sábado, 13 de enero de 2018

EL GRECO, "Cristo en la Cruz entre donantes" (1580)

EL GRECO. Cristo en la cruz entre donantes (1580). Museo del Louvre, París
Fotografía: 
http://www.louvre.fr

La Crucifixión que pintó El Greco para una de las capillas del Convento de las Jerónimas, en Toledo, y que hoy se muestra en el Louvre, es una muestra elocuente de la originalidad del pintor cretense a la hora de abordar los temas religiosos. Al pie de la cruz, en lugar de la habitual representación de la Virgen y San Juan, El Greco coloca el retrato de dos personajes contemporáneos suyos, uno de ellos es un religioso que se ha querido identificar como Diego Melgar, la persona que encargó la pintura; el otro, un caballero vestido con traje oscuro, no ha podido identificarse. Tampoco hay paisaje, por lo que prácticamente toda la atención se concentra en la imagen del crucificado entre los dramáticos nubarrones que acompañan muchas de sus composiciones.

La dramática escena, y la peculiar manera de abordarla que tiene El Greco no pasaron inadvertidas para el escritor Ramón J. Sender, que se deshace en elogios sobre este prodigio de tela en un magistral análisis:

"... el Greco ofrece el más elocuente y expresivo de todos los cristos [sic] de la pintura española. Es un cristo dramático y teatral (sin profundidad) como lo es la iglesia española. Es formalista y decorativo, retórico y falso, pero de una inmensa gravedad.

Distinción y eminencia. Parece la última versión presencial y esencial de todos los millares de sermones de Semana Santa dichos en los púlpitos de todas las catedrales españolas desde antes de la invasión sarracena.

Naturalmente, todos esos defectos religiosos se funden y transforman en la mente del Greco para darnos otra de sus obras maestras. Se ha dicho que si suprimimos de la iglesia española el incienso, los cánticos, las casullas, el aparato exterior, las campanas y los estandartes no quedaría nada. Las mismas catedrales podrían pasar a ser gloriosos museos históricos, sin alusiones religiosas. Tal vez es verdad, pero ese cristo del Greco bastaría para producir la fascinación religiosa de la que hablamos. 

Como en sus obras anteriores, y en las que han de seguir, las figuras del cuadro son flotantes. El atlético cuerpo de Jesús no pesa ni cuelga en la cruz. Hay sólo un esbozo de gravidez en la rodilla doblada, pero es más una sugestión de danza que de tragedia. El rostro de Jesús ha conservado, por otra parte, su serenidad sobrenatural y es el de un hombre puro que espera ver a Dios. El fondo es el más borrascoso de todas las crucifixiones conocidas y su dramatismo es eficaz y nos impresiona, al margen del tema religioso y de la cruz. Las dos figuras orantes al pie de la cruz son de un convencionalismo realista, típicamente español y castellano. Ni el cura ni el letrado son hombres de fe religiosa, sino de devoción ritualística y formal. Son, en fin, católicos a quienes les basta obedecer a la iglesia y percibir sus diezmos.

En conjunto, la pintura del Greco nos da, en este Cristo, sólo diferentes gamas, muy atenuadas, de un mismo tono: gradaciones del negro-rojo. Blanco, gris y negro que es la combinación más grave y atrevida relacionadas con distintas insinuaciones de siena (dependiente del rojo y del negro). Viéndolo bien, son los tonos ascéticos de Castilla que parecen escandalizarse con las hidrogenizadas puestas de sol.

DIEGO RODRÍGUEZ DE SILVA Y VELÁZQUEZ. Cristo crucifcado (h. 1632)
Museo del Prado, Madrid. Fotografía: www.museodelprado.es

Una vez más se sorprende uno al comprobar que el Greco no recurre al misterio como Velázquez, cubriendo la cara de Jesús con la cabellera. No quiere que haya otro misterio que el que se produzca con la materialidad del ver, es decir, en los efectos de los rayos luminosos como tales rayos en las retinas nuestras y en el fondo de nuestro cerebro. No quiere que nos apiademos de Jesús ni que sintamos coros de ángeles cantando detrás de su cabellera. No quiere "ideas" religiosas ni profanas. Quiere fascinarnos.

[...] En los objetos religiosos del Greco no hay nunca valores al margen de lo plástico y colorista. Hay, por decirlo simple y llanamente, poesía visual. Los modelos no son venerables en sí y lo que resulta venerable o más bien alucinante es, en el lienzo, la pintura.

Mirando las pinturas del Greco, un joven de imaginación querrá ser pintor, pero nunca fraile. En el Cristo, máxima prueba y tentación, este curioso hecho se repite una vez más y yo diría de un modo más ostensible que nunca. Ante Jesús clavado en la cruz parece imposible que el hombre pueda reprimir una reacción de piedad religiosa. El Greco nos demuestra que si es imposible reprimirla, es muy posible dejarla aflorar en nuestra sensibilidad compensada por la todopoderosa acción de la belleza". 

RAMÓN J. SENDER, Ver o no Ver (Reflexiones sobre la pintura española). Madrid, 1980


jueves, 11 de enero de 2018

HENDRIK FRANS VERBRUGGEN,."Púlpito de la Catedral de San Miguel y Santa Gúdula", Bruselas


HENDRIK FRANS VERBRUGGEN. Púlpito Catedral de San Miguel y Santa Gúdula (1695-1699), Bruselas
Madera de roble y dorado. Altura aprox. 700 cm; ancho aprox. 350 cm; profundidad aprox. 200 cm.

Hendrik Frans Verbruggen fue un escultor barroco que dejó su huella en la decoración de diferentes templos, sobre todo en Amberes, la ciudad que le vio nacer el 30 de abril de 1654 y en la que murió el 12 de diciembre de 1724. Era hijo del escultor Peter Verbruggen el Viejo, con quien empezó a formarse junto a su hermano mayor Peter. En sus obras se percibe el conocimiento de la escultura de Bernini, por lo que se cree que pudieron viajar juntos a Italia para conocer la obra de los grandes maestros, aunque este viaje no está documentado. En sus inicios trabajó también con el iluminador de libros Jan Ruyselinck, antes de dedicarse por entero a la escultura. Sus altas cualidades artísticas pronto llamaron la atención, por lo que sus trabajos se pueden encontrar repartidos en diferentes ciudades flamencas, como Duffel, Brujas, Malinas, Lovaina o Bruselas.

Lo más destacable de su producción es la construcción de altares y púlpitos, un campo al que la historia del arte no siempre ha prestado la atención que merece, y que en la región de Flandes dejó un puñado de obras excepcionales. De todos ellas, por su configuración y monumentalidad destaca el púlpito que encargaron los jesuitas de Lovaina para la iglesia de San Miguel, en el que nos dejó una espléndida muestra de la exuberancia del barroco en Flandes. Tras la supresión de la Compañía de Jesús, en 1773, como es bien conocido,  la emperatriz María Teresa se incautó de sus propiedades en el Imperio y ordenó trasladar el púlpito a la Catedral de Santa Gúdula, en Bruselas, donde llegó en 1776 y donde aún puede verse hoy.

En esta obra se aprecian las influencias de Bernini y sus cualidades como escultor, entre las que sobresalen el sentido táctil de sus figuras, el tratamiento de las texturas y los ropajes y, especialmente, el virtuoso trabajo con los materiales, bien sea mármol o madera, como en este caso. Se concibe todo él como una escultura, enmascarando las formas constructivas bajo la densa decoración.

HENDRIK FRANS VERBRUGGEN. Púlpito Catedral de San Miguel y Santa Gúdula (1695-1699), Bruselas
Escena de la Expulsión del Paraíso
En plena expansión de la reforma católica, se esperaba que el arte no sólo educara a los fieles, sino que también los alentara en la fe. Ambos propósitos se muestran en el púlpito de Bruselas. Verbruggen escenifica un programa iconográfico, en el que se unen el Viejo y el Nuevo Testamento en la redención histórico-sagrada. La tribuna del púlpito está soportada por un poderoso tronco de árbol cuyas ramas sobresalen por encima de él. Es el árbol de la ciencia del bien y del mal, cargado de frutos y de animales simbólicos. Así puede verse el pavo real, por cuya exótica belleza se consideraba que vivía en el paraíso terrenal, pero que se identifica también con la soberbia; el mono, una representación habitual en la iconografía cristiana de los vicios del hombre, en particular de los pecados capitales como la lujuria, la avaricia y la vanidad; el avestruz,  uno de cuyos significados lo consideraba ceremonialmente impuro, es decir, un símbolo apropiado del hombre que no quiere acordarse de Dios y, por tanto, de aquellos que se habían endurecido por el pecado; el loro o el papagayo, una iconografía que el cristianismo incorporó en el románico y que, en los bestiarios medievales, se decía que era extremadamente limpia y por tanto, inmune de pecado, por lo que su aparición se hizo frecuente en escenas relacionadas con el Paraíso terrenal.

Delante del árbol, Adán y Eva son expulsados del Paraíso por un ángel que blande una espada. Desviándose iconográficamente del modelo tipológico, les acompaña la figura del esqueleto de la muerte, recordándoles de este modo que ya no eran inmortales. A esta escena se opone la representación de la Virgen María con el Niño Jesús en el tornavoz, donde la Madre de Dios, como nueva Eva y redentora de los hombres, mata a la serpiente. 

"Si con la representación naturalista de la flora y fauna se remite al ámbito de lo terrenal -escribe Uwe Geese-, el tornavoz portado por ángeles se sitúa en la esfera celestial. En el centro se encuentra la tribuna del púlpito en la forma indicada de un globo terrestre no sólo como carga metafórica sobre la espalda de los primeros padres; también como atributo mariano representa al mismo tiempo una unión ideal con la Madre de Dios". 

Nadie que haya visitado la catedral de Bruselas ha podido quedar indiferente ante las soberbias tallas que labró Verbruggen sobre él. No lo hizo Víctor Hugo durante su primera visita a la ciudad en 1837. En aquel momento el escritor tenía 35 años y la publicación de Notre Dame de París (1831), con la desdichada y romántica historia del imposible amor entre la gitana Esmeralda y el jorobado Quasimodo, habían hecho de él un autor muy popular entre los franceses. El hecho de que visitase la capital belga acompañado por su amante Juliette Drouet, no le supuso un inconveniente para escribir una carta a su esposa, Adèle Foucher, fechada en agosto de aquel año, en la que describe la fuerte impresión que le causó la contemplación de la obra de Verbruggen:

HENDRIK FRANS VERBRUGGEN. Púlpito Catedral de  San Miguel y Santa Gúdula (1695-1699), Bruselas
Detalle de la Expulsión del Paraíso


"Se trata de la creación entera -escribe Víctor Hugo-, toda la filosofía, es toda la poesía figurada por un enorme árbol que porta sobre sus ramas un púlpito, un mundo de aves y animales en su follaje, en su base Adán y Eva expulsados por un ángel triste, seguidos de la muerte alegre y separados por la cola de la serpiente; en la cima la cruz, la Verdad, el Niño Jesús y bajo los pies del Niño la cabeza de la serpiente aplastada. Todo este poema está tallado y cincelado completamente en roble de la manera más fuerte, más tierna y más espiritual. El conjunto es prodigiosamente rococó y prodigiosamente hermoso. [...], Este púlpito es uno de los raros puntos de intersección en el arte donde se encuentran lo bello y lo rococó".



sábado, 6 de enero de 2018

ANTONIO SAURA, "Cocktail Party" (1960)

ANTONIO SAURA, Cocktail Party (1960) Museo Arte Abstracto Español, Cuenca

Sobre "Cocktail Party" (1960), de Antonio Saura, escribe Juan Manuel Bonet en 'Catálogo Museo Arte Abstracto Español, Cuenca' lo siguiente:

"Es curioso que, mientras la mayoría de los pintores modernos encuentran en el papel ocasión para una mayor contención cromática o incluso para la eliminación total del color, en el caso de Antonio Saura el papel es precisamente el soporte en el que renuncia más fácilmente a esa contención. En sus lienzos, y en concreto en este museo, tenemos varios ejemplos de ello; el artista suele manejar una gama de colores reducida al máximo. Al negro y al blanco iniciales se les irán sumando, paulatinamente y como con cautela, rojos, grises, algún pardo, algún ocre, algún azul agrisado y sombrío. Sobre el papel, en cambio, el pintor suele permitirse una mayor variedad cromática, y aparecen los amarillos, los verdes, los azules ultramar, los naranjas.

ANTONIO SAURA, Cocktail Party (1960), detalle
Museo Arte Abstracto Español, Cuenca
Al margen de estas cuestiones de color, hay que decir que la obra sobre papel y la obra gráfica de Saura son el espacio por excelencia para el humor. El humor, un ingrediente esencial de la cultura, del arte, de la poesía modernos, es sinónimo, para el artista –como para su exmaestro André Breton– de humor negro. Para Saura, el humor es corrosivo o no es. 

Esa importancia concedida al humor es uno de los rasgos que permiten considerar a Saura como un hermano espiritual de los artistas nórdicos del grupo Cobra, procedentes como él del neosurrealismo de posguerra, creadores como él y sus compañeros de un grupo a imitación de los surgidos en las primeras vanguardias, y protagonistas como él de un planteamiento figurativo de nuevo tipo. 

Los 'Cocktail parties' son precisamente, de toda la obra sauresca, lo que más se acerca a la estética desabrida, descosida, folclórica y popular de los artistas del grupo Cobra. El pintor, convertido en moralista, contempla aquí la vida cotidiana, los usos y las costumbres del mundo moderno, que le proporcionan la ocasión para la sátira y para un sorprendente despliegue de anatomías deformes"
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