lunes, 21 de enero de 2013

El miedo al año mil

Iglesia de San Pedro de Moissac. Francia
Portada sur (siglo XII)
Los historiadores que han estudiado la Edad Media nos dibujan la Europa del año mil, en torno a la cual se originó el arte románico, como un mundo rústico, atrasado, pobre y dominado por la enorme influencia de la religión y la iglesia; acechado por el hambre, las epidemias y la violencia; y en el que gran parte de la población, campesinos analfabetos y supersticiosos en su mayoría, vivía atemorizada por estos y otros peligros, que no eran ni ilusorios ni retóricos sino, por el contrario, muy reales. Particularmente crueles parece ser que fueron  los años 990 a 994, en que a la miseria y el hambre se sumó la terrible epidemia llamada de los ardientes; y también el 1033, en que el hambre que asoló los campos empujó a cometer actos de canibalismo, según constatan algunas crónicas francesas de la época.

La historiografía francesa del siglo XIX construyó una visión milenarista de estos duros años, según la cual, aquellas pobres gentes vivían sumidas en el miedo pavoroso al más allá, y en el convencimiento de la cercanía del día del Juicio Final, basada en la profecía que afirmaba "Y cuando se terminen los mil años, Satanás será soltado de su prisión" (Apocalipsis 4, 7). Todo ello habría generado una especie de pánico colectivo, en el que la gente moría literalmente de miedo y regalaba todas sus posesiones, para hacerse perdonar sus pecados y congraciarse con Dios, convencidas que en el año 1000 se acababa el mundo.

Esta idea ha estado arraigada entre los historiadores hasta bien entrado el siglo XX, y todavía hoy puede verse reflejada en algunas obras. A partir de los estudios de Georges Duby y otros medievalistas, que afirmaban lo contrario, se desató una cierta polémica en torno a este tema que hoy está claramente superada. En este sentido, puede concluirse que "los terrores del año mil son una leyenda romántica" (G. Duby) y no hay constancia de que en ningún lugar del occidente cristiano se haya producido una conciencia más o menos generalizada, en relación con la llegada del fin del mundo en el año mil, ni "fenómeno alguno que pueda cuadrar con exactitud la designación de "los terrores del año mil" u otro equivalente" (E. Benito Ruano). Ya eran bastantes, por ejemplo, en el caso de los castellanos, "los terrores reales que suscitaba la inminente amenaza que representaban las incursiones anuales de Almanzor, sin necesidad de inventarse otros terrores esotéricos" (G. Martínez Díez). Tampoco aparece mención alguna por parte de la Iglesia sobre un final apocalíptico en esa fecha concreta, ni en las numerosas bulas, ni en los sínodos celebrados en aquellos años (Isaac J. Pardo); al contrario, la Iglesia se mostró "muy prudente y hostil desde un comienzo a estas creencias" (J. Heers). Ese temor generalizado del que hablaba la historiografía del XIX responde, por tanto, a "una interpretación errónea, elaborada con posterioridad" (J. Heers).

Iglesia de San Pedro de Moissac. 
"... vi una hembra lujuriosa ..."
Lo cierto es que, cuando llegó el año mil, los campesinos continuaron trabajando el campo, los colonos roturando las tierras para extender los cultivos, los señores ejerciendo su dominio sobre los siervos, y los monjes y clérigos, alentando el temor de Dios entre todos ellos. Parte de ese temor fue, sin duda, la firme creencia de la población de que un día se cumpliría lo anunciado en las Escrituras: que Cristo volvería un día a la Tierra, resucitaría a los muertos, y separaría de entre ellos a los buenos y a los malos. Es cierto que la idea del Apocalipsis producía temor,  pero no un pánico generalizado y que este se produciría en aquella fecha concreta del año mil, hay una gran diferencia entre una cosa y otra, porque además, como apunta Duby,  el Apocalipsis era a la vez un mensaje de esperanza para los más desposeídos, "ya que después de las tribulaciones empezaría un lapso de paz que precedería al Juicio Final, un período más fácil de vivir que el cotidiano".

A partir del siglo XI, pasada pues la fecha del año mil, la Iglesia empezó a insistir más en la idea de la muerte, el juicio, el infierno y la gloria (las llamadas cuatro postrimerías) que esperan a la humanidad en el fin de sus días. Todo ello empezó a verse reflejado en el arte románico. Las portadas de los templos, al tratarse de un paso obligado y a una distancia que permitía distinguir con facilidad las imágenes, se convierten en el espacio idóneo para hacer llegar a través de las esculturas, y no de la escritura, el mensaje bíblico del Juicio Final a una población iletrada, convirtiéndose de este modo, en auténticas biblias de piedra. Este tema, por tanto, está presente en un gran número de iglesias, en algunas de ellas alcanzando cotas de excelencia, tanto en la calidad de la representación artística, como en el relato atormentado, dramático y cargado de símbolos espantosos de todo cuanto había de acontecer aquel día.

Especialmente intenso es, en este sentido, el famoso pórtico de la iglesia de San Pedro de Moissac, por lo que, probablemente, Umberto Eco no debió dudar mucho en situarla en la iglesia de la ya inmortal abadía, "cuyo nombre incluso conviene ahora cubrir con un piadoso manto de silencio", en la que se desarrolla la novela El nombre de la rosa. De manera magistral, Eco pone en boca del joven Adso de Melk una perfecta y pormenorizada descripción de aquella portada, que permite ver hasta qué punto los artistas que la esculpieron siguieron, versículo a versículo, la visión de San Juan en Patmos, tal como la dejó recogida en el Apocalipsis. Pero además, Eco nos regala también el efecto sobrecogedor que le causa al novicio aquella apocalíptica visión, similar al que debía causar a los hombres de la época, y que era el objetivo que perseguían aquellas imágenes, y sin la cual la obra no está realmente completa y no termina de entenderse.  Este es el pasaje en cuestión:

Vi un trono en medio del cielo, y sobre el trono uno sentado. El rostro del Sentado era severo e impasible, los ojos muy abiertos, lanzaban rayos sobre una humanidad cuya vida terrenal ya había concluido, el cabello y la barba caían majestuosos sobre el rostro y el pecho, como las aguas de un río, formando regueros todos del mismo caudal y divididos en dos partes simétricas. En la cabeza llevaba una corona cubierta de esmaltes y piedras preciosas, la túnica imperial, de color púrpura y ornada con encajes y bordados que formaban una rica filigrana de oro y plata, descendía en amplias volutas hasta las rodillas. Allí se apoyaba la mano izquierda, que sostenía un libro sellado, mientras que la derecha se elevaba en ademán no sé si de bendición o de amenaza. Iluminaba el rostro la tremenda belleza de un nimbo cruciforme y florido, y alrededor del trono y sobre la cabeza del Sentado vi brillar un arco iris de esmeralda. Delante del trono, a los pies del Sentado, fluía un mar de cristal, y alrededor del Sentado, en torno al trono y por encima del trono vi cuatro animales terribles... terribles para mí que los miraba en éxtasis, pero dóciles y agradables para el Sentado, cuya alabanza cantaban sin descanso.

Iglesia de San Pedro de Moissac. Francia
Portada sur (siglo XII). Relieves del tímpano
"Vi un trono en medio del cielo, y sobre el trono Uno sentado ..."

En realidad, no digo que todos fueran terribles, porque el hombre que a mi izquierda (a la derecha del Sentado) sostenía un libro me pareció lleno de gracia y de belleza. En cambio, me pareció horrendo el águila que, por el lado opuesto, abría su pico, plumas erizadas dispuestas en forma de loriga, garras poderosas y grandes alas desplegadas. Y a los pies del Sentado, debajo de aquellas figuras, otras dos, un toro y un león, aferrando entre sus cascos y zarpas sendos libros, los cuerpos vueltos hacia afuera y las cabezas hacia el trono, lomos y cuellos retorcidos en una especie de ímpetu feroz, flancos palpitantes, tiesas las patas como de bestia que agoniza, fauces muy abiertas, colas enroscadas, retorcidas como sierpes, que terminaban en lenguas de fuego. Los dos alados, los dos coronados con nimbos, a pesar de su apariencia espantosa no eran criaturas del infierno, sino del cielo, y si parecían tremedos era porque rugían en adoración del Venidero que juzgaría a muertos y vivos.

Iglesia de San Pedro de Moissac
Parteluz
En torno al trono, a ambos lados de los cuatro animales y a los pies del Sentado, como vistos en transparencia bajo las aguas del mar de cristal, llenando casi todo el espacio visible, dispuestos según la estructura triangular del tímpano, primero siete más siete, después tres más tres y luego dos más dos, había veinticuatro ancianos junto al trono, sentados en veinticuatro tronos menores, vestidos con blancas túnicas y coronados de oro. Unos sostenían laúdes; otros, copas con perfumes; pero sólo uno tocaba, mientras los demás, en éxtasis, dirigían los rostros hacia el Sentado, cuya alabanza cantaban, los brazos y el torso vueltos también como en los animales, para poder ver todos al Sentado, aunque no en actitud animalesca, sino detenidos en movimientos de danza extática -como la que debió de bailar David alrededor del arca-, de forma que, fuese cual fuese su posición, las pupilas, sin respetar la ley que imponía la postura de los cuerpos, convergiesen en el mismo punto de esplendente fulgor. [...].

Pero cuando ya mi alma, arrobada por aquel concierto de bellezas terrestres y de majestuosos signos de lo sobrenatural, estaba por estallar en un cántico de júbilo, el ojo, siguiendo el ritmo armonioso de los floridos rosetones situados a los pies de los ancianos, reparó en las figuras que, entrelazadas, formaban una unidad con la pilastra central donde se apoyaba el tímpano. ¿Qué representaban y qué mensaje simbólico comunicaban aquellas tres parejas de leones entrelazados en forma de cruz dispuesta transversalmente, rampantes y arqueados, las zarpas posteriores afirmadas en el suelo y las anteriores apoyadas en el lomo del compañero, las melenas enmarañadas, los mechones que se retorcían como sierpes, las bocas abiertas amenazadoras, rugientes, unidos al cuerpo mismo de la pilastra por una masa, o entrelazamiento denso de zarcillos? ...

Iglesia de San Pedro de Moissac. 
Det. Profeta Jeremías
"... y como alas las barbas y cabelleras ..."
...Para calmar mi ánimo, como, quizá también, para domesticar la naturaleza diabólica de aquellos leones y para transformarla en simbólica alusión a las cosas superiores, había, en los lados de la pilastra, dos figuras humanas de una altura antinatural, correspondiente a la de la columna, que formaban pareja con otras dos, situadas simétricamente frente a cada una de ellas, en los pies rectos historiados por sus caras externas, donde estaban las jambas de las dos puertas de roble: cuatro figuras, por tanto, de ancianos venerables, cuya parafernalia me permitió reconocer que se trataba de Pedro y Pablo, de Jeremías e Isaías, también ellos vueltos como en un paso de danza, alzadas las largas manos huesudas con los dedos desplegados como alas, y como alas las barbas y cabelleras arrastradas por un viento profético, agitados los pliegues de sus larguísimas túnicas por unas piernas larguísimas que infundían vida a ondas y volutas, opuestos a los leones pero de la misma pétrea materia. Y al retirar la vista, fascinada por aquella enigmática polifonía de miembros sagrados y abortos infernales, percibí, en los lados de la portada, y bajo los arcos que se escalonaban en profundidad, historiadas a veces sobre los contrafuertes, en el espacio situado entre las delgadas columnas que los sostenían y adornaban, y también sobre la densa vegetación de los capiteles de cada columna, ramificándose desde allí hacia la cúpula selvática de innumerables arcos, otras visiones horribles de contemplar, y sólo justificadas en aquel sitio por su fuerza parabólica y alegórica, o por la enseñanza moral que contenían: ...

Iglesia de San Pedro de Moissac. 
"... y vi un avaro, rígido con la rigidez de la muerte ..."
...vi una hembra lujuriosa, desnuda y descarnada, roída por sapos inmundos, chupada por serpientes, que copulaba con un sátiro de vientre hinchado y piernas de grifo cubiertas de pelos erizados y una garganta obscena que vociferaba su propia condenación, y vi un avaro, rígido con la rigidez de la muerte, tendido en un lecho suntuosamente ornado de columnas, ya presa impotente de una cohorte de demonios, uno de los cuales le arrancaba de la boca agonizante el alma en forma de niñito (que ¡ay!, ya nunca nacería a la vida eterna), y vi a un orgulloso con un demonio trepado sobre sus hombros y hundiéndole las garras en los ojos, mientras dos golosos se desgarraban mutuamente en un repugnante cuerpo a cuerpo, y vi también otras criaturas, con cabeza de macho cabrío, melenas de león, fauces de pantera, presas en una selva de llamas cuyo ardiente soplo casi me quemaba. [...]. Portal, selva oscura, páramo de la exclusión sin esperanzas, donde todos los habitantes del infierno parecían haberse dado cita para anunciar la aparición, en medio del tímpano, del Sentado, cuyo rostro expresaba al mismo tiempo promesa y amenaza, ellos, los derrotados del Harmagedón, frente al que vendrá a separar para siempre a los vivos de los muertos. Desfalleciendo (casi) por aquella visión, sin saber ya si me hallaba en un sitio tranquilo o en el valle del juicio final, fui presa del terror y apenas pude contener el llanto, y creí oir (¿o acaso oí?) la voz, y vi las visiones que habían acompañado mi niñez de novicio, mis primeras lecturas de los libros sagrados y las noches de meditación en el coro de Melk, y en el deliquio de mis sentidos debilísimos y debilitados oí una voz poderosa como de trompeta que decía "lo que vieres, escríbelo en un libro" (y eso es lo que ahora estoy haciendo), y vi siete lámparas de oro, y en medio de las lámparas Uno semejante a hijo de hombre, con el pecho ceñido por una faja de oro, cándida la cabeza y la cabellera como de cándida lana, los ojos como llamas ardientes, los pies como de bronce fundido en la fragua, la voz como estruendo de aguas tumultuosas, y con siete estrellas en la mano derecha y una espada de doble filo que le salía de la boca. Y vi una puerta abierta en el cielo y El que en ella estaba sentado me pareció como de jaspe y sardónica, y un arco iris rodeaba el trono y del trono surgían relámpagos y truenos. Y el Sentado cogió una hoz afilada y gritó: "Arroja la hoz y siega, ha llegado la hora de la siega, porque está seca la mies de la tierra". Y El que estaba sentado arrojó su hoz sobre la tierra y la tierra quedó segada".

UMBERTO ECO. El nombre de la rosa (Trad. de Ricardo Pochtar)


Fotografías: wikipedia

3 comentarios:

Antonio Martínez dijo...

Una exposición muy clara sobre lo que historiográficamente y artísticamente significó este tema. Por cierto, en algún lado leí que después del "fiasco" del mil los supuestos terrores se trasladaron al 1.033 (jé, jé). Saludos.

PACO HIDALGO dijo...

Terrible el panorama para el hombre normal del final del primer milenio de esta era, como muestras en este implecable artículo, a través de los trabajos de Duby y otros. No dan muchas ganas de seguir viviendo, pero siempre hubo optimistas. Saludos, Gonzalo.

Víctor dijo...

Me gusta este artículo, lo he leído varias veces aparte de hacer el trabajo en clase.

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