sábado, 22 de octubre de 2011

El templo de Ramsés II en Abu-Simbel

Fachada del Templo de Ramsés II, Abu-Simbel. Imperio Nuevo, XIX Dinastía


Ramsés II, nieto de Ramsés I  e hijo de Seti I,  fue el tercer faraón de la Dinastía XIX, del Imperio Nuevo. Protagonizó uno de los reinados más longevos de la historia del antiguo Egipto, nada menos que sesenta y seis años, pero también uno de los más importantes, ya que los historiadores suelen coincidir en señalar que bajo su gobierno, Egipto alcanzó una de los períodos de mayor esplendor económico, cultural y político. Hábil propagandista de sus propias gestas, utilizó el arte, y la arquitectura en particular, como modo de perpetuar su nombre para las generaciones venideras, y levantó numerosos edificios por todo Egipto, y de manera particular en la región de Nubia, donde prácticamente no hay ciudad donde no hiciera erigir un monumento.

Allí, en la frontera sur de Egipto, en el reino de Kuhs, como ellos llamaron a Nubia, Ramsés II mandó construir hasta seis templos excavados total o parcialmente en las rocas de los estrechos acantilados por los que discurría el Nilo por aquellos parajes. De todos ellos, los más impresionantes, sin duda son los dos speos de Abu-Simbel (que significa "el padre de la espiga").  El más pequeño está dedicado en honor de su primera gran esposa real, Nefertari, "por la que brilla el Sol", muerta en el año 26 del reinado de Ramsés II. El mayor, en cambio, está dedicado al propio monarca Ramsés II divinizado y a los dioses Ra, Ptah y Amón.

 Detalle de la fachada del templo de Ramsés II, Abu-Simbel


La edificación del templo se llevó a cabo entre los años 1284 aC y 1264 aC. Veinte años bastaron para levantar una construcción de carácter colosal. La imponente entrada tiene una altura de 30 metros y una anchura de 35. En ella destacan las cuatro imponentes estatuas sedentes del propio faraón, que mide cada una de ellas 21 metros. Abandonado ya el efímero naturalismo del período amarniense, durante la XIX Dinastía se vuelve a los cánones tradicionales de la escultura egipcia, y el faraón es representado como un hombre fuerte, joven y bello.

Entre las piernas de estos cuatro colosos, se disponen otras figuras de menor tamaño, y que se han identificado con miembros de la familia de Ramsés II: su esposa, la reina Nefertari; su madre, la reina Tuya;  dos de sus hijos, los príncipes Amenhirkhopshef y Ramsés; y cinco de sus hijas, las princesas Bentanta, Nebettanuy, Esenofre, Beketmut y Meryatanum. Una mínima representación de su extensa progenie, ya que tuvo al menos 152 hijos de sus muchas esposas y concubinas.

Detalle de la reina Nefertari a los pies de uno de los colosos de Ramsés II, Abu-Simbel.


Sobre la entrada al templo, puede verse un nicho que aloja una representación de Ra con cabeza de halcón. Y más arriba, en la cornisa que remata la fachada, están labradas sobre la roca las figuras de unos mandriles, que se considera que con sus gritos saludaban al sol cada mañana.

En el interior, excavado en la roca, nos encontramos con una imponente sala hipóstila, sostenida por pilares con la representación del dios de los muertos, Osiris, caracterizado con los rasgos físicos del propio Ramsés II, y que alcanzan los diez metros de altura. Sobre muros y paredes numerosas representaciones en relieves y pinturas donde se narran diferentes episodios de la vida del monarca, como la famosa batalla de Qadesh contra los hititas. Tras ella se abre una segunda hipóstila, de menor tamaño y altura que la anterior, decorada igualmente con pinturas y relieves. Y al fondo el sancta sanctorum o santuario donde estaban colocadas las imágenes de los dioses a los que estaba consagrado el templo, incluido el propio faraón.

Una de las grandes curiosidades del templo, y que viene a corroborar la precisión con que los egipcios hacían sus mediciones y observaciones astronómicas, es que dos veces al año, los días 21 de octubre y 21 de febrero (sesenta y un día antes y sesenta y un día después del solsticio de invierno), los rayos del sol atravesaban la oscuridad del templo para posarse e iluminar los rostros de las estatuas de los dioses situados al fondo del mismo. Una precisión que no fueron capaces de conseguir, con todos los avances y conocimientos de nuestros tiempos, los técnicos que realizaron la recolocación del templo en 1968, por lo que actualmente el fenómeno se produce con un día de antelación en cada caso, a lo que lo ha hecho durante siglos.

Para Christine Desroches la relación de los templos de Abu-Simbel ,y los demás de la región de Nubia, con el Nilo, no ofrecen ninguna duda. Tanto la orientación precisa de los mismos, como los ritos que allí se celebraban, y el lugar en el que se enclavaban, muy lejos del "corazón" de Egipto, por donde entraba el río en el país, tenían como función garantizar la feliz llegada de Hapi (la Inundación) que a su paso depositaba el limo sobre las tierras fertilizándolas y posibilitando la propia existencia de Egipto.

Y es que Abu-Simbel no sólo es una extraordinaria obra de creación artística, sino también un prodigio de ingeniería y de los conocimientos geológicos a los que llegaron los egipcios, y que nos obligan a hacernos algunas preguntas que nos ayudan a comprender la magnitud de la obra:
"¿Como supieron, pues, en la forma en que se puede saber ahora, que había poca o ninguna distorsión en aquellos lechos de piedra arenisca? ¿Cómo determinaron que el interior del monte podía alojar arquitectónicamente al gran templo que se proponían excavar en él? ¿Cómo pudieron quedar satisfechos de que la consistencia de la piedra arenisca permitiría en ella el tallado de los colosos y los bajorrelieves? 
¿Cuánto sabían de la química de los minerales, y cómo sabían que los granos elementales de arena estaban unidos por un cemento de óxido de hierro que da a la piedra la variedad de colorido que tiene, haciéndola pasar por todos los matices, del rosa al malva oscuro? ¿Qué sabían de la porosidad de la roca y del alto poder disolvente del agua del Nilo? Y si no sabían nada de esto, ¿cómo sabían del depósito de agua existente bajo la montaña que, cuando las rocas estaban expuestas al calor, subiría empujado por la acción de la capilaridad, «bombeo» que significaría la disolución de los minerales existentes en aquéllas, una reacción química y la precipitación de sales, todo lo cual bastaba para alterar las características de la piedra?
La inmortalidad tallada de su faraón dependería de la durabilidad de las rocas que descubrieran. ¿Cuánto sabían del desgaste causado por los agentes atmosféricos? ¿Cómo determinaron, por la evidencia externa, que la roca del interior del monte se prestaría a la ingeniería estructural de un templo tan ambicioso en sus características como seguramente lo exigiría Ramsés? De decisiones como ésas no sólo dependía la reputación de esos antiguos geólogos e ingenieros, sino, como es fácil imaginar, su vida misma[...]
Para crear los templos y las estatuas utilizaron con ventaja la presencia de bancos resistentes de piedra arenisca, que alternaron con otros más blandos. Las capas más compactas se eligieron para los techos de los templos y para las habitaciones interiores o para soportar el peso, bien grande por cierto de las estatuas sedentes. También se sacó el mayor partido posible de las fisuras de las rocas: las fachadas de los dos templos tienen líneas paralelas a las grietas mayores de la piedra"
RITCHIE CALDER, Los asombrosos ingenieros de hace tres mil años. Un reto a la técnica moderna. Publicado en El Correo de la UNESCO (Octubre, 1961)


 DAVID ROBERTS. Vista del templo de Abu-Simbel (1838)


Durante muchos siglos el templo de Ramsés II permaneció olvidado y semienterrado por las arenas del desierto. En 1813, el famoso explorador suizo Johann Ludwig Burckhardt, el mismo que descubrió las ruinas de Petra un año antes, hizo un viaje por Egipto y llegó hasta Nubia. De aquel viaje dejó Travel in Nubia, un magnífico relato de un territorio que empezaba a abrirse otra vez al mundo occidental. Durante el mismo, Burckhardt redescubrió Abu-Simbel, aunque era tal la acumulación de arena que había sobre las estatuas que sólo alcanzó a intuir la grandiosidad del monumento. Traduzco torpemente sus palabras desde una edición inglesa de su obra:

"Suponiendo haber visto todas las antigüedades de Abu-Simbel, estaba a punto de ascender la cara arenosa de la montaña por el mismo camino que había descendido; cuando afortunadamente al girar hacia el sur, me di cuenta que aún eran visibles cuatro colosales estatuas labradas sobre la roca, a una distancia de aproximadamente doscientas yardas del templo; están en un hueco profundo, excavado en la montaña; pero es muy de lamentar que ahora están casi enteramente enterradas bajo las arenas que arrastran hasta allí los torrentes. Toda la cabeza, y parte del pecho y los brazos de una de las estatuas están todavía por encima de la superficie; de la siguiente apenas ninguna parte es visible, la cabeza está rota y el cuerpo cubierto de arena hasta por encima de los hombros; de las otras dos, sólo sobresalen los gorros. Es díficil determinar si estas estatuas están sentadas o de pie; sus espaldas se adhieren a una porción de roca que sobresale del cuerpo principal, y que quizá representa una parte de una silla, o quizá sea tan sólo una columna de apoyo. [..]

La cabeza que está sobre la superficie es muy expresiva, posee un rostro joven que se acerca más a la belleza griega que la de cualquier otra figura del antiguo Egipto que yo haya visto; incluso, si no fuera por la estrecha barba rectangular bien podría pasar por una cabeza de Palas [...]. Sobre el muro, en el centro de las cuatro estatuas, hay una figura de Osiris con cabeza de halcón, coronada por un globo, debajo del cual sospecho que si se retirara la arena se descubriría la entrada de un gran templo, al cual las figuras colosales probablemente sirven de ornamento, del mismo modo que las seis pertenecientes al vecino templo de Isis. La presencia de la figura con cabeza de halcón también me hizo pensar que se trataba de un templo dedicado a Osiris. La parte plana de la roca que está tras las figuras colosales, está recubierta de jeroglíficos; y en la parte superior una hilera de más de veinte figuras sentadas, cortadas sobre la roca como las demás, pero tan desfiguradas, que desde abajo no podía distinguir qué significaban".

Aunque Burckhardt se equivocaba al creer que el templo de Abu-Simbel estaba dedicado a Osiris, no lo hacía al imaginar la grandiosidad que se ocultaba sepultada bajo las arenas del desierto, aunque habría que esperar aún cuatro años para conocerla. La noticia del viaje de Burckhardt y de sus descubrimientos, pronto empezó a circular entre exploradores, arquéologos y aventureros que recorrían Egipto en busca de tesoros y antigüedades. Entre ellos se encontraba Giovanni Belzoni, un forzudo italiano nacido en Padua que en los primeros años del siglo XIX se ganaba la vida en Inglaterra en exhibiciones de fuerza por circos y ferias. Allí, entre exhibición y exhibición, parece que estudió algo de ingeniería. De Inglaterra pasó a Egipto, al parecer con la intención de hacerse rico con una rueda hidráulica que multiplicaría por cuatro el rendimiento de las que allí se usaban. El invento, sin embargo, no funcionó como él esperaba y quedó atrapado en Egipto. Fue entonces cuando decidió dedicarse a la "arqueología" como medio de supervivencia, al punto que, un siglo más tarde, Howard Carter, el descubridor de la tumba de Tutankamón, no dudó en calificarle como "el hombre más notable de toda la historia de la egiptología".


Dibujo del templo de Abu-Simbel sepultado bajo la arena del desierto, realizado por el propio G. Belzoni.


Desde el primer momento que oyó a su amigo Burckhardt contar su descubrimiento, Belzoni se propuso desenterrar el templo. Lo intentó una primera vez, y logró desenterrar unos ocho metros de fachada y dejar al descubierto por entero una de las estatuas colosales de Ramsés II, sin embargo, la falta de medios económicos y la dificultad de la empresa le hicieron interrumpir el trabajo. Meses más tarde regresó al lugar y, finalmente, en agosto de 1817 logró franquear la entrada al templo de Abu-Simbel, convirtiéndose en el primer hombre que lo hacía desde hacía muchos siglos. El mismo describe en su diario cómo se desarrollaron los acontecimientos, y de nuevo traduzco libremente desde el inglés:

"La arena, arrastrada por el viento proveniente del Norte, se amontonaba contra la roca y, poco a poco, se había extendido a lo largo de la fachada hasta enterrar tres cuartas partes de la entrada. De este modo, la primera vez que me acerqué al templo perdí la esperanza de liberar la entrada, ya que parecía totalmente iimposible alcanzar la puerta [...]. La arena resbalaba de un lado a otro de la fachada y no tenía sentido tratar de abrir un acceso directo a la entrada. Por tanto, era necesario excavar en la dirección opuesta para que la arena cayese más allá de la fachada [...]. La mañana del primero de agosto fuimos muy temprano al templo, entusiasmados por la idea de entrar por fin en las cámaras subterráneas que habíamos descubierto [...]. Entramos en el pasaje que habíamos abierto y tuvimos el placer de ser los primeros en descender a la cámara más grande y hermosa de Nubia, y examinar un monumento comparable al más bello de Egipto [...]. Al principio, estábamos sorprendidos por la inmensidad del lugar; encontramos magníficas antigüedades, pinturas, esculturas y estatuas enormes".

Algunos años después, el pintor escocés David Roberts, recogió en sus litografías sobre Egipto algunas vistas del templo de Abu-Simbel donde se aprecia la entrada practicada veinte años antes por Belzoni.

Pero las amenazas para Abu-Simbel no terminaron con su liberación de las arenas doradas del desierto, las próximas habrían de provenir de las aguas que durante siglos circularon mansamente ante él, pero de eso hablaremos otro día.

Todas las fotografías que ilustran este artículo están tomadas de wikipedia.

domingo, 2 de octubre de 2011

La iglesia jesuítica de San José, en Lekeitio

Iglesia de San José, Lekeitio (1708-1740). Fachada principal


En el ir y venir propios del verano, he disfrutado de unos días con la compañía de unos amigos entrañables en la hermosa ría de Urdaibai, un triángulo mágico, reserva de la biosfera, cuyos vértices lo componen Bermeo, Guernica y Elantxobe. Fuera de los límites del mismo, pero muy próximo a él, se encuentra la villa de Lekeitio, destino de uno de nuestros paseos.

Al asomarse al puerto de Lekeitio, poblado de embarcaciones de recreo, se aprecia con claridad cómo el turismo se ha convertido en uno de los motores económicos de la población, en detrimento de otros más tradicionales como la pesca, como recuerdan las escasas embarcaciones destinadas a ese uso que comparten el espacio con las primeras.

En el paseo por la ciudad, mis pasos me conducen hacia la iglesia de San José, construída por encargo de la Compañía de Jesús, y cuya fábrica se atiene con bastante fidelidad al modelo de iglesia que la Orden difundió siguiendo el planteado por Vignola en la iglesia del Gesú, en Roma, aunque con unas dimensiones y un interior mucho más austero en la iglesia vizcaína que en la romana.

La presencia de los jesuítas en la villa se remonta a los primeros años del siglo XVIII, cuando Joseph de Mendiola y su esposa María Pérez de Bengolea donan a la Compañía de Jesús los terrenos que ocupaba su residencia, el desaparecido Palacio Mendiola, obra de Lucas de Longa, y otros colindantes al mismo, para la construcción de un colegio y una iglesia.

  

 Iglesia de San José, Lekeitio (1708-1840). Interior

No está claro, sin embargo, quien fue el arquitecto responsable de su construcción. Jaione Velilla Iriondo, aventura la posibilidad que la traza inicial del proyecto fuese obra del mencionado Lucas de Longa, basándose para ello en la amistad que le unía con la familia Mendiola y la gran similitud que encuentra en algunas soluciones arquitectónicas entre esta iglesia y las que Longa empleó en la iglesia del Convento de Santa Clara, de Azkoitia, y en la parroquia de Elgóibar. Ninguna otra prueba parece encontrar, sin embargo, para respaldar esa autoría. Barrio y Madariaga, por su parte, señalan a Martín de Zaldúa, uno de los maestros de Loyola, que hacia 1720 estaba en Lekeitio trabajando en la iglesia de San José, y apuntan la posibilidad que el mismo fuese el responsable de la traza inicial, aunque esta es anterior, ya que las obras comenzaron en 1708. La documentación que se conserva corrobora la intervención en ella de otros maestros de Loyola como Joseph Yturbe, Joseph de Lecuona e Ignacio de Ibero.

En el interior, San José mantiene la disposición habitual de las iglesias jesuíticas, con planta de cruz latina, cabecera recta, una única nave dividida en tres tramos y capillas poco profundas entre contrafuertes. El crucero es semejante en altura y profundidad a las capillas, aunque de mayor longitud. En altura, una tribuna recorre el perímetro de la iglesia.

La cubierta de la nave es una bóveda de cañón con tramos separados por arcos fajones, y en el crucero una cúpula semiesférica que descansa sobre pechinas. La luminosidad del templo y la ausencia de decoración, permiten apreciar la pureza arquitectónica de sus líneas, como escribe Velilla Iriondo.


Iglesia de San José, Lekeitio (1708-1740). Fachada principal, detalle de la puerta

La austeridad del interior encuentra su prolongación en la propia fachada. La escasa ornamentación se concentra en la puerta y en los escudos de las familias Mendiola y Bengolea, que flanquean el propio escudo real.

La fachada se articula en dos cuerpos superpuestos. El principal está configurado por un gran rectángulo enmarcado por pilastras toscanas de orden gigante muy planas, y rematado por un entablamento. En el segundo cuerpo, de menor altura y anchura, se abren tres arcadas. Las laterales acogen el cuerpo de campanas, mientras que la central, actualmente cegada, la ocupa el reloj.

El conjunto se remata con un frontón triangular, con dos jarrones en sus extremos, similares a los que se asientan sobre el primer cuerpo y que marcan la verticalidad del edificio.

Como es sabido, la obediencia de la Compañía de Jesús al Papa, por encima de la que debían a los monarcas, terminaría con la expulsión de los jesuítas de diferentes reinos europeos. En España, el problema se agravó con la sospecha de su participación en el motín de Esquilache, y la orden de expulsión se cursó a través de la Pragmática Sanción de 1767 dictada por Carlos III. La iglesia de San José, de Lekeitio, siguió el mismo destino que el resto de bienes de la orden, fue incautada por la Corona y pasó a ser administrada por una Junta de Temporalidades.

Durante la Guerra de la Independencia la iglesia sirvió de acuartelamiento de las tropas napoleónicas y padeció numerosos daños de los que no se recuperaría hasta bien entrado el siglo XIX, cuando José Javier de Uribarren adquiere el solar de la casa colegio de los jesuítas y emprende la restauración de la iglesia.

B. BARAMENDI, S. BASTERRA, V. LARREA y A. AREIZAGA. Mausoleo de José Javier Uribarren y  Jesusa Aguirrebengoa (1886). Iglesia de San José, Lekeitio.


Uribarren es uno de los vecinos más prominentes de la villa de Lekeitio en el siglo XIX. Emigrado a México, retorna con una gran fortuna a Europa en 1824, y dos años después le vemos instalado en Burdeos y París, donde se dedica a los negocios y a la banca con gran éxito. Es uno de los grandes benefactores de su villa natal, tanto en vida como a su muerte, ya que dejó parte de su gran fortuna para diferentes obras que mejoraron Lekeitio: ampliación del cementerio, construcción del muelle de Lazunarri, traída de las aguas, establecimiento de una Escuela de Náutica, escuelas de niños, niñas y adultos en escuelas nocturnas y dominicales, etc.

Sus restos mortales y los de su esposa descansan en el mausoleo que el ayuntamiento le dedicó en uno de los brazos del crucero de la iglesia de San José. El conjunto fue obra del taller bilbaíno de Bernabé Garamendi y Serafín Basterra, y constituye una buena muestra del naturalismo escultórico del siglo XIX. Las figuras yacentes de los esposos descansan una junto a la otra bajo la figura de un ángel que porta sendas coronas de flores. A un lado del sepulcro la figura de un anciano y al otro la de una niña, sendas representaciones del dolor de las gentes que fueron más favorecidas por la filantropía del matrimonio.
"El conjunto es de lo más singular del momento pues en él se revive un eclecticismo no exento de calidad. Por un lado está el idealismo amanerado del ángel que aguarda en lo alto con las dos coronas. Por otro, el realismo de las filigranas en los ropajes y la cuidada fisonomía de los yacentes obtenida por medio de fotografías. Pero hay que destacar muy especialmente el naturalismo conmovido de las figuras compungidas de ambos lados, que están como sacadas de la percepción de modelos vivos. Una composición asimétrica, en la que reviste de dignidad a ricos y pobres, mayores y niños. Se trata, en definitiva, de una pieza que no sólo concita el sentido religioso, sino que relaciona los individuos menos favorecidos con las clases más pudientes"

Si os ha interesado el tema, podeis conocer más detalles en los trabajos citados de Joane Velilla Iriondo, Gonzalo Duo y Xabier Sáenz de Gorbea.
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