Un año más, mis mejores deseos para el próximo año.
sábado, 24 de diciembre de 2011
viernes, 18 de noviembre de 2011
El templo romano de Évora
Sobre una escalinata de piedra enmohecida
se yerguen las columnas de este templo
que un grupo de turistas se ocupa de plasmar
en sus fotografías. Un folleto asegura
que es el templo romano más antiguo
de toda la Península: igual que una oración
alzada en un idioma incomprensible,
estas ruinas nutren su propio abatimiento.
También yo tomo algunas fotos
a ver si así, en la ficción que deja
en la resolución del negativo la luz de la mañana, descubro qué me atrae a esta vacía arquitectura
si no es tal vez la transitoria imagen,
el emblema sereno que bien pudiera ser
de todas las ruinas, por qué no de las mías.
En ese pasado, ocupa un papel destacado la época romana durante la cual Évora alcanzó una enorme importancia. Su emplazamiento estratégico en un cruce de caminos y en un punto elevado que domina tres vertientes hidrográficas, le confirieron un gran valor militar. La designación honorífica de Ebora Liberalitas Iulia que le fue concedida por Julio César, así como la declaración de municipio de derecho latino, es decir, la concesión a los eborenses de todos los derechos inherentes a la ciudadanía romana, son buenas evidencias de la importancia de esta ciudad de la provincia de la Lusitania donde habitaba el mayor número de familias de origen romano.
En aquella época, la ciudad estaba rodeada de una muralla, y disponía de edificios de cierta entidad, hoy desaparecidos, como el arco de triunfo que parece que se levantaba en lo que hoy es la céntrica Plaza do Giraldo, el teatro o el acueducto (que no hay que confundir con el que está en pie, obra del siglo XVI). Del pasado romano permanecen a la vista tan sólo algunos monumentos, como una puerta de acceso a la ciudad en las antiguas murallas y, sobre todo, el templo romano, uno de los mejor conservados de Hispania, y auténtico icono de Évora.
Es frecuente referirse al templo romano de Évora como Templo de Diana, aunque en realidad, el templo jamás estuvo dedicado a esa deidad, y la confusión tiene su origen en una invención del siglo XVIII. El templo ocupa el lugar donde antaño se localizó el foro de la ciudad, y aunque no hay un acuerdo unánime entre los investigadores, debió construirse en el siglo I dC, o quizás a inicios del siglo II dC. Hay quien lo retrasa inclusive hasta el siglo III dC, en época de Trajano o Adriano.
Lo que sí parece claro es que estuvo consagrado al culto imperial. El fundamento de este culto parece que tiene que ver con la gran cantidad de poderes que reunían en su persona los emperadores, que no podían derivarse de su naturaleza humana sino de la existencia de un numen (fuerza divina) personal, y es a ese numen al que se pasa a rendir culto a través de numerosos actos litúrgicos. El origen del mismo hay que remontarlo al asesinato de Julio César, tras el cual, según cuenta Plutarco, el Senado decretó que se le reverenciara como un dios justificándolo por sus numerosas victorias. Se convirtió así en el primer ciudadano romano honrado con honores divinos. El culto se afianzó durante el imperio de Augusto, y se extendió con gran éxito en numerosas provincias. En época de los antoninos y severos, se hallaba plenamente consolidado.
Este culto estaba reservado para los emperadores difuntos ya que, en el caso de los vivos, las invocaciones se realizaban a los dioses en pro del emperador. Como en el caso de Évora, los templos consagrados al culto imperial, solían emplazarse normalmente orientados al foro y sobre un lugar elevado. Para las provincias en que fue instaurado, el culto imperial tuvo una enorme importancia, ya que con motivo de las reuniones anuales para su celebración terminaron formándose asambleas de notables destinadas a formar una especie de consejo provincial con influencia política. En la Lusitania y en la Hispania Citerior, la conjunción de culto imperial y de las asambleas se convirtió para las clases más elevadas de la región en un medio de expresar su identificación con la provincia y con la casa imperial, destinado a cimentar su lealtad a Roma y al emperador.
Algunos de los últimos trabajos realizados en el templo de Évora han descubierto la existencia de un tanque de agua en forma de U de aproximadamente un metro de profundidad y una anchura de casi cuatro metros. En algunos monumentos portugueses relacionados con el culto al emperador se ha constatado también la existencia del culto al agua, por lo que este hallazgo vendría a reafirmar la consagración del templo al culto imperial.
Del templo se conserva el podio en toda su extensión, de unos tres metros de altura, quince metros de anchura y 24 metros de longitud. Presenta un tipo especial de templo con podio, en forma períptica, que Hauschild considera una particularidad en la historia de la arquitectura romana, y del que sorprendentemente existen otros dos ejemplos en la Península Ibérica, en Mérida y Barcelona. Griegos y romanos acostumbraban a dibujar la planta de los edificios a escala 1:1 en el zócalo sobre el que iban a construir, y milagrosamente esas marcas se descubrieron en Évora en unos trabajos de conservación desarrollados en 1985.
En la parte frontal se conserva parte de la estructura que soportaba la escalinata de acceso, pero probablemente debió tener también unas escaleras laterales en alguno de sus lados, como se desprende de las excavaciones realizadas en el mismo.
Para la construcción de las columnas se emplearon diferentes materiales. Para las basas y los capiteles se optó por el mármol blanco, y por el granito para los fustes, el arquitrabe y el friso.
Los hermosos capitales corintios están formados por los elementos básicos del estilo: dos filas de hojas, caulículos algo inclinados, volutas de gran plasticidad y hélices planas. Es decir, uno de los ejemplos más clásicos del capitel corintio más habitual, que sigue las normas de Vitrubio.
Como tantos otros monumentos, tras su uso religioso en tiempos romanos, la historia le reservó otros bien diferentes: fue casa fortificada, también sirvió como dependencias de la Inquisición en los siglos XVI y XVII y, finalmente, hasta llegó a ser utilizado como matadero.
Hacia 1840, en Évora, como en otros puntos de Europa y Portugal, la preocupación por el pasado y por la recuperación de la cultura, en parte herencia de la Ilustración, y en parte del romanticismo que recorría los círculos burgueses adinerados y aristocráticos de la ciudad, se inicia un movimento de recuperación de su patrimonio que va a tener como símbolo la recuperación del templo romano. Intelectuales relacionados con la arqueología, la historia y el folklore, como Rafael de Lemas y Cunha Rivara impulsaron la recuperación del aspecto original del templo, labor que dirigió finalmente el arquitecto italiano Giuseppe Cinatti.
Para conocer más detalles sobre el templo romano de Évora, podeis leer el trabajo de Theodor Hauschild, El templo romano de Évora (Cuadernos de Arquitectura Romana, vol. 1, 1991), y sobre la restauración del mismo llevada a cabo en el siglo XIX, este otro de María Cátedra, La reconstrucción del templo de Diana de Évora (Revista de Antropología Social, 2011).
se yerguen las columnas de este templo
que un grupo de turistas se ocupa de plasmar
en sus fotografías. Un folleto asegura
que es el templo romano más antiguo
de toda la Península: igual que una oración
alzada en un idioma incomprensible,
estas ruinas nutren su propio abatimiento.
También yo tomo algunas fotos
a ver si así, en la ficción que deja
en la resolución del negativo la luz de la mañana, descubro qué me atrae a esta vacía arquitectura
si no es tal vez la transitoria imagen,
el emblema sereno que bien pudiera ser
de todas las ruinas, por qué no de las mías.
JUAN MANUEL ROMERO, Casa quemada
Esta literaria y sencilla evocación del templo romano de Évora acompaña mi paseo nocturno por esta hermosa ciudad. En sus calles medievales, estrechas y empedradas, es el silencio más acompañante que tu propia sombra, que apenas se proyecta por la tenue iluminación. Declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, a través de ellas se ofrecen al paso los restos de un pasado romano, visigodo, árabe, cristiano, ... haciendo de ella una auténtica ciudad-museo.
En ese pasado, ocupa un papel destacado la época romana durante la cual Évora alcanzó una enorme importancia. Su emplazamiento estratégico en un cruce de caminos y en un punto elevado que domina tres vertientes hidrográficas, le confirieron un gran valor militar. La designación honorífica de Ebora Liberalitas Iulia que le fue concedida por Julio César, así como la declaración de municipio de derecho latino, es decir, la concesión a los eborenses de todos los derechos inherentes a la ciudadanía romana, son buenas evidencias de la importancia de esta ciudad de la provincia de la Lusitania donde habitaba el mayor número de familias de origen romano.
La llamada Puerta de Doña Isabel es la única de las puertas que se ha conservado por las que se franqueaba la muralla romana.
En aquella época, la ciudad estaba rodeada de una muralla, y disponía de edificios de cierta entidad, hoy desaparecidos, como el arco de triunfo que parece que se levantaba en lo que hoy es la céntrica Plaza do Giraldo, el teatro o el acueducto (que no hay que confundir con el que está en pie, obra del siglo XVI). Del pasado romano permanecen a la vista tan sólo algunos monumentos, como una puerta de acceso a la ciudad en las antiguas murallas y, sobre todo, el templo romano, uno de los mejor conservados de Hispania, y auténtico icono de Évora.
Es frecuente referirse al templo romano de Évora como Templo de Diana, aunque en realidad, el templo jamás estuvo dedicado a esa deidad, y la confusión tiene su origen en una invención del siglo XVIII. El templo ocupa el lugar donde antaño se localizó el foro de la ciudad, y aunque no hay un acuerdo unánime entre los investigadores, debió construirse en el siglo I dC, o quizás a inicios del siglo II dC. Hay quien lo retrasa inclusive hasta el siglo III dC, en época de Trajano o Adriano.
Lo que sí parece claro es que estuvo consagrado al culto imperial. El fundamento de este culto parece que tiene que ver con la gran cantidad de poderes que reunían en su persona los emperadores, que no podían derivarse de su naturaleza humana sino de la existencia de un numen (fuerza divina) personal, y es a ese numen al que se pasa a rendir culto a través de numerosos actos litúrgicos. El origen del mismo hay que remontarlo al asesinato de Julio César, tras el cual, según cuenta Plutarco, el Senado decretó que se le reverenciara como un dios justificándolo por sus numerosas victorias. Se convirtió así en el primer ciudadano romano honrado con honores divinos. El culto se afianzó durante el imperio de Augusto, y se extendió con gran éxito en numerosas provincias. En época de los antoninos y severos, se hallaba plenamente consolidado.
Este culto estaba reservado para los emperadores difuntos ya que, en el caso de los vivos, las invocaciones se realizaban a los dioses en pro del emperador. Como en el caso de Évora, los templos consagrados al culto imperial, solían emplazarse normalmente orientados al foro y sobre un lugar elevado. Para las provincias en que fue instaurado, el culto imperial tuvo una enorme importancia, ya que con motivo de las reuniones anuales para su celebración terminaron formándose asambleas de notables destinadas a formar una especie de consejo provincial con influencia política. En la Lusitania y en la Hispania Citerior, la conjunción de culto imperial y de las asambleas se convirtió para las clases más elevadas de la región en un medio de expresar su identificación con la provincia y con la casa imperial, destinado a cimentar su lealtad a Roma y al emperador.
Algunos de los últimos trabajos realizados en el templo de Évora han descubierto la existencia de un tanque de agua en forma de U de aproximadamente un metro de profundidad y una anchura de casi cuatro metros. En algunos monumentos portugueses relacionados con el culto al emperador se ha constatado también la existencia del culto al agua, por lo que este hallazgo vendría a reafirmar la consagración del templo al culto imperial.
Del templo se conserva el podio en toda su extensión, de unos tres metros de altura, quince metros de anchura y 24 metros de longitud. Presenta un tipo especial de templo con podio, en forma períptica, que Hauschild considera una particularidad en la historia de la arquitectura romana, y del que sorprendentemente existen otros dos ejemplos en la Península Ibérica, en Mérida y Barcelona. Griegos y romanos acostumbraban a dibujar la planta de los edificios a escala 1:1 en el zócalo sobre el que iban a construir, y milagrosamente esas marcas se descubrieron en Évora en unos trabajos de conservación desarrollados en 1985.
En la parte frontal se conserva parte de la estructura que soportaba la escalinata de acceso, pero probablemente debió tener también unas escaleras laterales en alguno de sus lados, como se desprende de las excavaciones realizadas en el mismo.
Para la construcción de las columnas se emplearon diferentes materiales. Para las basas y los capiteles se optó por el mármol blanco, y por el granito para los fustes, el arquitrabe y el friso.
Los hermosos capitales corintios están formados por los elementos básicos del estilo: dos filas de hojas, caulículos algo inclinados, volutas de gran plasticidad y hélices planas. Es decir, uno de los ejemplos más clásicos del capitel corintio más habitual, que sigue las normas de Vitrubio.
Como tantos otros monumentos, tras su uso religioso en tiempos romanos, la historia le reservó otros bien diferentes: fue casa fortificada, también sirvió como dependencias de la Inquisición en los siglos XVI y XVII y, finalmente, hasta llegó a ser utilizado como matadero.
Hacia 1840, en Évora, como en otros puntos de Europa y Portugal, la preocupación por el pasado y por la recuperación de la cultura, en parte herencia de la Ilustración, y en parte del romanticismo que recorría los círculos burgueses adinerados y aristocráticos de la ciudad, se inicia un movimento de recuperación de su patrimonio que va a tener como símbolo la recuperación del templo romano. Intelectuales relacionados con la arqueología, la historia y el folklore, como Rafael de Lemas y Cunha Rivara impulsaron la recuperación del aspecto original del templo, labor que dirigió finalmente el arquitecto italiano Giuseppe Cinatti.
Para conocer más detalles sobre el templo romano de Évora, podeis leer el trabajo de Theodor Hauschild, El templo romano de Évora (Cuadernos de Arquitectura Romana, vol. 1, 1991), y sobre la restauración del mismo llevada a cabo en el siglo XIX, este otro de María Cátedra, La reconstrucción del templo de Diana de Évora (Revista de Antropología Social, 2011).
sábado, 5 de noviembre de 2011
El rescate de Abu-Simbel, un episodio de la guerra fría
Fotografía de Terra Antiquae |
En 1952 un golpe de estado a cargo del Movimiento de los Oficiales Libres, llevó al poder a Gamal Abdel Nasser que se convirtió en 1953 en presidente y hombre fuerte de Egipto. Una de sus primeras decisiones fue construir una segunda presa en Asuán. Este proyecto iba a tener implicaciones tanto políticas como arqueológicas, ya que, por una parte requería de una importante inversión económica que Egipto no podía afrontar por sí solo y, por otra, la subida del nivel de las aguas del Nilo inundaría numerosos templos y monumentos de Nubia, entre ellos el propio templo de Abu-Simbel. Ramsés II, treinta y tres siglos después de muerto, sin pretenderlo, volvió a participar en una guerra. El rescate del templo de Abu-Simbel se convirtió en uno más de los episodios que enfrentaron a los Estados Unidos y la URSS en la guerra fría que libraron las dos grandes superpotencias por el control del mundo tras la Segunda Guerra Mundial.
Los americanos vieron inicialmente en Nasser una figura capaz de liderar a los árabes y frenar la influencia del comunismo en Oriente Medio, y por tanto un posible aliado en la guerra fría. Para ganarse su confianza ofrecen ayuda económica al gobierno egipcio para construir la presa. A cambio, esperaban que este pusiera su liderazgo al servicio de la resolución del conflicto entre los países árabes e Israel. Nasser intenta sacar provecho de la situación y solicita armamento a los Estados Unidos bajo el pretexto que para ejercer ese liderazgo necesitaba reforzar su ejército. Eisenhower, a la sazón presidente de los Estados Unidos, a través de Duster Folles, secretario de Estado, accedió inicialmente, aunque con algunas condiciones que no fueron del agrado de Nasser, por lo que rechazó la propuesta americana. Si los americanos no quieren, quizá quieran los rusos, debió pensar el líder egipcio. Los americanos, pensando que se trataba de un farol, se mantienen firmes en su posición. Pero Nasser no iba de farol y alcanzó un acuerdo con la URSS para recibir armas y pagar con algodón y cereales, lo que provocó el enfado de los países occidentales. Enfado que aumentaría todavía más tras el reconocimiento de Egipto de la China comunista de Mao. En esas circunstancias, Estados Unidos, para presionar a Egipto, niega la ayuda económica solicitada por el país africano para la construcción de la presa de Asuán, explicando que ello era imposible en las circunstancias del momento, pero también presiona dificultando el acceso del país africano a los créditos internacionales.
La respuesta de Nasser no se hizo esperar y constituyó toda una declaración de intenciones: la nacionalización del Canal de Suez hasta entonces en manos de empresas británicas y francesas, lo que abrió una importantante crisis internacional. Egipto pensaba así, con los ingresos de la explotación del Canal, financiar gran parte de la obra de Asuán. La URSS, por otro lado, vio en el conflicto de Asuán la posibilidad de aumentar su influencia y su presencia en la zona y se ofreció de inmediato a prestar la ayuda económica requerida por las autoridades egipcias, con lo que las obras comenzaron casi de inmediato.
Solucionado el escollo se abrió un segundo frente, cómo salvar los monumentos y tesoros que el agua del Nilo iba a sepultar con la subida del nivel de las aguas por la presa, y entre ellos los templos de Abu-Simbel, tanto el de Ramsés II como el de su esposa Nefertari. Nasser confió la búsqueda de la solución a su ministro de Cultura, Sarwat Okasha que no necesitó mucho para convencer a Christine Desroches Noblecourt, eminente egiptóloga y conservadora de antigüedades del Louvre, para que liderara el llamamiento a la comunidad internacional para salvar los templos de Nubia. El nombre de Christine Desroches, que falleció recientemente, en junio de 2011, a la edad de 97 años, ha quedado desde entonces indisolublemente unido al del templo de Abu-Simbel.
Estados Unidos, contrariado por los acontecimientos descritos, declaró que el proyecto nunca se llevaría a cabo, y utilizó toda su influencia para que no se concediese el menor apoyo internacional a un posible proyecto de rescate, aunque finalmente no le quedó más remedio que sumarse a la corriente internacional y terminaría por incorporarse al mismo. Desde el primer momento, el papel de Christine Desroches se mostró decisivo. Entendió rápidamente que si había un organismo internacional capaz de movilizar los recursos que se necesitaban para salvar aquel patrimonio, ese era la UNESCO, a la que hubo de convencer para salvar unos monumentos que a finales de los años 50 del siglo XX no eran tan conocidos como lo son hoy. Y por ahí empezó, por enseñar al mundo las maravillas artísticas que estaban amenazadas, invitando a gobernantes, representantes de la cultura, personajes influyentes,... a visitar los monumentos. Es célebre el discurso de su compatriota, el escritor André Malraux, entonces ministro francés de Cultura, en defensa del proyecto:
El 8 de marzo de 1960, la UNESCO lanzó un llamamiento internacional a las naciones del mundo para rescatar los monumentos de las aguas del Nilo. El clima de guerra fría que se vivía por entonces no era el más adecuado para una propuesta de este tipo, pero finalmente, la simpatía que el proyecto empezó a ganar en todo el mundo hicieron posible lo que parecía imposible, incluso la participación norteamericana, en una operación que no cabe calificar más que de faraónica, tanto por el coste de la misma como por las dificultades técnicas que entrañaba.
Años más tarde, en 2004, Christine Desroches ponía de relieve en una entrevista, las terribles presiones a que se vio sometida y las implicaciones entre la alta política y la cultura:
Una vez tomada la decisión del rescate, el problema era cómo hacerlo, cómo trasladar el colosal templo de Ramsés II a un lugar seguro. Tras presentarse diferentes proyectos, la UNESCO se decidió por el de un equipo de ingenieros franceses que pretendían levantar los templos por un sistema de flotadores hidráulicos y elevarlos hasta el lugar escogido. La solución técnicamente era posible, sin embargo, económicamente el costo era muy elevado, por lo que finalmente fue desestimada. En su lugar, se escogió otra solución ideada por una firma de ingenieros suecos, que contemplaba el corte del monumento en grandes bloques de piedra, su izado a través de grúas gigantescas, el almacenamiento y cuidado de cada uno de esos bloques mientras duraban las operaciones y, finalmente, la reconstrucción del templo.
La operación de corte, ya de por sí muy complicada, había que hacerla además al mismo tiempo que río abajo se levantaba la presa. Es decir, no se disponía de mucho tiempo para hacerlo porque la subida del nivel de las aguas era mucho más rápido que el traslado del templo. La única solución posible para evitarlo era levantar a su vez un enorme dique delante del templo de Ramsés II, a modo de protección, que contuviera las aguas del río y evitar que se inundara el templo. Para ello hubo que trabajar a contrarreloj, durante día y noche.
Como apuntábamos, la operación de corte fue extremadamente complicada. Abu-Simbel está construído con una piedra arenisca extremadamente frágil, por lo que hubo de inyectársele unas sustancias químicas que fortalecieran y permitieran el corte y, al mismo tiempo, preservaran los relieves que recubrían los muros del templo. Una vez despiezado el monumento, se procedió al desmonte y construcción del nuevo emplazamiento, en un lugar a 64 metros por encima del lugar que ocupaba originalmente el templo, y con la misma orientación, para preservar el fenómeno solar que los antiguos egipcios habían conseguido en Abu-Simbel. No deja de ser paradójico que, a pesar de nuestros medios y adelantos técnicos, los técnicos del siglo XX no fuesen capaces de conseguir una medición tan exacta cómo la que los constructores egipcios habían hecho tres mil trescientos años antes, y erraron el cálculo, así que aunque hoy el sol sigue iluminando los rostros de los dioses, lo hace con un día de adelanto.
La operación de salvamento de Abu-Simbel concluyó en 1968, con la apertura del templo en su nuevo emplazamiento. El coste de la misma y del resto de monumentos de Nubia se cifró por la UNESCO en junio de 1972 en 42.244.970 dólares, de los cuales más de 22 millones procedían de la solidaridad internacional de cincuenta estados miembros del organismo, y por entonces aún no se había acometido otro de los grandes retos, el salvamento de los monumentos de la isla de Philae, que costaría unos 13 millones de dólares más. La ayuda, sin embargo, no le salió gratis a Egipto. A cambio de ella, se comprometió a ceder cuatro templos para su traslado a algunos de los países que colaboraron en la empresa: el templo de Ellesiya a Italia; el de Debod a España; el de Dendur a Estados Unidos; y el de Taffa a Holanda; además de numerosas antigüedades para diferentes museos de todo el mundo. El rescate de Abu-Simbel constituyó el punto de partida para la toma de conciencia por los estados de la importancia del la conservación del patrimonio mundial, y el primer paso para el Tratado Internacional de la Convención sobre la protección del patrimonio cultural y natural, aprobado por la UNESCO en 1972.
Por último, os dejo aquí un vídeo en inglés que muestra algunos detalles de la compleja operación de rescate del templo de Ramsés II.
Fotografía de Unesco.org |
La respuesta de Nasser no se hizo esperar y constituyó toda una declaración de intenciones: la nacionalización del Canal de Suez hasta entonces en manos de empresas británicas y francesas, lo que abrió una importantante crisis internacional. Egipto pensaba así, con los ingresos de la explotación del Canal, financiar gran parte de la obra de Asuán. La URSS, por otro lado, vio en el conflicto de Asuán la posibilidad de aumentar su influencia y su presencia en la zona y se ofreció de inmediato a prestar la ayuda económica requerida por las autoridades egipcias, con lo que las obras comenzaron casi de inmediato.
Fotografía de Structure for Life & World |
Estados Unidos, contrariado por los acontecimientos descritos, declaró que el proyecto nunca se llevaría a cabo, y utilizó toda su influencia para que no se concediese el menor apoyo internacional a un posible proyecto de rescate, aunque finalmente no le quedó más remedio que sumarse a la corriente internacional y terminaría por incorporarse al mismo. Desde el primer momento, el papel de Christine Desroches se mostró decisivo. Entendió rápidamente que si había un organismo internacional capaz de movilizar los recursos que se necesitaban para salvar aquel patrimonio, ese era la UNESCO, a la que hubo de convencer para salvar unos monumentos que a finales de los años 50 del siglo XX no eran tan conocidos como lo son hoy. Y por ahí empezó, por enseñar al mundo las maravillas artísticas que estaban amenazadas, invitando a gobernantes, representantes de la cultura, personajes influyentes,... a visitar los monumentos. Es célebre el discurso de su compatriota, el escritor André Malraux, entonces ministro francés de Cultura, en defensa del proyecto:
"El poder que creó los monumentos colosales está amenazado hoy ...., nos habla una voz tan importante como la de los arquitectos de Chartres, como la de Rembrandt... Su súplica es histórica, no porque proponga salvar los templos de Nubia, sino porque con ella la civilización global demanda por primera vez y públicamente el arte del mundo como su herencia indivisible. Solamente hay una acción sobre la que la indiferencia de las estrellas y el eterno murmullo de los ríos no tienen ningún dominio, es el acto por el cual el hombre arrebata algo a la muerte"
El 8 de marzo de 1960, la UNESCO lanzó un llamamiento internacional a las naciones del mundo para rescatar los monumentos de las aguas del Nilo. El clima de guerra fría que se vivía por entonces no era el más adecuado para una propuesta de este tipo, pero finalmente, la simpatía que el proyecto empezó a ganar en todo el mundo hicieron posible lo que parecía imposible, incluso la participación norteamericana, en una operación que no cabe calificar más que de faraónica, tanto por el coste de la misma como por las dificultades técnicas que entrañaba.
Años más tarde, en 2004, Christine Desroches ponía de relieve en una entrevista, las terribles presiones a que se vio sometida y las implicaciones entre la alta política y la cultura:
"Mucha gente que hoy se vanagloria de haber participado en la tarea era partidaria entonces de dejar que [los templos] fueran destruídos. Como los norteamericanos: hicieron todo lo posible por detenerme; me tacharon de loca y de liante, de arrastrar irresponsablemente a la UNESCO. Foster Dulles, que espero que esté muerto, y el embajador de Estados Unidos, el señor Reinhardt, dijeron que yo tenía una imaginación pervertida. Y esos días, la CIA hacía desparecer gente, así que eran tiempos peligrosos para quien les llevaba la contraria. No sabe cómo trataron a los egipcios esos cowboys: amenazaron al presidente Nasser, que se negó a venderse a los americanos, con que no tendría dinero de la banca internacional para la presa sino aplicaba la política que le dictaban. La política que han intentado aplicar en Irak. ¿Ha visto el resultado?"
Fotografía de Iconic Photos
Una vez tomada la decisión del rescate, el problema era cómo hacerlo, cómo trasladar el colosal templo de Ramsés II a un lugar seguro. Tras presentarse diferentes proyectos, la UNESCO se decidió por el de un equipo de ingenieros franceses que pretendían levantar los templos por un sistema de flotadores hidráulicos y elevarlos hasta el lugar escogido. La solución técnicamente era posible, sin embargo, económicamente el costo era muy elevado, por lo que finalmente fue desestimada. En su lugar, se escogió otra solución ideada por una firma de ingenieros suecos, que contemplaba el corte del monumento en grandes bloques de piedra, su izado a través de grúas gigantescas, el almacenamiento y cuidado de cada uno de esos bloques mientras duraban las operaciones y, finalmente, la reconstrucción del templo.
La operación de corte, ya de por sí muy complicada, había que hacerla además al mismo tiempo que río abajo se levantaba la presa. Es decir, no se disponía de mucho tiempo para hacerlo porque la subida del nivel de las aguas era mucho más rápido que el traslado del templo. La única solución posible para evitarlo era levantar a su vez un enorme dique delante del templo de Ramsés II, a modo de protección, que contuviera las aguas del río y evitar que se inundara el templo. Para ello hubo que trabajar a contrarreloj, durante día y noche.
Fotografia de E&T Magazine |
La operación de salvamento de Abu-Simbel concluyó en 1968, con la apertura del templo en su nuevo emplazamiento. El coste de la misma y del resto de monumentos de Nubia se cifró por la UNESCO en junio de 1972 en 42.244.970 dólares, de los cuales más de 22 millones procedían de la solidaridad internacional de cincuenta estados miembros del organismo, y por entonces aún no se había acometido otro de los grandes retos, el salvamento de los monumentos de la isla de Philae, que costaría unos 13 millones de dólares más. La ayuda, sin embargo, no le salió gratis a Egipto. A cambio de ella, se comprometió a ceder cuatro templos para su traslado a algunos de los países que colaboraron en la empresa: el templo de Ellesiya a Italia; el de Debod a España; el de Dendur a Estados Unidos; y el de Taffa a Holanda; además de numerosas antigüedades para diferentes museos de todo el mundo. El rescate de Abu-Simbel constituyó el punto de partida para la toma de conciencia por los estados de la importancia del la conservación del patrimonio mundial, y el primer paso para el Tratado Internacional de la Convención sobre la protección del patrimonio cultural y natural, aprobado por la UNESCO en 1972.
Por último, os dejo aquí un vídeo en inglés que muestra algunos detalles de la compleja operación de rescate del templo de Ramsés II.
sábado, 22 de octubre de 2011
El templo de Ramsés II en Abu-Simbel
Fachada del Templo de Ramsés II, Abu-Simbel. Imperio Nuevo, XIX Dinastía
Ramsés II, nieto de Ramsés I e hijo de Seti I, fue el tercer faraón de la Dinastía XIX, del Imperio Nuevo. Protagonizó uno de los reinados más longevos de la historia del antiguo Egipto, nada menos que sesenta y seis años, pero también uno de los más importantes, ya que los historiadores suelen coincidir en señalar que bajo su gobierno, Egipto alcanzó una de los períodos de mayor esplendor económico, cultural y político. Hábil propagandista de sus propias gestas, utilizó el arte, y la arquitectura en particular, como modo de perpetuar su nombre para las generaciones venideras, y levantó numerosos edificios por todo Egipto, y de manera particular en la región de Nubia, donde prácticamente no hay ciudad donde no hiciera erigir un monumento.
Ramsés II, nieto de Ramsés I e hijo de Seti I, fue el tercer faraón de la Dinastía XIX, del Imperio Nuevo. Protagonizó uno de los reinados más longevos de la historia del antiguo Egipto, nada menos que sesenta y seis años, pero también uno de los más importantes, ya que los historiadores suelen coincidir en señalar que bajo su gobierno, Egipto alcanzó una de los períodos de mayor esplendor económico, cultural y político. Hábil propagandista de sus propias gestas, utilizó el arte, y la arquitectura en particular, como modo de perpetuar su nombre para las generaciones venideras, y levantó numerosos edificios por todo Egipto, y de manera particular en la región de Nubia, donde prácticamente no hay ciudad donde no hiciera erigir un monumento.
Allí, en la frontera sur de Egipto, en el reino de Kuhs, como ellos llamaron a Nubia, Ramsés II mandó construir hasta seis templos excavados total o parcialmente en las rocas de los estrechos acantilados por los que discurría el Nilo por aquellos parajes. De todos ellos, los más impresionantes, sin duda son los dos speos de Abu-Simbel (que significa "el padre de la espiga"). El más pequeño está dedicado en honor de su primera gran esposa real, Nefertari, "por la que brilla el Sol", muerta en el año 26 del reinado de Ramsés II. El mayor, en cambio, está dedicado al propio monarca Ramsés II divinizado y a los dioses Ra, Ptah y Amón.
Detalle de la fachada del templo de Ramsés II, Abu-Simbel
La edificación del templo se llevó a cabo entre los años 1284 aC y 1264 aC. Veinte años bastaron para levantar una construcción de carácter colosal. La imponente entrada tiene una altura de 30 metros y una anchura de 35. En ella destacan las cuatro imponentes estatuas sedentes del propio faraón, que mide cada una de ellas 21 metros. Abandonado ya el efímero naturalismo del período amarniense, durante la XIX Dinastía se vuelve a los cánones tradicionales de la escultura egipcia, y el faraón es representado como un hombre fuerte, joven y bello.
Entre las piernas de estos cuatro colosos, se disponen otras figuras de menor tamaño, y que se han identificado con miembros de la familia de Ramsés II: su esposa, la reina Nefertari; su madre, la reina Tuya; dos de sus hijos, los príncipes Amenhirkhopshef y Ramsés; y cinco de sus hijas, las princesas Bentanta, Nebettanuy, Esenofre, Beketmut y Meryatanum. Una mínima representación de su extensa progenie, ya que tuvo al menos 152 hijos de sus muchas esposas y concubinas.
Detalle de la reina Nefertari a los pies de uno de los colosos de Ramsés II, Abu-Simbel.
Sobre la entrada al templo, puede verse un nicho que aloja una representación de Ra con cabeza de halcón. Y más arriba, en la cornisa que remata la fachada, están labradas sobre la roca las figuras de unos mandriles, que se considera que con sus gritos saludaban al sol cada mañana.
En el interior, excavado en la roca, nos encontramos con una imponente sala hipóstila, sostenida por pilares con la representación del dios de los muertos, Osiris, caracterizado con los rasgos físicos del propio Ramsés II, y que alcanzan los diez metros de altura. Sobre muros y paredes numerosas representaciones en relieves y pinturas donde se narran diferentes episodios de la vida del monarca, como la famosa batalla de Qadesh contra los hititas. Tras ella se abre una segunda hipóstila, de menor tamaño y altura que la anterior, decorada igualmente con pinturas y relieves. Y al fondo el sancta sanctorum o santuario donde estaban colocadas las imágenes de los dioses a los que estaba consagrado el templo, incluido el propio faraón.
Una de las grandes curiosidades del templo, y que viene a corroborar la precisión con que los egipcios hacían sus mediciones y observaciones astronómicas, es que dos veces al año, los días 21 de octubre y 21 de febrero (sesenta y un día antes y sesenta y un día después del solsticio de invierno), los rayos del sol atravesaban la oscuridad del templo para posarse e iluminar los rostros de las estatuas de los dioses situados al fondo del mismo. Una precisión que no fueron capaces de conseguir, con todos los avances y conocimientos de nuestros tiempos, los técnicos que realizaron la recolocación del templo en 1968, por lo que actualmente el fenómeno se produce con un día de antelación en cada caso, a lo que lo ha hecho durante siglos.
Para Christine Desroches la relación de los templos de Abu-Simbel ,y los demás de la región de Nubia, con el Nilo, no ofrecen ninguna duda. Tanto la orientación precisa de los mismos, como los ritos que allí se celebraban, y el lugar en el que se enclavaban, muy lejos del "corazón" de Egipto, por donde entraba el río en el país, tenían como función garantizar la feliz llegada de Hapi (la Inundación) que a su paso depositaba el limo sobre las tierras fertilizándolas y posibilitando la propia existencia de Egipto.
Y es que Abu-Simbel no sólo es una extraordinaria obra de creación artística, sino también un prodigio de ingeniería y de los conocimientos geológicos a los que llegaron los egipcios, y que nos obligan a hacernos algunas preguntas que nos ayudan a comprender la magnitud de la obra:
Detalle de la reina Nefertari a los pies de uno de los colosos de Ramsés II, Abu-Simbel.
Sobre la entrada al templo, puede verse un nicho que aloja una representación de Ra con cabeza de halcón. Y más arriba, en la cornisa que remata la fachada, están labradas sobre la roca las figuras de unos mandriles, que se considera que con sus gritos saludaban al sol cada mañana.
En el interior, excavado en la roca, nos encontramos con una imponente sala hipóstila, sostenida por pilares con la representación del dios de los muertos, Osiris, caracterizado con los rasgos físicos del propio Ramsés II, y que alcanzan los diez metros de altura. Sobre muros y paredes numerosas representaciones en relieves y pinturas donde se narran diferentes episodios de la vida del monarca, como la famosa batalla de Qadesh contra los hititas. Tras ella se abre una segunda hipóstila, de menor tamaño y altura que la anterior, decorada igualmente con pinturas y relieves. Y al fondo el sancta sanctorum o santuario donde estaban colocadas las imágenes de los dioses a los que estaba consagrado el templo, incluido el propio faraón.
Una de las grandes curiosidades del templo, y que viene a corroborar la precisión con que los egipcios hacían sus mediciones y observaciones astronómicas, es que dos veces al año, los días 21 de octubre y 21 de febrero (sesenta y un día antes y sesenta y un día después del solsticio de invierno), los rayos del sol atravesaban la oscuridad del templo para posarse e iluminar los rostros de las estatuas de los dioses situados al fondo del mismo. Una precisión que no fueron capaces de conseguir, con todos los avances y conocimientos de nuestros tiempos, los técnicos que realizaron la recolocación del templo en 1968, por lo que actualmente el fenómeno se produce con un día de antelación en cada caso, a lo que lo ha hecho durante siglos.
Para Christine Desroches la relación de los templos de Abu-Simbel ,y los demás de la región de Nubia, con el Nilo, no ofrecen ninguna duda. Tanto la orientación precisa de los mismos, como los ritos que allí se celebraban, y el lugar en el que se enclavaban, muy lejos del "corazón" de Egipto, por donde entraba el río en el país, tenían como función garantizar la feliz llegada de Hapi (la Inundación) que a su paso depositaba el limo sobre las tierras fertilizándolas y posibilitando la propia existencia de Egipto.
Y es que Abu-Simbel no sólo es una extraordinaria obra de creación artística, sino también un prodigio de ingeniería y de los conocimientos geológicos a los que llegaron los egipcios, y que nos obligan a hacernos algunas preguntas que nos ayudan a comprender la magnitud de la obra:
"¿Como supieron, pues, en la forma en que se puede saber ahora, que había poca o ninguna distorsión en aquellos lechos de piedra arenisca? ¿Cómo determinaron que el interior del monte podía alojar arquitectónicamente al gran templo que se proponían excavar en él? ¿Cómo pudieron quedar satisfechos de que la consistencia de la piedra arenisca permitiría en ella el tallado de los colosos y los bajorrelieves?
¿Cuánto sabían de la química de los minerales, y cómo sabían que los granos elementales de arena estaban unidos por un cemento de óxido de hierro que da a la piedra la variedad de colorido que tiene, haciéndola pasar por todos los matices, del rosa al malva oscuro? ¿Qué sabían de la porosidad de la roca y del alto poder disolvente del agua del Nilo? Y si no sabían nada de esto, ¿cómo sabían del depósito de agua existente bajo la montaña que, cuando las rocas estaban expuestas al calor, subiría empujado por la acción de la capilaridad, «bombeo» que significaría la disolución de los minerales existentes en aquéllas, una reacción química y la precipitación de sales, todo lo cual bastaba para alterar las características de la piedra?
La inmortalidad tallada de su faraón dependería de la durabilidad de las rocas que descubrieran. ¿Cuánto sabían del desgaste causado por los agentes atmosféricos? ¿Cómo determinaron, por la evidencia externa, que la roca del interior del monte se prestaría a la ingeniería estructural de un templo tan ambicioso en sus características como seguramente lo exigiría Ramsés? De decisiones como ésas no sólo dependía la reputación de esos antiguos geólogos e ingenieros, sino, como es fácil imaginar, su vida misma[...]
Para crear los templos y las estatuas utilizaron con ventaja la presencia de bancos resistentes de piedra arenisca, que alternaron con otros más blandos. Las capas más compactas se eligieron para los techos de los templos y para las habitaciones interiores o para soportar el peso, bien grande por cierto de las estatuas sedentes. También se sacó el mayor partido posible de las fisuras de las rocas: las fachadas de los dos templos tienen líneas paralelas a las grietas mayores de la piedra"
RITCHIE CALDER, Los asombrosos ingenieros de hace tres mil años. Un reto a la técnica moderna. Publicado en El Correo de la UNESCO (Octubre, 1961)
DAVID ROBERTS. Vista del templo de Abu-Simbel (1838)
Durante muchos siglos el templo de Ramsés II permaneció olvidado y semienterrado por las arenas del desierto. En 1813, el famoso explorador suizo Johann Ludwig Burckhardt, el mismo que descubrió las ruinas de Petra un año antes, hizo un viaje por Egipto y llegó hasta Nubia. De aquel viaje dejó Travel in Nubia, un magnífico relato de un territorio que empezaba a abrirse otra vez al mundo occidental. Durante el mismo, Burckhardt redescubrió Abu-Simbel, aunque era tal la acumulación de arena que había sobre las estatuas que sólo alcanzó a intuir la grandiosidad del monumento. Traduzco torpemente sus palabras desde una edición inglesa de su obra:
"Suponiendo haber visto todas las antigüedades de Abu-Simbel, estaba a punto de ascender la cara arenosa de la montaña por el mismo camino que había descendido; cuando afortunadamente al girar hacia el sur, me di cuenta que aún eran visibles cuatro colosales estatuas labradas sobre la roca, a una distancia de aproximadamente doscientas yardas del templo; están en un hueco profundo, excavado en la montaña; pero es muy de lamentar que ahora están casi enteramente enterradas bajo las arenas que arrastran hasta allí los torrentes. Toda la cabeza, y parte del pecho y los brazos de una de las estatuas están todavía por encima de la superficie; de la siguiente apenas ninguna parte es visible, la cabeza está rota y el cuerpo cubierto de arena hasta por encima de los hombros; de las otras dos, sólo sobresalen los gorros. Es díficil determinar si estas estatuas están sentadas o de pie; sus espaldas se adhieren a una porción de roca que sobresale del cuerpo principal, y que quizá representa una parte de una silla, o quizá sea tan sólo una columna de apoyo. [..]La cabeza que está sobre la superficie es muy expresiva, posee un rostro joven que se acerca más a la belleza griega que la de cualquier otra figura del antiguo Egipto que yo haya visto; incluso, si no fuera por la estrecha barba rectangular bien podría pasar por una cabeza de Palas [...]. Sobre el muro, en el centro de las cuatro estatuas, hay una figura de Osiris con cabeza de halcón, coronada por un globo, debajo del cual sospecho que si se retirara la arena se descubriría la entrada de un gran templo, al cual las figuras colosales probablemente sirven de ornamento, del mismo modo que las seis pertenecientes al vecino templo de Isis. La presencia de la figura con cabeza de halcón también me hizo pensar que se trataba de un templo dedicado a Osiris. La parte plana de la roca que está tras las figuras colosales, está recubierta de jeroglíficos; y en la parte superior una hilera de más de veinte figuras sentadas, cortadas sobre la roca como las demás, pero tan desfiguradas, que desde abajo no podía distinguir qué significaban".
Aunque Burckhardt se equivocaba al creer que el templo de Abu-Simbel estaba dedicado a Osiris, no lo hacía al imaginar la grandiosidad que se ocultaba sepultada bajo las arenas del desierto, aunque habría que esperar aún cuatro años para conocerla. La noticia del viaje de Burckhardt y de sus descubrimientos, pronto empezó a circular entre exploradores, arquéologos y aventureros que recorrían Egipto en busca de tesoros y antigüedades. Entre ellos se encontraba Giovanni Belzoni, un forzudo italiano nacido en Padua que en los primeros años del siglo XIX se ganaba la vida en Inglaterra en exhibiciones de fuerza por circos y ferias. Allí, entre exhibición y exhibición, parece que estudió algo de ingeniería. De Inglaterra pasó a Egipto, al parecer con la intención de hacerse rico con una rueda hidráulica que multiplicaría por cuatro el rendimiento de las que allí se usaban. El invento, sin embargo, no funcionó como él esperaba y quedó atrapado en Egipto. Fue entonces cuando decidió dedicarse a la "arqueología" como medio de supervivencia, al punto que, un siglo más tarde, Howard Carter, el descubridor de la tumba de Tutankamón, no dudó en calificarle como "el hombre más notable de toda la historia de la egiptología".
Dibujo del templo de Abu-Simbel sepultado bajo la arena del desierto, realizado por el propio G. Belzoni.
Desde el primer momento que oyó a su amigo Burckhardt contar su descubrimiento, Belzoni se propuso desenterrar el templo. Lo intentó una primera vez, y logró desenterrar unos ocho metros de fachada y dejar al descubierto por entero una de las estatuas colosales de Ramsés II, sin embargo, la falta de medios económicos y la dificultad de la empresa le hicieron interrumpir el trabajo. Meses más tarde regresó al lugar y, finalmente, en agosto de 1817 logró franquear la entrada al templo de Abu-Simbel, convirtiéndose en el primer hombre que lo hacía desde hacía muchos siglos. El mismo describe en su diario cómo se desarrollaron los acontecimientos, y de nuevo traduzco libremente desde el inglés:
"La arena, arrastrada por el viento proveniente del Norte, se amontonaba contra la roca y, poco a poco, se había extendido a lo largo de la fachada hasta enterrar tres cuartas partes de la entrada. De este modo, la primera vez que me acerqué al templo perdí la esperanza de liberar la entrada, ya que parecía totalmente iimposible alcanzar la puerta [...]. La arena resbalaba de un lado a otro de la fachada y no tenía sentido tratar de abrir un acceso directo a la entrada. Por tanto, era necesario excavar en la dirección opuesta para que la arena cayese más allá de la fachada [...]. La mañana del primero de agosto fuimos muy temprano al templo, entusiasmados por la idea de entrar por fin en las cámaras subterráneas que habíamos descubierto [...]. Entramos en el pasaje que habíamos abierto y tuvimos el placer de ser los primeros en descender a la cámara más grande y hermosa de Nubia, y examinar un monumento comparable al más bello de Egipto [...]. Al principio, estábamos sorprendidos por la inmensidad del lugar; encontramos magníficas antigüedades, pinturas, esculturas y estatuas enormes".
Algunos años después, el pintor escocés David Roberts, recogió en sus litografías sobre Egipto algunas vistas del templo de Abu-Simbel donde se aprecia la entrada practicada veinte años antes por Belzoni.
Pero las amenazas para Abu-Simbel no terminaron con su liberación de las arenas doradas del desierto, las próximas habrían de provenir de las aguas que durante siglos circularon mansamente ante él, pero de eso hablaremos otro día.
Todas las fotografías que ilustran este artículo están tomadas de wikipedia.
domingo, 2 de octubre de 2011
La iglesia jesuítica de San José, en Lekeitio
Iglesia de San José, Lekeitio (1708-1740). Fachada principal
En el interior, San José mantiene la disposición habitual de las iglesias jesuíticas, con planta de cruz latina, cabecera recta, una única nave dividida en tres tramos y capillas poco profundas entre contrafuertes. El crucero es semejante en altura y profundidad a las capillas, aunque de mayor longitud. En altura, una tribuna recorre el perímetro de la iglesia.
La cubierta de la nave es una bóveda de cañón con tramos separados por arcos fajones, y en el crucero una cúpula semiesférica que descansa sobre pechinas. La luminosidad del templo y la ausencia de decoración, permiten apreciar la pureza arquitectónica de sus líneas, como escribe Velilla Iriondo.
Iglesia de San José, Lekeitio (1708-1740). Fachada principal, detalle de la puerta
La austeridad del interior encuentra su prolongación en la propia fachada. La escasa ornamentación se concentra en la puerta y en los escudos de las familias Mendiola y Bengolea, que flanquean el propio escudo real.
La fachada se articula en dos cuerpos superpuestos. El principal está configurado por un gran rectángulo enmarcado por pilastras toscanas de orden gigante muy planas, y rematado por un entablamento. En el segundo cuerpo, de menor altura y anchura, se abren tres arcadas. Las laterales acogen el cuerpo de campanas, mientras que la central, actualmente cegada, la ocupa el reloj.
El conjunto se remata con un frontón triangular, con dos jarrones en sus extremos, similares a los que se asientan sobre el primer cuerpo y que marcan la verticalidad del edificio.
Como es sabido, la obediencia de la Compañía de Jesús al Papa, por encima de la que debían a los monarcas, terminaría con la expulsión de los jesuítas de diferentes reinos europeos. En España, el problema se agravó con la sospecha de su participación en el motín de Esquilache, y la orden de expulsión se cursó a través de la Pragmática Sanción de 1767 dictada por Carlos III. La iglesia de San José, de Lekeitio, siguió el mismo destino que el resto de bienes de la orden, fue incautada por la Corona y pasó a ser administrada por una Junta de Temporalidades.
Durante la Guerra de la Independencia la iglesia sirvió de acuartelamiento de las tropas napoleónicas y padeció numerosos daños de los que no se recuperaría hasta bien entrado el siglo XIX, cuando José Javier de Uribarren adquiere el solar de la casa colegio de los jesuítas y emprende la restauración de la iglesia.
B. BARAMENDI, S. BASTERRA, V. LARREA y A. AREIZAGA. Mausoleo de José Javier Uribarren y Jesusa Aguirrebengoa (1886). Iglesia de San José, Lekeitio.
Uribarren es uno de los vecinos más prominentes de la villa de Lekeitio en el siglo XIX. Emigrado a México, retorna con una gran fortuna a Europa en 1824, y dos años después le vemos instalado en Burdeos y París, donde se dedica a los negocios y a la banca con gran éxito. Es uno de los grandes benefactores de su villa natal, tanto en vida como a su muerte, ya que dejó parte de su gran fortuna para diferentes obras que mejoraron Lekeitio: ampliación del cementerio, construcción del muelle de Lazunarri, traída de las aguas, establecimiento de una Escuela de Náutica, escuelas de niños, niñas y adultos en escuelas nocturnas y dominicales, etc.
Sus restos mortales y los de su esposa descansan en el mausoleo que el ayuntamiento le dedicó en uno de los brazos del crucero de la iglesia de San José. El conjunto fue obra del taller bilbaíno de Bernabé Garamendi y Serafín Basterra, y constituye una buena muestra del naturalismo escultórico del siglo XIX. Las figuras yacentes de los esposos descansan una junto a la otra bajo la figura de un ángel que porta sendas coronas de flores. A un lado del sepulcro la figura de un anciano y al otro la de una niña, sendas representaciones del dolor de las gentes que fueron más favorecidas por la filantropía del matrimonio.
En el ir y venir propios del verano, he disfrutado de unos días con la compañía de unos amigos entrañables en la hermosa ría de Urdaibai, un triángulo mágico, reserva de la biosfera, cuyos vértices lo componen Bermeo, Guernica y Elantxobe. Fuera de los límites del mismo, pero muy próximo a él, se encuentra la villa de Lekeitio, destino de uno de nuestros paseos.
Al asomarse al puerto de Lekeitio, poblado de embarcaciones de recreo, se aprecia con claridad cómo el turismo se ha convertido en uno de los motores económicos de la población, en detrimento de otros más tradicionales como la pesca, como recuerdan las escasas embarcaciones destinadas a ese uso que comparten el espacio con las primeras.
En el paseo por la ciudad, mis pasos me conducen hacia la iglesia de San José, construída por encargo de la Compañía de Jesús, y cuya fábrica se atiene con bastante fidelidad al modelo de iglesia que la Orden difundió siguiendo el planteado por Vignola en la iglesia del Gesú, en Roma, aunque con unas dimensiones y un interior mucho más austero en la iglesia vizcaína que en la romana.
La presencia de los jesuítas en la villa se remonta a los primeros años del siglo XVIII, cuando Joseph de Mendiola y su esposa María Pérez de Bengolea donan a la Compañía de Jesús los terrenos que ocupaba su residencia, el desaparecido Palacio Mendiola, obra de Lucas de Longa, y otros colindantes al mismo, para la construcción de un colegio y una iglesia.
No está claro, sin embargo, quien fue el arquitecto responsable de su construcción. Jaione Velilla Iriondo, aventura la posibilidad que la traza inicial del proyecto fuese obra del mencionado Lucas de Longa, basándose para ello en la amistad que le unía con la familia Mendiola y la gran similitud que encuentra en algunas soluciones arquitectónicas entre esta iglesia y las que Longa empleó en la iglesia del Convento de Santa Clara, de Azkoitia, y en la parroquia de Elgóibar. Ninguna otra prueba parece encontrar, sin embargo, para respaldar esa autoría. Barrio y Madariaga, por su parte, señalan a Martín de Zaldúa, uno de los maestros de Loyola, que hacia 1720 estaba en Lekeitio trabajando en la iglesia de San José, y apuntan la posibilidad que el mismo fuese el responsable de la traza inicial, aunque esta es anterior, ya que las obras comenzaron en 1708. La documentación que se conserva corrobora la intervención en ella de otros maestros de Loyola como Joseph Yturbe, Joseph de Lecuona e Ignacio de Ibero.
Iglesia de San José, Lekeitio (1708-1840). Interior
No está claro, sin embargo, quien fue el arquitecto responsable de su construcción. Jaione Velilla Iriondo, aventura la posibilidad que la traza inicial del proyecto fuese obra del mencionado Lucas de Longa, basándose para ello en la amistad que le unía con la familia Mendiola y la gran similitud que encuentra en algunas soluciones arquitectónicas entre esta iglesia y las que Longa empleó en la iglesia del Convento de Santa Clara, de Azkoitia, y en la parroquia de Elgóibar. Ninguna otra prueba parece encontrar, sin embargo, para respaldar esa autoría. Barrio y Madariaga, por su parte, señalan a Martín de Zaldúa, uno de los maestros de Loyola, que hacia 1720 estaba en Lekeitio trabajando en la iglesia de San José, y apuntan la posibilidad que el mismo fuese el responsable de la traza inicial, aunque esta es anterior, ya que las obras comenzaron en 1708. La documentación que se conserva corrobora la intervención en ella de otros maestros de Loyola como Joseph Yturbe, Joseph de Lecuona e Ignacio de Ibero.
En el interior, San José mantiene la disposición habitual de las iglesias jesuíticas, con planta de cruz latina, cabecera recta, una única nave dividida en tres tramos y capillas poco profundas entre contrafuertes. El crucero es semejante en altura y profundidad a las capillas, aunque de mayor longitud. En altura, una tribuna recorre el perímetro de la iglesia.
La cubierta de la nave es una bóveda de cañón con tramos separados por arcos fajones, y en el crucero una cúpula semiesférica que descansa sobre pechinas. La luminosidad del templo y la ausencia de decoración, permiten apreciar la pureza arquitectónica de sus líneas, como escribe Velilla Iriondo.
Iglesia de San José, Lekeitio (1708-1740). Fachada principal, detalle de la puerta
La austeridad del interior encuentra su prolongación en la propia fachada. La escasa ornamentación se concentra en la puerta y en los escudos de las familias Mendiola y Bengolea, que flanquean el propio escudo real.
La fachada se articula en dos cuerpos superpuestos. El principal está configurado por un gran rectángulo enmarcado por pilastras toscanas de orden gigante muy planas, y rematado por un entablamento. En el segundo cuerpo, de menor altura y anchura, se abren tres arcadas. Las laterales acogen el cuerpo de campanas, mientras que la central, actualmente cegada, la ocupa el reloj.
El conjunto se remata con un frontón triangular, con dos jarrones en sus extremos, similares a los que se asientan sobre el primer cuerpo y que marcan la verticalidad del edificio.
Como es sabido, la obediencia de la Compañía de Jesús al Papa, por encima de la que debían a los monarcas, terminaría con la expulsión de los jesuítas de diferentes reinos europeos. En España, el problema se agravó con la sospecha de su participación en el motín de Esquilache, y la orden de expulsión se cursó a través de la Pragmática Sanción de 1767 dictada por Carlos III. La iglesia de San José, de Lekeitio, siguió el mismo destino que el resto de bienes de la orden, fue incautada por la Corona y pasó a ser administrada por una Junta de Temporalidades.
Durante la Guerra de la Independencia la iglesia sirvió de acuartelamiento de las tropas napoleónicas y padeció numerosos daños de los que no se recuperaría hasta bien entrado el siglo XIX, cuando José Javier de Uribarren adquiere el solar de la casa colegio de los jesuítas y emprende la restauración de la iglesia.
B. BARAMENDI, S. BASTERRA, V. LARREA y A. AREIZAGA. Mausoleo de José Javier Uribarren y Jesusa Aguirrebengoa (1886). Iglesia de San José, Lekeitio.
Uribarren es uno de los vecinos más prominentes de la villa de Lekeitio en el siglo XIX. Emigrado a México, retorna con una gran fortuna a Europa en 1824, y dos años después le vemos instalado en Burdeos y París, donde se dedica a los negocios y a la banca con gran éxito. Es uno de los grandes benefactores de su villa natal, tanto en vida como a su muerte, ya que dejó parte de su gran fortuna para diferentes obras que mejoraron Lekeitio: ampliación del cementerio, construcción del muelle de Lazunarri, traída de las aguas, establecimiento de una Escuela de Náutica, escuelas de niños, niñas y adultos en escuelas nocturnas y dominicales, etc.
Sus restos mortales y los de su esposa descansan en el mausoleo que el ayuntamiento le dedicó en uno de los brazos del crucero de la iglesia de San José. El conjunto fue obra del taller bilbaíno de Bernabé Garamendi y Serafín Basterra, y constituye una buena muestra del naturalismo escultórico del siglo XIX. Las figuras yacentes de los esposos descansan una junto a la otra bajo la figura de un ángel que porta sendas coronas de flores. A un lado del sepulcro la figura de un anciano y al otro la de una niña, sendas representaciones del dolor de las gentes que fueron más favorecidas por la filantropía del matrimonio.
"El conjunto es de lo más singular del momento pues en él se revive un eclecticismo no exento de calidad. Por un lado está el idealismo amanerado del ángel que aguarda en lo alto con las dos coronas. Por otro, el realismo de las filigranas en los ropajes y la cuidada fisonomía de los yacentes obtenida por medio de fotografías. Pero hay que destacar muy especialmente el naturalismo conmovido de las figuras compungidas de ambos lados, que están como sacadas de la percepción de modelos vivos. Una composición asimétrica, en la que reviste de dignidad a ricos y pobres, mayores y niños. Se trata, en definitiva, de una pieza que no sólo concita el sentido religioso, sino que relaciona los individuos menos favorecidos con las clases más pudientes"
Si os ha interesado el tema, podeis conocer más detalles en los trabajos citados de Joane Velilla Iriondo, Gonzalo Duo y Xabier Sáenz de Gorbea.
viernes, 22 de julio de 2011
Cafés de Oporto, entre el ayer y el mañana
Café Majestic, Oporto |
"Ricardo Reis fue a la cocina, volvió al cabo de un momento con una cafeterita esmaltada, la taza, la cuchara, el azúcar, y lo colocó todo en la mesa baja que separaba las butacas, salió otra vez, volvió con los periódicos, echó café en la taza, azúcar.
- Usted no toma café, claro.
- Si aún me quedara una hora de vida tal vez la cambiara por una taza de café caliente.
- Pues aún daría más que aquel rey Enrique, que daba su reino por un caballo"
JOSÉ SARAMAGO, El año de la muerte de Ricardo Reis
Hay ciudades que se esfuerzan por parecer lo que fueron un día, pero que ya no son. Otras, en cambio, parecen como atrapadas en el tiempo, sin saber muy bien si es porque no pueden, no quieren o no saben dejar de ser lo que fueron. Oporto es una de ellas. En sus tiendas encontramos todavía carteles escritos a bolígrafo en papel de estraza, estanterías de maderas torneadas repletas de productos cuidadosamente desordenados que cubren las paredes de arriba a abajo, dependientes con delantal pesando las compras con aquellas balanzas que hace años que desaparecieron de nuestros almacenes de barrio, expulsadas por la modernidad y fría precisión de las electrónicas. O sus cafés, sus maravillosos cafés, que con sus mesas de mármol, sus camareros pulcramente uniformados, sus espejos, y el aroma penetrante de la infusión elevándose por encima de las voces que los llenan, nos hacen volver veinte o treinta años atrás en el tiempo. Junto a ellos, las grandes cadenas comerciales que encontramos en cualquier otra ciudad del mundo.
Almeida Garrett, escritor portugués nacido precisamente en Oporto, escribió a mediados del siglo XIX:
"El café es uno de los rasgos más característicos de una tierra. El viajero experimentado y atento llega a cualquier parte, entra en el café, lo observa, lo examina, lo estudia, y ha conocido el país en el que está, su gobierno, sus leyes, sus costumbres y su religión.
Llévenme con los ojos vendados donde quisieran, y no me quiten la venda sino en el café; y les aseguro que en menos de diez minutos le digo la tierra en la que estoy"
Café Majestic (interior), Oporto
Dos antiguos cafés de la ciudad, reflejan perfectamente tanto lo afirmado por Almeida Garrett como ese debate entre el ayer y el mañana, entre el siglo XX y el XXI, que se respira en las calles de Oporto y que es uno más de los ingredientes que aderezan la fascinación que ejerce la ciudad.
Uno de ellos es el Majestic que abrió sus puertas en la rua Santa Catarina, allá por el año 1921, y trajo a Portugal los ecos del art nouveau que en el resto del continente estaba desapareciendo. En un principio se llamó Elite, aunque pronto abandonó aquel nombre para ser conocido como Majestic, que sonaba más parisino y europeo, más cosmopolita en definitiva. No necesitó mucho tiempo para convertirse en uno de los locales más distinguidos de la ciudad, lugar de encuentro de la más selecta burguesía, pero también de artistas, escritores y celebridades del momento, como el aviador Gago Coutinho que acudía siempre en compañía de bellas mujeres.
Café Majestic (interior), Oporto
Entre los años 60 y 80, el Majestic, como el resto de los grandes cafés de la ciudad, fue asistiendo al cambio de las costumbres y los gustos de los portuenses, más inclinados a otro tipo de locales, y su deterioro fue progresivo, hasta que en 1983 se le declaró bien de interés público y patrimonio cultural. Se sometió a un proceso de restauración y recuperó el esplendor de antaño. Los techos de yeso volvieron a mostrar los dorados perdidos, los hermosos espejos belgas fabricados en Amberes volvieron a lucir espléndidos sobre las paredes, entre relieves y formidables apliques de hierro y cristal. Las mesas de mármol y los asientos de cuero grabados pegados a la pared. Así es como hoy luce su aristocrático aspecto, para disfrute de turistas y nativos, respetando el estilo art nouveau con el que se inauguró. En la página web del Majestic (en portugués e inglés) podeis leer algo sobre su historia y su restauración.
Antiguo Café Imperial, Oporto
Si el Majestic es el ayer, lo que fue Oporto, un caso bien diferente es el antiguo Café Imperial, de estilo art decó, no muy lejos del anterior, en la importante Avenida dos Aliados, casi en la confluencia con la Plaza da Liberdade y la estación de Sao Bento. Bien podría decirse que la transformación del establecimiento representa el Oporto del siglo XXI y un claro exponente de la globalización de nuestra era, ya que se ha convertido en una hamburguesería de la cadena McDonald's.
Antiguo Café Imperial (interior), Oporto
Cuando abrió al público en 1936, se accedía al edificio por una puerta giratoria. Sobre ella un águila fundida en bronce, obra del escultor Henrique Moreira, presidía la entrada, y que todavía puede admirarse hoy, sólo que por encima del rótulo de esta cadena de comida rápida, que imitan el tono bronceado del águila, en lugar de lucir el característico rojo y amarillo del resto de locales del mundo. Antiguamente, en el salón interior había un llamativo mostrador al fondo que ocupaba todo el ancho del mismo, y a los lados otros dos, en uno de ellos se vendía café y en el otro tabaco y periódicos. Lógicamente, hoy no se conservan ninguno de ellos, aunque sí, afortunadamente, la decoración art decó que lucía el antiguo café.
Detalle de uno de los vitrales del antiguo Café Imperial, Oporto
Al entrar, lo que más llama la atención, sin duda, son los magníficos vitrales restaurados, obra de Leone, donde se muestra la transformación del café, desde la cosecha, el transporte en barco, la descarga hasta que, finalmente, es servido en la mesa. Sobre los espejos de las paredes pueden verse aún los bajorrelieves en yeso, también de Henrique Moreira, con diferentes escenas de danza. La inusual decoración, los espejos y las lámparas de araña que cuelgan del techo, inusuales en este tipo de locales, ofrecen un complicado encaje con los letreros luminosos y los dibujos chillones de los populares menús de la cadena, así como también con el público fundamentalmente joven que suele acudir a él.
Bajorrelieves con motivos de danza sobre los espejos en el interior del antiguo Café Imperial, Oporto
No sé si agradecer a McDonald's que mantenga el edificio y la decoración o aumentar mi aversión por este tipo de establecimientos por haber convertido este hermoso café en lo que hoy es. En cualquier caso, si vais por Oporto no dejeis de visitar ninguno de estos o de los otros antiguos cafés de Oporto, seguro que este trabajo de María Teresa Castro Costa os dará muchas pistas para disfrutarlos y saborearlos, como pude hacer yo en el puente de diciembre del último invierno.
jueves, 7 de julio de 2011
Revista Atticus 2 (edición impresa)
Hace unos días se presentó en Valladolid el número dos de la Revista Atticus en edición impresa. Su director, Luis José Cuadrado, nos ha brindado de nuevo la oportunidad de participar y colaborar en esta hermosa aventura editorial. Un número variado, atractivo y muy cuidado, como acostumbra esta publicación, y que puede adquirirse ya desde la propia página web.
Revista Atticus DOS from Ruben Garcia Gamarra on Vimeo.
sábado, 11 de junio de 2011
El impresionismo
EDOUARD MANET. Le déjeuner sur l'herbe (El almuerzo sobre la hierba) (1863) Museo d'Orsay, París.
Durante el siglo XIX, el medio por el cual los artistas conseguían el prestigio y la difusión pública de su obra, era a través de los Salones o Exposiciones Nacionales. Conseguir colgar alguna de sus obras en uno de estos eventos y obtener un premio podía suponer, además de la clientela privada, que se le abriesen las puertas de los organismos oficiales. No ser aceptado en ellos, en cambio, podía suponer la marginación y el fracaso profesional. La decisión, por tanto, de incluir a unos u otros artistas era realmente delicada, porque había mucho en juego. Esta decisión correspondía a los jurados, formados por autoridades académicas cuyos rigurosos criterios se basaban en la tradición más conservadora, de modo que, por lo general, cualquier obra que se apartara del arte oficial academicista era automáticamente rechazada.
ÉDOUARD MANET. Argenteuil (1874). Museo de Bellas Artes de Tournai
Para el Salón de París de 1863, el jurado rechazó más de 3.000 cuadros, lo que generó nada menos que la intervención del propio emperador Napoleón III, que decidió que los artistas tuvieran la oportunidad de exponer estos trabajos en una sala que dio en llamarse el Salón des Refusés (Salón de los Rechazados). Entre ellos figuraba Édouard Manet, quien presentó un cuadro que causó un gran escándalo, inspirado en el Concierto campestre de Giorgione y Tiziano, lo tituló Le déjeuner sur l'herbe. Manet pasó a convertirse en el guía de un grupo de jóvenes pintores a los que más tarde se les llamaría impresionistas. No deja de ser una paradoja, ya que Manet no fue un pintor impresionista, nunca se comprometió con el grupo ni accedió a exponer con ellos, aunque sí mantuvo contactos por su amistad con Degas, Monet y Renoir, y algunas de sus obras adoptan soluciones plásticas que lo aproximan mucho a los impresionistas, e incluso alguna de ellas como Argenteuil (1874) puede considerarse como plenamente impresionista, y en prácticamente todos los manuales se le incluye dentro del impresionismo.
CLAUDE MONET. Impresión, sol naciente (1872). Museo Marmottan Monet, París.
El conflicto entre la pintura académica oficial y los jóvenes pintores con nuevas inquietudes y nuevos planteamientos estéticos fue en aumento en los años siguientes. En 1873, un grupo de estos jóvenes artistas fundó lo que llamaron Sociedad Anónima de Pintores, Escultores y Grabadores, entre cuyos propósitos estaba la celebración de una exposición colectiva, pero sin premios ni jurados. Unos meses después, en 1874, treinta de estos artistas colgaban sus cuadros en el estudio parisino del fotógrafo Nadar, entre ellos Claude Monet, Edgard Degas, Auguste Renoir, Camille Pisarro, Alfred Sisley, Berthe Morisot y Paul Cézanne. Entre las obras que más llamaron la atención estaba Impresión, sol naciente, de Claude Monet, cuyo título estaba destinado a bautizar al grupo con el nombre de impresionistas, término que acuñó despectivamente (como tantas veces en el arte) un crítico francés, para referirse a su intento de captar impresiones. El impresionismo nace como una derivación del realismo, lo que cambia es la técnica y la estética.
A partir de esa primera exposición propiamente impresionista, el grupo organizaría otras sucesivamente, en la que algunos de estos artistas se fueron desmarcando poco a poco del grupo para abrir sus nuevos caminos, como Cézanne, mientras que otros jóvenes se fueron uniendo ocasionalmente a ellas, como Paul Gauguin, y otros como Monet, permanecen siempre fieles al estilo. A partir de 1866, cada uno de los pintores impresionistas busca renovar el arte por sus propios medios, y comienzan a triunfar en el mercado artístico. Lo realmente importante es que abrieron el camino para las nuevas tendencias del arte de los siglos XIX y XX.
Algunos de los rasgos distintivos del movimiento impresionista aparecen por separado ya en los maestros del pasado. Por ejemplo, la reflexión sobre los problemas de la luz y los efectos de la pincelada pastosa y suelta, forman parte de una tradición pictórica que va desde los maestros venecianos, pasando por Rembrandt, Hals y Velázquez, hasta Goya; o los esfuerzos por captar el ambiente atmosférico en el que tanto empeño pusieron los británicos Turner y Constable. Y por supuesto, los precedentes más inmediatos, como la visión romántica de la naturalez de Delacroix, el realismo y la preocupación por la luz en los paisajes de Corot e incluso Courbet, sin ignorar la atracción que sobre los impresionistas ejercieron los pintores de la escuela de Barbizon. No obstante, los impresionistas articulan todos estos caracteres aislados en una formulación coherente, preocupada fundamentalmente por su manera de abordar el problema de la visión. Esa es la gran diferencia.
CLAUDE MONET. Izquierda: Catedral de Rouen en día nublado (1892) Museo d'Orsay, París
Derecha: Catedral de Rouen a plena luz del día (1894). Museo d'Orsay, París
EDGAR DEGAS. Retrato de Diego Martelli (1879). Galería Nacional de Escocia, Edimburgo.
Tampoco se puede hablar del impresionismo sin mencionar la influencia que ejercieron sobre él la fotografía y las estampas japonesas. La fotografía empezó a extenderse a partir de 1839, y puso de manifiesto que era posible representar la realidad de una manera distinta a cómo habían hecho hasta entonces los pintores, ya que era posible captar el instante, es decir, detener el movimiento, fijar el tiempo y el espacio de un objeto, una escena, un momento. Basta con mirar algunos cuadros impresionistas, para apreciar el esfuerzo por captar el instante, que no pueden explicarse sino por la influencia de la fotografía. Pero la influencia de la fotografía se extiende también al encuadre, apreciable en el punto de vista alto y asimétrico que puede verse, por ejemplo, en el retrato que hace Degas del grabador Diego Martelli.
UTAGAWA HIROSHIGE. El puente Ohashi en Atake bajo una lluvia repentina (1857). Museo de Arte de Brooklyn, Nueva York.
Otra de las grandes influencias, como hemos dicho, fueron las estampas japonesas, sobre todo los artistas del ukiyo-e. Ukiyo o "mundo flotante" es la definición de un cierto estilo de vida que podemos considerar como hedonista, ya que buscaba vivir y gozar el momento, disfrutar la vida. Este arte japonés se había desarrollado con gran popularidad a partir del siglo XVII en la ciudad de Edo (hoy Tokyo). Con sus estampas se convirtieron en una especie de cronistas de la época, con sus escenas de paseos en barcas, del ajetreo de sus calles, o interiores domésticos, adelantándose doscientos años a lo que iban a hacer los pintores impresionistas con el París del siglo XIX. Estas estampas alcanzaron mucha fama en París con motivo de la exhibición que se hizo de ellas en la Exposición Universal de París de 1867. La admiración que despertaron no sólo fue por los temas, sino también por "la cualidad sintética y expresiva de la línea, contorneando delicadamente las figuras y objetos; la claridad de la luz; los colores lisos, planos, sin sombras ni modelado (los japoneses desconocían los principios del claroscuro); el estudio del gesto detenido a medio camino (rasgo que entroncaba con una de las características de la fotografía); la descentralización y la economía de medios para expresar un tema; la maestría para captar los cambios y los fugitivos efectos de la atmósfera, el viento, la lluvia ... y los insólitos puntos de vista" (Historia del Arte, vol. 8. Ed. Planeta).
Los pintores impresionistas fueron los primeros en plantar sus caballetes al aire libre, en plena naturaleza, y ello fue un paso importante en la resolución de sus búsquedas de nuevas impresiones. El elemento central de esta búsqueda de sensaciones y efectos es la luz, que los impresionistas se empeñan en buscar primero en el paisaje, ya que permitía su estudio a distintas horas del día, pero que pronto aplicarán a cualquier tema (figura humana, cielos, paisajes urbanos, etc.). La forma, el espacio, la composición, y no solamente los colores, se ven modificados según los nuevos principios.
ALFRED SISLEY. Inundación en Port Marly (1876). Museo de Bellas Artes, Rouen.
Un paso importante en el desarrollo del estilo y en la observación de los efectos de la luz fueron las composiciones que tenían como tema principal el agua. En la representación de estas superficies reflectantes era donde se veía con más claridad que el color, tal como se había entendido hasta entonces, era en realidad una pura convención, y que cada objeto presentaba una coloración producto de la suya propia, de su entorno y de las grandes condiciones atmosféricas. Por otra parte, la representación del agua permitía animar grandes superficies con la pincelada corta y dinámica.
La experiencia de la pintura al aire libre también les permitió descubrir que las zonas de sombra no están totalamente desprovistas de luz ni son más pesadas que el resto, sino que tienen colores menos vivos.
Tampoco se puede hablar del impresionismo sin mencionar la influencia que ejercieron sobre él la fotografía y las estampas japonesas. La fotografía empezó a extenderse a partir de 1839, y puso de manifiesto que era posible representar la realidad de una manera distinta a cómo habían hecho hasta entonces los pintores, ya que era posible captar el instante, es decir, detener el movimiento, fijar el tiempo y el espacio de un objeto, una escena, un momento. Basta con mirar algunos cuadros impresionistas, para apreciar el esfuerzo por captar el instante, que no pueden explicarse sino por la influencia de la fotografía. Pero la influencia de la fotografía se extiende también al encuadre, apreciable en el punto de vista alto y asimétrico que puede verse, por ejemplo, en el retrato que hace Degas del grabador Diego Martelli.
UTAGAWA HIROSHIGE. El puente Ohashi en Atake bajo una lluvia repentina (1857). Museo de Arte de Brooklyn, Nueva York.
Otra de las grandes influencias, como hemos dicho, fueron las estampas japonesas, sobre todo los artistas del ukiyo-e. Ukiyo o "mundo flotante" es la definición de un cierto estilo de vida que podemos considerar como hedonista, ya que buscaba vivir y gozar el momento, disfrutar la vida. Este arte japonés se había desarrollado con gran popularidad a partir del siglo XVII en la ciudad de Edo (hoy Tokyo). Con sus estampas se convirtieron en una especie de cronistas de la época, con sus escenas de paseos en barcas, del ajetreo de sus calles, o interiores domésticos, adelantándose doscientos años a lo que iban a hacer los pintores impresionistas con el París del siglo XIX. Estas estampas alcanzaron mucha fama en París con motivo de la exhibición que se hizo de ellas en la Exposición Universal de París de 1867. La admiración que despertaron no sólo fue por los temas, sino también por "la cualidad sintética y expresiva de la línea, contorneando delicadamente las figuras y objetos; la claridad de la luz; los colores lisos, planos, sin sombras ni modelado (los japoneses desconocían los principios del claroscuro); el estudio del gesto detenido a medio camino (rasgo que entroncaba con una de las características de la fotografía); la descentralización y la economía de medios para expresar un tema; la maestría para captar los cambios y los fugitivos efectos de la atmósfera, el viento, la lluvia ... y los insólitos puntos de vista" (Historia del Arte, vol. 8. Ed. Planeta).
Los pintores impresionistas fueron los primeros en plantar sus caballetes al aire libre, en plena naturaleza, y ello fue un paso importante en la resolución de sus búsquedas de nuevas impresiones. El elemento central de esta búsqueda de sensaciones y efectos es la luz, que los impresionistas se empeñan en buscar primero en el paisaje, ya que permitía su estudio a distintas horas del día, pero que pronto aplicarán a cualquier tema (figura humana, cielos, paisajes urbanos, etc.). La forma, el espacio, la composición, y no solamente los colores, se ven modificados según los nuevos principios.
ALFRED SISLEY. Inundación en Port Marly (1876). Museo de Bellas Artes, Rouen.
Un paso importante en el desarrollo del estilo y en la observación de los efectos de la luz fueron las composiciones que tenían como tema principal el agua. En la representación de estas superficies reflectantes era donde se veía con más claridad que el color, tal como se había entendido hasta entonces, era en realidad una pura convención, y que cada objeto presentaba una coloración producto de la suya propia, de su entorno y de las grandes condiciones atmosféricas. Por otra parte, la representación del agua permitía animar grandes superficies con la pincelada corta y dinámica.
La experiencia de la pintura al aire libre también les permitió descubrir que las zonas de sombra no están totalamente desprovistas de luz ni son más pesadas que el resto, sino que tienen colores menos vivos.
PIERRE-AUGUSTE RENOIR. Mujer con sombrilla en un jardín (detalle de las pinceladas) (1875). Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid.
Hacia 1873 la descomposición de los colores fue adoptada por todos los miembros del grupo. Para ello aprovecharon las experiencias de la nueva óptica, fundamentalmente de Chevreul (creador de la teoría del contraste simultáneo) y de Maxwell. El primer principio empleado es el de la división del tono. Los impresionistas dejan de mezclar los colores en la paleta para obtener otros colores o medias tintas, que proporcionan colores menos limpios. Los colores se aplican directamente sobre la tela, con el pincel, la espátula, el dedo o incluso el mismo tubo, en un auténtico derroche de pintura. Las pinceladas de este modo quedan separadas, como si se tratara de un mosaico. De cerca, los cuadros parecen bocetos, pero a una distancia prudente se obtiene una visión correcta de la pintura, al fundirse las distintas pinceladas en la retina. Surge así la denominada mezcla óptica.
CAMILLE PISARRO. Boulevard de Montmartre en una mañana de invierno (1897), Metropolitan Museum of Art, Nueva York
El impresionismo utiliza una reducida gama de colores, los colores puros del prisma. Empleará especialmente los que se consideraban colores primarios (rojo, amarillo y azul). Los colores binarios o secundarios, los que se obtienen de la mezcla de otros, puede pintarlos directamente, o servirse de la mezcla óptica. Por ejemplo, puede utilizar el anaranjando que le proporciona un tubo de pintura o, directamente sobre la tela, unir dos pinceladas de rojo y amarillo que, al alejarse el espectador, darán en la retina el color anaranjado. También sacarán gran partido de la utilización de los colores complementarios. Un color aparece más vigoroso si se le aproxima en cantidad moderada su complementario.
La nueva concepción de la luz y el color que introducen los impresionistas tenía que traer, necesariamente, consecuencias en el plano de la forma. Era imposible negarse al claroscuro y respetar la forma académica y el predominio del dibujo que todavía pervivían en Courbet. El análisis de la forma llevó a los impresionistas por dos caminos distintos: el de Monet y el de Cézanne. El primero, y sobre todo en las series posteriores a 1889, las Meules y Catedrales, reduce al mínimo la parte de las líneas y los contornos, y en la serie de Londres diluye también el espacio perspectivo creando una nueva sensación espacial. Pero será en la serie de las Nympheas donde esta descomposición de la forma llegue al máximo, desvaneciéndose por completo en un mundo de color. Cézanne también va a abandonar el dibujo preciso de los contornos, pero al contrario de los impresionistas, su pintura le lleva a la consolidación de la forma, y construirá un universo pictórico renunciando a la línea, pero no a la forma y los volúmenes.
EDGAR DEGAS. En las carreras, ante las tribunas (1879). Museo d'Orsay, París.
Otra de las grandes novedades que incorpora el impresionismo a la pintura radica en los nuevos temas que introduce en el arte. No sólo se fijaron en los paisajes naturales, sino también en los urbanos y, especialmente en París, la ciudad que abrigó a este grupo de pintores y que les ofrecía hermosas panorámicas, animación, movimiento y, sobre todo, color. Si hoy nos parece natural que los temas contemporáneos sean objeto artístico, es gracias a los impresionistas. En aquellos tiempos de predominio académico, griegos y romanos poblaban los lienzos. Los jóves pintores, en cambio, se vuelcan hacia los grandes bulevares, los cafés y salas de fiestas, la vida nocturna de París, los temas populares, las carreras de caballos, el ferrocarril, las estaciones de tren y demás novedades del momento. Los clientes, burgueses y aristócratas por lo general, rechazaron inicialmente esta temática, acostumbrados a otra que consideraban más noble y esplendorosa.
En resumen, podemos decir que el impresionismo se caracteriza por:
Hacia 1873 la descomposición de los colores fue adoptada por todos los miembros del grupo. Para ello aprovecharon las experiencias de la nueva óptica, fundamentalmente de Chevreul (creador de la teoría del contraste simultáneo) y de Maxwell. El primer principio empleado es el de la división del tono. Los impresionistas dejan de mezclar los colores en la paleta para obtener otros colores o medias tintas, que proporcionan colores menos limpios. Los colores se aplican directamente sobre la tela, con el pincel, la espátula, el dedo o incluso el mismo tubo, en un auténtico derroche de pintura. Las pinceladas de este modo quedan separadas, como si se tratara de un mosaico. De cerca, los cuadros parecen bocetos, pero a una distancia prudente se obtiene una visión correcta de la pintura, al fundirse las distintas pinceladas en la retina. Surge así la denominada mezcla óptica.
CAMILLE PISARRO. Boulevard de Montmartre en una mañana de invierno (1897), Metropolitan Museum of Art, Nueva York
El impresionismo utiliza una reducida gama de colores, los colores puros del prisma. Empleará especialmente los que se consideraban colores primarios (rojo, amarillo y azul). Los colores binarios o secundarios, los que se obtienen de la mezcla de otros, puede pintarlos directamente, o servirse de la mezcla óptica. Por ejemplo, puede utilizar el anaranjando que le proporciona un tubo de pintura o, directamente sobre la tela, unir dos pinceladas de rojo y amarillo que, al alejarse el espectador, darán en la retina el color anaranjado. También sacarán gran partido de la utilización de los colores complementarios. Un color aparece más vigoroso si se le aproxima en cantidad moderada su complementario.
CLAUDE MONET. Nympheas (1920-1926). Museo de l'Orangerie, París
La nueva concepción de la luz y el color que introducen los impresionistas tenía que traer, necesariamente, consecuencias en el plano de la forma. Era imposible negarse al claroscuro y respetar la forma académica y el predominio del dibujo que todavía pervivían en Courbet. El análisis de la forma llevó a los impresionistas por dos caminos distintos: el de Monet y el de Cézanne. El primero, y sobre todo en las series posteriores a 1889, las Meules y Catedrales, reduce al mínimo la parte de las líneas y los contornos, y en la serie de Londres diluye también el espacio perspectivo creando una nueva sensación espacial. Pero será en la serie de las Nympheas donde esta descomposición de la forma llegue al máximo, desvaneciéndose por completo en un mundo de color. Cézanne también va a abandonar el dibujo preciso de los contornos, pero al contrario de los impresionistas, su pintura le lleva a la consolidación de la forma, y construirá un universo pictórico renunciando a la línea, pero no a la forma y los volúmenes.
EDGAR DEGAS. En las carreras, ante las tribunas (1879). Museo d'Orsay, París.
Otra de las grandes novedades que incorpora el impresionismo a la pintura radica en los nuevos temas que introduce en el arte. No sólo se fijaron en los paisajes naturales, sino también en los urbanos y, especialmente en París, la ciudad que abrigó a este grupo de pintores y que les ofrecía hermosas panorámicas, animación, movimiento y, sobre todo, color. Si hoy nos parece natural que los temas contemporáneos sean objeto artístico, es gracias a los impresionistas. En aquellos tiempos de predominio académico, griegos y romanos poblaban los lienzos. Los jóves pintores, en cambio, se vuelcan hacia los grandes bulevares, los cafés y salas de fiestas, la vida nocturna de París, los temas populares, las carreras de caballos, el ferrocarril, las estaciones de tren y demás novedades del momento. Los clientes, burgueses y aristócratas por lo general, rechazaron inicialmente esta temática, acostumbrados a otra que consideraban más noble y esplendorosa.
En resumen, podemos decir que el impresionismo se caracteriza por:
- el interés por la pintura al aire libre (plein air)
- la nueva valoración de la luz y el color
- el uso de una técnica suelta y ligera, con pinceladas vigorosas y cortas, a veces muy espesas, pero que también pueden llegar a ser tan ligeras como una acuarela
- la introducción de nuevos temas en el arte
- la nueva posición ante la ciencia, por su interés por la óptica
- la nueva relación con el público, ya que es el pintor el que expone y el cliente el que acude a ver qué compra, lo contrario de lo que ocurría antes.
- el nuevo modo de concebir las relaciones entre los propios artistas, que funcionan como grupo