compartido con otro tipo de creaciones artísticas más apreciada en la época,
como los tapices y los libros miniados, que vendría a sumarse a su ya comentada
afición por los libros y a la música. Entre sus pinturas predominaban las de
asunto religioso, aunque también las había profanas y, un gran número de
retratos. En este sentido parece que Isabel estuvo atenta a las corrientes de
su tiempo, especialmente «a lo que ocurría en los grandes focos artísticos de
Flandes e Italia, con marcada predilección por los neerlandeses» (PITA ANDRADE,
2005: 245), pero también por lo que se hacía en los propios reinos de Castilla
y Aragón. Sus numerosos viajes a lo largo de sus dominios con seguridad le
permitieron apreciar las obras de los autores más importantes de su tiempo,
como Bartolomé Bermejo y Pedro Berruguete.
Además de la pintura, el patrocinio de
la reina se extendió también a la arquitectura con destacados encargos a Juan
Guas, el más importante la iglesia de San Juan de los Reyes, en Toledo; y a Enrique
Egas, que intervino en la construcción del Hospital Real de Santiago y en el de
Granada, así como también en la Capilla Real de esta última ciudad. Son obras
que se mueven entre el gótico flamígero y el mudejarismo. Entre los escultores
también trabajaron para los reyes Gil de Siloé, en los sepulcros de sus padres
y su hermano en la Cartuja de Miraflores, y Martín Vázquez de Arce y Rodrigo
Alemán en los bajorrelieves que narran la conquista de Granada.
De sus gustos y aficiones cabe
considerar que Isabel fue una mujer muy culta para su época y atenta a las
novedades, capaz de hacer brillar la corte de los Reyes Católicos al mismo o
superior nivel que las de otros estados europeos, «y estamos pensando, por
ejemplo, en la de Alfonso V el Magnánimo, de Nápoles» (FERNÁNDEZ, 2001: 53). Este
apoyo, sin embargo, no puede pensarse que fuera meramente altruista o lúdico,
sino que la reina, al mismo tiempo, era plenamente consciente del efecto
propagandístico de estas manifestaciones para transmitir aquello que era de su
interés, del mismo modo que los autores y artistas sabían del prestigio
personal que conllevaba unir su nombre al de la soberana.
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ENRIQUE EGAS. Patio de San Juan, Hospital Reyes Católicos. Santiago de Compostela |
Teniendo en cuenta el gran desarrollo que
alcanzó el género del retrato en Flandes a lo largo del siglo XV gracias a los
trabajos de grandes maestros como Jan Van Eyck, Petrus Christus, Dirk Bouts o
Hans Memling, entre otros, y la predilección que la reina sentía por la pintura
flamenca no puede sorprender que para un
encargo de esta magnitud, como era el caso de los retratos de sus hijos y con la finalidad de negociar sus
matrimonios, la reina los eligiese de aquella procedencia, como Juan de Flandes
y Michel Sittow, porque aunque este último era letón de nacimiento, su
formación artística la hizo en Brujas.
(continuará)