miércoles, 4 de febrero de 2015

Juan de Flandes y los retratos en la corte de los Reyes Católicos (2). Una reina culta

JOSÉ VILCHES. Cardenal Cisneros (1864), detalle
Alcalá de Henares, Madrid
Durante el reinado de los Reyes Católicos asistimos a la transición del mundo medieval al moderno, el Renacimiento da sus primeros pasos en España. Las biografías más recientes destacan la importancia de la labor cultural y de mecenazgo desarrollada personalmente por Isabel, mucho más interesada en estos asuntos que Fernando de Aragón. El afán de la reina por la cultura empezó a gestarse probablemente a partir del año 1461 cuando contaba poco más de diez años, momento en que su hermanastro el rey Enrique IV ordena que abandone la compañía de su madre Isabel de Portugal, recluida por su enfermedad en Arévalo, y se traslade a la corte en Segovia. Fue allí donde empezó a familiarizarse con los gustos musicales y literarios, donde tuvo sus primeros contactos con intelectuales de prestigio y  donde aprendió a apreciar la bibliofilia y el mecenazgo (SALVADOR, 2008: 221). Movida por ese espíritu se entregó al estudio del latín, lengua en la que llegó a desenvolverse con gran soltura y cuyo estudio impulsó, incluyéndolo en la educación y formación de sus propios hijos, de la nobleza y de los que habían de ocuparse de los asuntos administrativos. Además del latín, dominaba desde su infancia el portugués, lengua materna de su madre, y con mucha probabilidad también entendía y hablaba el catalán y el francés (SALVADOR, 2008:211). En todas estas lenguas, y en alguna más, estaban escritos muchos de los volúmenes de la excelente biblioteca que reunió. Aunque la mayoría de estos libros eran obras religiosas, biblias, libros de horas, salterios y libros de filosofía, la reina parece que disfrutaba particularmente de la lectura de novelas sentimentales y de caballería, de modo que en aquella biblioteca alternaban tanto escritores clásicos como Virgilio, Séneca o Tito Livio, con otros más modernos, como los autores de las exitosas Tirant lo Blanc (1490) o La cárcel de amor (1492). Incluso había sitio para obras de carácter erótico como el Decamerón de Boccaccio o el Libro del Buen Amor del Arcipreste de Hita, y es que Isabel, a pesar de ser una persona decorosa, «era también bastante apasionada» (KISS, 1998:247).

La afición de los Reyes por la música también es destacada por los cronistas de la época. Su corte se convirtió en un importante foco de actividad musical que atrajo a numerosos instrumentistas, cantores y compositores, españoles la mayoría de ellos. Ambos mantuvieron las capillas musicales que heredaron de sus padres para servicio de la corte en distintas ceremonias. La reina se preocupó de transmitir a sus hijos una educación musical y puso al servicio del príncipe Juan a uno de los músicos más destacados de su tiempo, Juan de Anchieta. Además, entre los bienes de la reina se encontraban diferentes instrumentos musicales como arpas, vihuelas, laudes, órganos de Flandes, chirimías y flautas. Escuchaba tanto música sacra como profana, de esta última parece que le gustaban especialmente los romances.

Antonio de Nebrija impartiendo una clase de
Gramática en presencia de D. Juan de Zúñiga.
Introductiones Latinae, Biblioteca Nac., Madrid
Los ideales cultos y renacentistas se desplegaron por la corte  de Isabel y Fernando gracias a la protección que la reina brindó a humanistas de la talla de Lucio Marineo Sículo, los hermanos Antonio y Alejandro Geraldino y, especialmente, el milanés Pedro Mártir de Anglería. Como ávida lectora impulsó también de manera decidida la imprenta, que había llegado a los dominios castellanos y aragoneses en 1472, poco antes de iniciarse su reinado.

La vieja Universidad de Salamanca  empieza a volverse permeable a las nuevas corrientes culturales y alcanza ahora sus cotas de mayor prestigio en Europa. Se fundaron otras como las de Valencia y Alcalá de Henares. Cisneros, el confesor y consejero de la reina auspició la publicación de la Biblia Políglota Complutense, que incluía los textos bíblicos en sus lenguas originales, hebreo, griego y arameo, además del latín y Antonio de Nebrija publicó la Gramática Antonii Nebrissensis (1492), no sólo la primera gramática castellana sino también la primera dedicada a estudiar las reglas de una lengua romance.

En cuanto al arte, la reina también llegó a reunir una importante cantidad de obras de arte, entre ellas un número de pinturas muy elevado que Pedro de Madrazo, al finalizar el siglo XIX, situaba exactamente en cuatrocientos sesenta cuadros, y que posteriormente, a mediados del pasado siglo, Sánchez Cantón rebajó hasta doscientas veinticinco obras. Más recientemente, Zalama (2008: 63) ha venido a concluir que no es posible determinar exactamente el número de estos cuadros, que superaría ampliamente el que creyó Sánchez Cantón, aunque sin llegar tampoco a la cifra de Madrazo. La cuestión que debaten los historiadores es, no obstante, si este número de cuadros que la reina atesoró permite considerarla o no como una coleccionista de arte.  Durante mucho tiempo la mayoría de ellos se inclinaban por lo primero, sin embargo, algunas revisiones historiográficas más recientes tienden a opinar lo contrario. Los que defienden esta postura, como Zalama, argumentan que acumular pinturas en sí mismo no implica necesariamente una colección. Para considerarla como tal, en el sentido moderno de la palabra, se requieren al menos dos condiciones: un criterio a la hora de elegir las obras e interés por la pintura, y ninguna de ellas, concluye Zalama, parecen darse en el caso de la reina Católica. Lo primero porque no «tenemos noticia alguna de compras de cuadros» (ZALAMA, 2008: 48) entre la abundante documentación de la reina y, lo segundo, que fueron muy pocos los que mostraron interés por hacerse con estas pinturas a la muerte de Isabel, pese a la indudable calidad de muchas de las pinturas, y «si verdaderamente se trataba de una manifestación artística reconocida, los lienzos y las tablas deberían haber gozado de una considerable atención cuando se pusieron a la venta, si bien la realidad fue otra» (ZALAMA, 2008: 49). Sin embargo, como admite el propio Zalama, «hay una clara contradicción entre los elevados emolumentos de estos pintores y la escasa estima hacia su obra» (ZALAMA: 2008, 53), por lo que la cuestión aún no parece resuelta.

HANS MEMLING. Descendimiento de la Cruz (h. 1475)
Capilla Real, Granada

La obra forma parte del legado personal de la reina 

En cualquier caso, que la sociedad española de comienzos del Quinientos mostrase poco interés en la pintura no significa necesariamente que la reina personalmente no lo tuviese; un interés compartido con otro tipo de creaciones artísticas más apreciada en la época, como los tapices y los libros miniados, que vendría a sumarse a su ya comentada afición por los libros y a la música. Entre sus pinturas predominaban las de asunto religioso, aunque también las había profanas y, un gran número de retratos. En este sentido parece que Isabel estuvo atenta a las corrientes de su tiempo, especialmente «a lo que ocurría en los grandes focos artísticos de Flandes e Italia, con marcada predilección por los neerlandeses» (PITA ANDRADE, 2005: 245), pero también por lo que se hacía en los propios reinos de Castilla y Aragón. Sus numerosos viajes a lo largo de sus dominios con seguridad le permitieron apreciar las obras de los autores más importantes de su tiempo, como Bartolomé Bermejo y Pedro Berruguete.

Además de la pintura, el patrocinio de la reina se extendió también a la arquitectura con destacados encargos a Juan Guas, el más importante la iglesia de San Juan de los Reyes, en Toledo; y a Enrique Egas, que intervino en la construcción del Hospital Real de Santiago y en el de Granada, así como también en la Capilla Real de esta última ciudad. Son obras que se mueven entre el gótico flamígero y el mudejarismo. Entre los escultores también trabajaron para los reyes Gil de Siloé, en los sepulcros de sus padres y su hermano en la Cartuja de Miraflores, y Martín Vázquez de Arce y Rodrigo Alemán en los bajorrelieves que narran la conquista de Granada.

De sus gustos y aficiones cabe considerar que Isabel fue una mujer muy culta para su época y atenta a las novedades, capaz de hacer brillar la corte de los Reyes Católicos al mismo o superior nivel que las de otros estados europeos, «y estamos pensando, por ejemplo, en la de Alfonso V el Magnánimo, de Nápoles» (FERNÁNDEZ, 2001: 53). Este apoyo, sin embargo, no puede pensarse que fuera meramente altruista o lúdico, sino que la reina, al mismo tiempo, era plenamente consciente del efecto propagandístico de estas manifestaciones para transmitir aquello que era de su interés, del mismo modo que los autores y artistas sabían del prestigio personal que conllevaba unir su nombre al de la soberana.

ENRIQUE EGAS. Patio de San Juan, Hospital Reyes Católicos. Santiago de Compostela
        Teniendo en cuenta el gran desarrollo que alcanzó el género del retrato en Flandes a lo largo del siglo XV gracias a los trabajos de grandes maestros como Jan Van Eyck, Petrus Christus, Dirk Bouts o Hans Memling, entre otros, y la predilección que la reina sentía por la pintura flamenca no puede sorprender que  para un encargo de esta magnitud, como era el caso de los retratos de sus  hijos y con la finalidad de negociar sus matrimonios, la reina los eligiese de aquella procedencia, como Juan de Flandes y Michel Sittow, porque aunque este último era letón de nacimiento, su formación artística la hizo en Brujas.

(continuará)

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