lunes, 28 de septiembre de 2009

Tragedias de coleccionista

WASSILY KANDINSKY. Curva dominante (1936). Museo Guggenheim, Nueva York


Una de las mayores coleccionistas de arte contemporáneo del siglo XX fue la norteamericana Peggy Guggenheim. Entre sus éxitos hay que contar con la promoción de Jason Pollock y otros artistas de vanguardia. La Peggy Guggenheim Collection, se muestra al público en Venecia, en el Palacio Venier dei Leoni, en el Gran Canal de la fastuosa ciudad adriática.

Si entrais en la web de la colección y repasais el índice de autores y obras que allí se custodian, podreis comprobar que pocas colecciones privadas en el mundo reúnen tal cantidad de piezas del siglo XX y tan importantes. Sin embargo, parece que nunca está uno del todo satisfecho, y la fundadora de la colección, se lamentaba de algunos errores imperdonables en los que había incurrido. Se refería a ellos como las siete tragedias de su vida como coleccionista.

La primera de ellas fue vender un Delaunay de 1912, que terminó en el MOMA de Nueva York, y que había comprado al artista en Grenoble, donde se había refugiado huyendo de la ocupación nazi de París. En sus memorias se refiere al cuadro con el título de Disks, pero la única pintura de Delaunay del MOMA con ese título está fechada en 1930 y no en 1912, así que quizá se trate de la que está catalogada en dicho museo con el título de Contrastes simultáneos: sol y luna, en la que también aparecen las peculiares formas circulares del artista francés en este período.


JOAN MIRÓ. La tierra labrada (1924). Museo Guggenheim, Nueva York.

En 1939 tuvo la oportunidad de adquirir La tierra labrada, una de las obras maestras de Miró por la modesta suma de mil quinientos dólares. Años después se lamentaba de aquella decisión y calculaba que para entonces su valor se había multiplicado por cincuenta. Hoy, si estuviera a la venta, valdría millones de euros, si tenemos en cuenta que hace un par de años, por su Estrella azul de 1927, se pagó nada más y nada menos que 11,6 millones de euros en una subasta en París, doblando la cifra de partida.

Otra de sus tragedias, confiesa, fue vender un cuadro de su admirado Kandinsky, Curva dominante (1936), por hacer caso de los que opinaban que se trataba de un cuadro fascista. Desgraciadamente no explica por qué decían eso del cuadro. A su tío Solomon Guggenheim le faltó tiempo para hacerse con él y hoy es una de las piezas que forman parte de la colección del Guggenheim de Nueva York.


PABLO PICASSO. Pesca nocturna en Antibes (1939). Museo de Arte Moderno de Nueva York.


También se arrepiente de no haber comprado Pesca nocturna en Antibes, de Picasso. La oportunidad se le presentó en 1950, pero en aquella ocasión no disponía de dinero suficiente en efectivo. A pesar de las recomendaciones de su consejero Bernard Reis para que vendiera alguno de sus bienes para adquirir la pintura no hizo caso y el cuadro finalmente pasó a los fondos del MOMA de Nueva York, donde hoy cuelga de sus paredes. Se trata de un lienzo de grandes proporciones y en él el pintor malagueño emplea una gama de oscuros no demasiado habitual en su obra, al tratarse de una escena nocturna inspirada en sus paseos con Dora Maart por el pequeño pueblo costero de Antibes.

PAUL KLEE. Retrato de Frau P. en el Sur (1924). Collección Peggy Gugenheim, Venecia.


En esa lista de tragedias incluye también la venta de una escultura de Henri Laurens y una acuarela de Paul Klee. Con el dinero obtenido le pagó un billete para Nueva York a Nellie van Doesburg, la esposa del arquitecto y pintor holandés Theo Van Doesburg, una de las grandes figuras del neoplasticismo y cofundador del movimiento De Stijl con Piet Mondrian. Y también fue trágico el robo en su galería de arte de todos los Klees que tenía, excepto dos, que probablemente sean los mismos que aún permanecen en su fundación en Venecia.

Pero por encima de las anteriores, su mayor tragedia fue regalar nada menos que 18 cuadros de Pollock. Los afortunados fueron algunos amigos que los recibieron como regalo de boda y diferentes museos que los recibieron como donación. Pero conviene no engañarse. En este caso (y quizá en los otros también), sus lamentaciones no venían tanto del lado artístico como del económico. Ella misma confiesa que entonces no tenía ni idea de lo que llegarían a valer los cuadros de Pollock, y mientras fue su galerista, no consiguió colocar ninguno por más de dos mil dólares.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Vulcano el cornudo

DIEGO VELÁZQUEZ. La fragua de Vulcano (1630). Museo del Prado, Madrid.

Contaba hace unos días que de la novela de Lourdes Ortiz, Las manos de Velázquez, lo que más me gustaban eran las descripciones y análisis de algunas obras, personajes y situaciones históricas, que ponía en boca de sus protagonistas, con un tono coloquial y desenfadado, no exento de rigor. Como lo prometido es deuda, aquí dejo una muestra.

"Pensándolo bien hay una cierta ironía en el Apolo radiante que da la noticia. Una especie de tranquilidad ofensiva. Él viene con la luz, deslumbra por su claridad y su postura es tranquila, sin aspavientos, viene de otra esfera, una aparición repentina que irrumpe en medio del fragor del trabajo, del sudor de los hombres con el pecho musculado y descubierto. Es como si de pronto, después de tantas veces contemplado, el cuadro de la Fragua se abriera ante tus ojos. Una película de acción donde un fotograma acaba de congelarse y tú interpretas cada gesto suspendido: los aprendices, los peones son muchachos que escuchan al mismo tiempo que el tipo maduro, más delgado abre los ojos desmesuradamente, unos ojos redondos de incredulidad. Está paleto, desarmado, tal vez acomplejado por el brillo del otro, su parsimonia, un dios que baja de las alturas sin esfuerzo, mientras él está allí dale que dale, con el calor de la fragua y sobre su cabeza, en vez de cuernos, las armaduras que ha forjado, armaduras para la guerra, para el soldado. Es como si fuera una broma o un insulto: coronan su cabeza las mismas armaduras que precisamente el guerrero por excelencia acaba de quitarse en otro espacio para gozar en el lecho con una Venus respondona, espléndida.

¿Cómo se atreve Apolo a contarle en voz alta delante de sus hombres que ella se está revolcando con Marte? ¿Cómo tiene la desvergüenza de dejarle en ridículo ante ellos? Convertido de un plumazo en un hazmerreír para los suyos, más jóvenes que él, pendientes siempre de sus fallos, de sus meteduras de pata. Él, patrón que sabe hacerse respetar, obedecer con mano de hierro, guantelete de acero bien templado. ¿Cuántas veces se habían burlado del maestro a sus espaldas, del viejo verde ante la galanura de la esposa, ante su juventud? ¿Cuántas veces se les habrán ido los ojos tras sus curvas opulentas? ¿Cuántos comentarios mordaces habrán hecho a su costa? ¿Cuántas risitas cómplices intercambiadas? Y es posible que alguno de ellos, el más joven tal vez -cuerpos hercúleos modelados por el trabajo, hermosas piernas bien formadas, brazos poderosos, espaldas firmes, bien torneadas- haya gozado de los favores de una esposa demasiado tentadora, demasiado oferente. ¿Cuál de los cuatro? ¿De qué coño os reís? Vosotros a lo vuestro. Como a lo suyo sigue el de la esquina, el más maduro, el que tiene ya mucha experiencia puliendo las armaduras, ese que levanta ligeramente la cabeza y apenas se inmuta, como el que ya sabe de qué va la cosa y no se sorprende. ¿Qué iba a esperarse de una mujer así, casada con un viejo? Tal vez el que está en medio, el del pelo rizado, con esa cara de sorpresa un poco alelada, sorpresa por la aparición, pero también quizá porque los celos le corroen. O la envidia. Abre la boca en un gesto casi de estulticia, de pasmo, de no querer creer lo que está viendo o tal vez lo que oye. Es ella tan hermosa, tan delicada, ella, a la que ha visto pasar una y otra vez de lejos o algunas veces tan cercana, cuando se aproxima a la fragua y parece que todo se transfigura con la cadencia de sus pasos, con el sonido que sabe a agua refrescante de su risa, con esos labios, esos brazos mullidos, ese andar tan ligero como si pisara plumas de ave. Quién fuera Marte para poseerla, quién fuera el soldado victorioso, aquel para quien yo he forjado esta armadura, cincelando cada detalle, para que él, triunfante, tome posesión de la mujer que tantas veces he deseado, a la que he imaginado una y otra vez en mis horas de insomne sin atreverme siquiera a rozarla en mis sueños, señorial, divinal, imponente. Y, el otro, al fondo, agazapado, ligeramente burlón: te lo mereces, viejo de mierda, te mereces esos cuernos que ella ahora te pone, que te ha puesto seguramente una y otra vez mientras tú te afanas y nos tienes aquí como esclavos, dale que dale al yunque, con esta atmósfera infernal, en esta especie de covacha, estrecha, agobiante, todo el día con el fuego, que acaba quemando el rostro y el ruido atronador del martillo, el fragor de los golpes sobre el yunque una y otra vez, monótono, ensordecedor, para doblegar el metal, para hacerlo sumiso y dócil como una hembra entregada, modelando las formas, dándoles vida, para que otros luego las luzcan imponentes a la cabeza de los ejércitos, como ese rey, ese Felipe, que la viste orgulloso para las grandes ocasiones, que se disfraza de soldado par animar a las tropas y que en su puta vida ha pisado el frente. Guerreros de salón para los que yo y tú, viejo asqueroso, trabajamos día y noche para forjar su gloria. Bien merecido te lo tienes. Mírale a él, a ese que dice ser Apolo y que se pasea con túnicas naranjas y esa ridícula corona de laurel, en plan yo nunca sudo. Él, cuyos brazos son blandos y su cuerpo muelle, de señorito mimado que no ha arrimado el hombro en su vida. Él, que tiene la osadía de presentarse así, como quien no quiere la cosa, a comunicarte lo que ya todos sabemos desde hace mucho tiempo: que ella es una puta, una cualquiera que se lo hace con el guerrero, con el vencedor, mientras tú, viejo, estás aquí puteado y renegrido, reconcomido por el trabajo agobiante, dando el callo, para que ella luzca hermosas vestiduras, preciosas gemas. Recluido sin esperanza en esta mazmorra en la que todos nosotros, tus peones, estamos encadenados soportando tus desplantes, tus malos humores, tus ínfulas cuando te regodeas y la paseas a ella como un trofeo ante nuestras narices. ¿De qué presumes, viejo? Mírale a él, a Apolo, con ese rostro de niña, esas manos que nunca han trabajado, manos de artista, dicen, dedos hechos para tocar la lira. Hay dioses y dioses, categorías, y tú, aquí encerrado, envejeciendo entre el humo y el ruido sofocante, no eres más que un pobre tipo: Vulcano el cornudo"


LOURDES ORTIZ, "Las manos de Velázquez". Ed. Planeta, Madrid 2006.

martes, 22 de septiembre de 2009

LOURDES ORTIZ, "Las manos de Velázquez"

Los biógrafos de Velázquez coinciden en afirmar que llevó una vida bastante gris y anodina, sin apenas sobresaltos ni escándalos, impropia del genio que fue el pintor sevillano. Suelen argumentar también, como excusándolo, que fue ese el modo que pudo hallar para mantenerse durante tantos años en la corte del rey Felipe IV, ajeno a las intrigas cortesanas y palaciegas que rodeaban la vida en el alcázar madrileño durante el siglo XVII. Sobre todas ellas Velázquez pasa como una de aquellas sombras que tanto gustaba pintar. Nos presentan a un Velázquez preocupado únicamente por su pintura y su ascenso social.

Casado en Sevilla con Juana Pacheco, la hija de su maestro, pronto pasa a Madrid, se pone al servicio del rey y ya nunca más abandonará aquel puesto, hasta su muerte. Una vida intachable y apacible que contrasta con la de algunos de sus contemporáneos como Alonso Cano, Zurbarán, Rubens, Caravaggio, Borromini, etc., envueltos en acusaciones de asesinato, misiones de espionaje, dificultades económicas y un sinfín de penalidades.

El descubrimiento y publicación en 1983 de unos documentos en archivos romanos por Jennifer Montagu vinieron, sin embargo, a introducir un elemento novedoso en su biografía. Un punto de debilidad humana que el pintor ocultó celosamente, como si se tratase de un borrón en una biografía inmaculada. Aquellos documentos venían a decir que durante su segundo viaje a Italia, Velázquez mantuvo una relación amorosa de la que nació un hijo bastardo en 1652, llamado Antonio. El muchacho murió a los ocho años, y parece que su padre enviaba periódicamente algunas cantidades de dinero para su crianza. De este modo, las continuas misivas del rey ordenándole su regreso a Madrid, y los constantes retrasos del pintor, haciendo oidos sordos de ellas, tomaban un significado totalmente distinto al que habitualmente se le daba. Nada sabemos de la madre. Algunos piensan que se trataba de Olimpia Triunfi, una joven romana en quien creen ver la modelo del único desnudo femenino del Barroco español, la "Venus del espejo". Desde luego, la hipótesis no deja de ser sugerente.


DIEGO VELÁZQUEZ. Venus del espejo (1649-1651), National Gallery de Londres



Como resistiéndose a aceptar aquel, como el único episodio humano de Velázquez, Lourdes Ortiz concibe "Las manos de Velázquez", una novela sobre el pintor sevillano. Teodoro, el protagonista, es un maduro profesor de universidad, divorciado y vuelto a casar con Mónica, una ex-alumna bella y mucho más joven que él. A medida que avanzamos en la relación personal que mantienen ambos, atormentada por los continuos celos e inseguridades de Teodoro, lo hacemos también en sus investigaciones para la preparación de un libro sobre la obra de Velázquez. Es así como de repente empieza a germinar en su mente la idea que durante el primer viaje a Italia de Diego, que entonces era un hombre joven de treinta años, debió conocer a Artemisa Gentileschi, la pintora tenebrista, hija de Orazio Gentileschi. Los hallazgos en algunas de sus obras y la comparación con las de la napolitana, no le dejan lugar a dudas, ambos se conocieron y debieron ser amantes. ¿Acaso no sabemos que aparte de la Venus de Londres hubo otra, mencionada en el inventario del pintor, que no se ha encontrado?

DIEGO VELÁZQUEZ. Una sibila (1632). Museo del Prado, Madrid. Considerado como un retrato de su esposa Juana Pacheco.



A lo largo de la novela, Ortiz alterna el presente narrativo en tercera persona y el relato en segunda. En ninguno de los dos casos acierta a dar un ritmo ágil al relato, cuya trama argumental, como parece fácil deducir, no ofrece mucha originalidad, al menos en lo que a la relación de los personajes se refiere. Tampoco la erudición apabullante de la escritora, catedrática de Historia del Arte, ayuda. Las comparaciones y referencias artísticas que son permanentes a lo largo de la narración: paisajes sacados de Corot, escenas que recuerdan un cuadro de Howard Kanovitz, mujeres de Willen de Kooning con rostros aterradores de cremallera, .... Llegan a cansar y parecen forzadas en ocasiones.

Lo mejor del libro para mi son, sin duda alguna, los análisis de las obras que Lourdes Ortiz pone en boca de los personajes, fundamentalmente Teodoro, pero también Mónica. Tienen la virtud de ofrecer documentadas y sugerentes opiniones sobre muchas de las pinturas de Velázquez y sus contemporáneos, expresadas además, con gran acierto, en un lenguaje más coloquial y próximo, alejado del academicismo, que permite acercarlas a los lectores con un tono refrescante que sorprende gratamente por lo inhabitual. Dejo para otra ocasión alguna de estas descripciones que realmente merecen la pena.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Recopilación de trabajos sobre la atribución de "El Coloso"

VICENTE LÓPEZ. El pintor Francisco de Goya (1826). Museo del Prado, Madrid.


Hace ahora poco más de un año empezaba la andadura de este blog. Si entonces me hubieran dicho que, un año después, ibais a pasar por aquí más de 50.000 visitantes, no me lo hubiera creido. Pero lo mejor no es eso, sino el nivel que demostrais día a día y lo mucho que aprendo de vosotros. Valga esta entrada como último ejemplo.

Una de mis primeras entradas me llevó a hablar de la polémica surgida en torno al famoso cuadro "El Coloso", atribuído hasta entonces a Goya, y que empezó a considerarse obra de un discípulo suyo, el valenciano Asensio Juliá. A partir de entonces, se sucedieron las apariciones en la prensa y medios de comunicación tanto de los partidarios de la autoría de Goya, como de los que defendían la desatribución de la obra. De muchos de esos trabajos me hice eco en este blog, y decidí poner en la columna de la derecha, y al final de ella, un apartado específico para la polémica con enlaces a aquellos artículos que iba encontrando y me parecieron más relevantes., y que ahí continúa. Hoy, uno de vosotros ha tenido la gentileza de brindarme una nueva dirección con una recopilación de trabajos, no sólo de prensa sino también de revistas especializadas que pienso que pueden ayudar mucho a formarse una idea más ajustada sobre el asunto y estar al día del mismo. Desde aquí quiero agradecer públicamente al anónimo visitante del blog su aportación, que quizá vosotros ya conozcais pero que para mí era totalmente nueva. Por lo que he tenido ocasión de ver por encima merece bastante la pena.

sábado, 5 de septiembre de 2009

Dos anécdotas sobre Yves Tanguy

GIORGIO DE CHIRICO. El cerebro del niño (1914) Moderna Museet, Estocolmo.



Yves Tanguy (París 1900 - Woodbury 1955) es uno de los más importantes pintores surrealistas de principios del siglo XX. Nacido francés, terminó trasladándose a Estados Unidos y nacionalizándose americano en 1948.

Su pintura se mueve en torno a lo que puede llamarse surrealismo abstracto, y se traduce en un universo poético y misterioso de paisajes petrificados y formas blandas, vagamente orgánicas. Lo curioso es que se dedicó a la pintura tardíamente, después de haber ejercido durante un tiempo como marino mercante, tras la Primera Guerra Mundial. Al igual que San Pablo camino de Damasco, Tanguy sintió la llamada del arte, de una manera algo más prosaico pero no menos convincente. Un día circulaba en la plataforma de un autobús por París cuando vio expuestos en la tienda de arte de Paul Guillaume, en la rué de la Boetié, dos cuadros de Giorgio de Chirico, uno de ellos "El cerebro del niño". El impacto que le causó fue tan brutal que decidió dedicarse a la pintura a partir de entonces. Descubrió que, sin saberlo, era un pintor.

De formación autodidacta, entró en contacto con el círculo de pintores surrealistas y se hizo gran amigo de André Breton. Más tarde alcanzaría el éxito. Sobre esto ha dejado Peggy Guggenheim en su autobiografía una anécdota muy divertida:


YVES TANGUY. Indefinite Divisibility (1942) Galería de Arte Albright-Knox, Buffalo (NY)


"Tanguy había estado loco en el pasado, por lo que estaba exento de incorporarse al ejército francés. Poseía un carácter encantador, era modesto y tímido, y tan adorable como un niño. Tenía poco pelo (el que le quedaba se le ponía de punta cuando se emborrachaba, lo que por desgracia sucedía muy a menudo) y unos piececillos muy bonitos de los cuales estaba sumamente orgulloso. A mi me tenía mucho cariño y en una ocasión me dijo que podía pedirle lo que quisiera, pero por aquella época yo continuaba enamorada de [Samuel] Beckett.

Su exposición obtuvo un gran éxito, y vendimos gran cantidad de cuadros, pues por aquella época el Surrealismo empezaba a ser conocido en Inglaterra. Como consecuencia de ello Tanguy se encontró de pronto con que era rico por primera vez en su vida y empezó a tirar el dinero a diestro y siniestro. En los cafés solía hacer bolitas con billetes de una libra y lanzarlos a las mesas cercanas. A veces llegaba al extremo de quemarlos. En París tenía un gran amigo, un pintor rumano llamado Víctor Brauner, que cuidaba de su gato Manx mientras él estaba en Londres. Tanguy le mandaba al gato un billete de una libra todos los días, pero en realidad el dinero iba destinado a Brauner, que era muy pobre"

PEGGY GUGGENHEIM, Confesiones de una adicta al arte (2002)

miércoles, 2 de septiembre de 2009

PEGGY GUGGENHEIM, "Confesiones de una adicta al arte"

Peggy Guggenheim nació en Nueva York en 1898 en una familia multimillonaria por partida doble, como ella misma confiesa al inicio de su interesante autobiografía. La familia de su madre, los Seligman, eran banqueros; la de su padre (que falleció en el naufragio del Titanic), los Guggenheim, labraron su fortuna en las minas de cobre y las fundiciones. Los primeros aportaron dinero y pedigrí social y los segundos mucho más dinero. Ella en cambio, asoció el apellido al mundo del arte, al igual que su tío Solomon.

En el libro revela cómo su interés en el arte se despertó con los maestros italianos del Renacimiento y cómo fue derivando hacia el arte contemporáneo, hasta convertirse en una de las mayores coleccionistas de pintura y escultura del siglo XX. Si hay que culpar a alguien de ello, es al aburrimiento que la invadía en Inglaterra, y que le llevó a abrir una galería de arte moderno, cuando era incapaz de distinguir entre surrealismo, cubismo y arte abstracto. Su guía en esta educación artística moderna fue Marcel Duchamp.

En 1938, abrió en Londres su galería Guggenheim Jeune, que daría un gran impulso a figuras como Brancusi, Cocteau o Kandinsky. Más tarde, huyendo de los nazis, y tras peregrinar por diferentes lugares de Francia, regresa a Estados Unidos, donde abre una nueva galería en Nueva York en 1942, bajo el esclarecedor nombre de Art of This Century, desde la que daría a conocer los nombres de Pollock, Motherwell o Rothko. Finalmente, al terminar la guerra, regresa a Europa en 1947 con su colección de obras de arte, y creó la Colección Peggy Gugenheim en Venecia, en el Palazzo Venier dei Leoni, abierto al público desde 1949.

Dos son los dos grandes aciertos que encuentro en esta autobiografía, escrita de una forma amena, directa y con bastantes dosis de ironía y sarcasmo. Por un lado, nos brinda de primera mano las impresiones que le producen los grandes artistas del siglo XX, a quienes trató. Algunas de ellas son muy breves, demasiado quizá (Henry Moore, Piet Mondrian, Yves Tanguy, Jean Arp, Jean Cocteau, Kandinsky, etc.) y uno desearía que se extendiera algo más en los detalles; otras, en cambio, mucho más profundas y detalladas, con sabrosas anécdotas, como las de Max Ernst (con quien estuvo casada) y Jason Pollock, de quien no duda en afirmar que su descubrimiento es el logro más importante de toda su carrera como mecenas y galerista. Precisamente, que se reconozca su papel como descubridora de Pollock, es uno de los asuntos a los que dedica más empeño en el libro, un papel cuestionado por algunos y minusvalorado por el propio Pollock, motivo por el que no duda en calificar al pintor de ingrato.

Peggy Guggenheim en 1942 (segunda por la izquierda en la fila superior) rodeada de un grupo de artistas exiliados en Nueva York entre los que se encuentran Max Ernst, Piet Mondrian, Leonora Carrington, André Breton, Fernand Lèger, Marcel Duchamp [Fuente: danshamptons. com]


El segundo aspecto que merece destacarse en la narración de Peggy Guggenheim, es lo difícil que resultó el reconocimiento como obras de arte de muchas de las grandes piezas que hoy constituyen las señas de identidad de algunos de los grandes museos del mundo. Son impagables los testimonios con que va salpicando la narración de las dificultades para la aceptación de obras y artistas, y el rechazo de ambos, especialmente por parte de grandes instituciones artísticas como la Tate Gallery, el Museo del Louvre, el Museo de Turín, o autoridades académicas como el prestigioso crítico de arte Berenson. Leyéndolas advierte uno, que a pesar del tiempo transcurrido, muchos de los prejuicios persisten todavía hoy, y a los que la propia autora no es capaz de escapar como reconoce en las páginas finales.

Por todo ello, la autobiografía de Peggy Guggenheim constituye casi una lectura obligada para cualquiera que quiera acercarse al arte del siglo XX. Breve y entretenida, se queda uno con ganas de seguir leyendo.