M. J. NORTE JÚNIOR, Caballerizas de Jorge Santos (1914) Estoril |
La decisión no
podía más que arrastrar tras de sí una nutrida presencia de aristócratas, y
burgueses, las más altas familias del reino, deseosas de imitar las costumbres
del monarca, a las que pronto se unirán también los nuevos ricos procedentes de
las clases medias. En poco tiempo, el pueblo de pescadores, arruinado casi por
completo por el terremoto de 1755, fue convirtiéndose en una pequeña urbe en la
que estas familias empiezan a construirse lujosas residencias. Aparecen también
las señales de una modernidad desconocida en aquel lugar de la costa: primero
un hotel, el Hotel Lisbonense (1871), luego la electricidad (1878), el
abastecimiento de agua (1888), la línea de ferrocarril (1889) y el teléfono en
1900, con la llegada del nuevo siglo.
Este
impresionante crecimiento dio lugar a la aparición de lo que se ha venido en
llamar “arquitectura de veraneo”, marcada por el eclecticismo que caracteriza
una buena parte de la arquitectura europea en el cambio del siglo XIX al XX. En
este caso, el eclecticismo se adaptaba muy bien a las exigencias de sus
clientes, nuevos ricos muchos de ellos, que buscaban en este tipo de
residencias la forma de hacer visible su status
social y económico, lo que se consigue con la extravagancia y ostentosidad
decorativa en las fachadas que acompaña a este estilo. Al mismo tiempo,
buscaban algo distinto a lo que ya tenían en la ciudad, se trataba de encontrar
un refugio donde descansar y disfrutar del contacto con la naturaleza.
El desarrollo urbanístico de Estoril fue algo más tardío. No se produjo en realidad hasta 1913, en vísperas de la Gran Guerra, cuando Fausto de Figueirido compra la Quinta do Viana, marcha a París y encarga al arquitecto Henry Martinet que elabore un ambicioso plan para un nuevo complejo turístico que incluía hoteles, teatro, casino, instalaciones deportivas, hipódromo, etc. Estoril hasta entonces no era más que unas pocas casas, las termas, el pequeño Hotel París, la iglesia y la Praia do Tamariz, en cuyo extremo se erguía ya el Chalet Barros (1886), con su aspecto de fortaleza medieval. Su robusta arquitectura se mantiene intacta hoy sobre las rocas de la playa.
JULIO VAZ JÚNIOR, Decoración escultórica de la fachada de las Caballerizas de Santos Jorge (1914), Estoril |
A escasos metros de allí se encuentra el edificio de los antiguos garajes, cocheras y caballerizas de la casa de Antonio Santos Jorge, conocidas generalmente como Caballerizas de Santos Jorge. No puede decirse que haya corrido la misma suerte, sino justo todo lo contrario. La deslumbrante belleza y fastuosidad que tuvo antaño su fachada presenta hoy un estado de absoluta decadencia y abandono, a pesar de la protección patrimonial que se supone debía preservarlas. Entre las grietas de sus paredes ennegrecidas por los humos crecen las hierbas, y entre los relieves de sus ornamentos anidan las palomas en absoluta libertad. Atrapado entre las vías de la línea férrea que une la ciudad con Lisboa y las modernas edificaciones que se han levantado a su alrededor, apenas si nos ofrece una triste perspectiva afeada por los cables del tendido ferroviario. La desidia ha hecho que apenas se conserve algo del inacabado proyecto de lujosa residencia de verano del que debía formar parte.
La
historia del edificio se remonta al año 1914, cuando el propietario agrícola Antonio
Santos Jorge, que ya tenía una casa en aquel lugar, decide derribarla y comprar
los terrenos adyacentes para edificar una nueva residencia y unas cocheras,
acordes a la inmensa fortuna que ahora poseía. Un año antes se había convertido
en uno de los hombres más ricos de Portugal, al heredar a su tío José María dos
Santos, diputado, director del Banco de Portugal, fundador de la Real Asociación Central de Agricultura
Portuguesa, y el mayor latifundista de Portugal. Conocido por su espíritu
emprendedor y la incorporación de las técnicas agrícolas más innovadoras de
aquel tiempo, convirtió su finca de Río Frío en la mayor viña del mundo. Una
finca en la que también criaba una yeguada de caballos de pura raza que
compitieron exitosamente en los hipódromos y una ganadería de reses bravas. En
sus mejores tiempos, esta impresionante explotación llegó a emplear a tres mil
trabajadores. Su heredero supo también mantener y extender este negocio.
M. J. NORTE JÚNIOR, detalle de la fachada principal de las Caballerizas de Santos Jorge (1914), Estoril |
Haciendo
gala de su reciente enriquecimiento y de
la prominente posición social que había adquirido, parece no reparar en gastos,
y contrata a Manuel Joaquim Norte Júnior (1878-1962), uno de los arquitectos
más importantes de Portugal en los primeros años del siglo XX. Por entonces se
encontraba en la plenitud de su carrera, había ganado ya por dos veces el
prestigioso Premio Valmor, por las conocidas Casa Malhoa (1904) y Villa
Sousa (1912), y volvería hacerlo ahora, en 1914, con la Casa de José Marqués, con la que las
Caballerizas de Jorge Santos guardan bastante relación.
La
arquitectura de Norte Júnior se mueve dentro del más puro eclecticismo, y le
otorga un gran peso a los elementos de marcada influencia modernista y un aire
inequívocamente francés. Puede rastrearse en ella la deuda contraída con sus
maestros lisboetas, especialmente dos de ellos, José Luís Monteiro y José
António Gaspar, formados ambos en la tradición francesa. Él mismo, tras
finalizar sus estudios en Lisboa en 1895, viajó a París para completar su
formación en la École de Beaux Arts. Entre sus edificios, aparte de los ya
mencionados y de un buen número de residencias en las Avenidas Novas de Lisboa —el ensanche—, cabe citar otros tan populares como el Café A Brasileira (1908), la Pastelaria Versailles (1920) o el Café Nicola (1928), todos ellos iconos
lisboetas de una época.
Las
Caballerizas de Jorge Santos se ajustan bastante bien a las características de
la arquitectura de Norte Júnior, y constituyen un buen ejemplo para comprobar
la agilidad del arquitecto para desenvolverse con el lujo y satisfacer así la
demanda de este tipo de clientela, como dijimos antes, más preocupada de la
ostentación que de otras cuestiones. Es por eso que la fachada, el exterior de
los edificios, cobra todo el protagonismo. Los elementos más destacados de la
misma se concentran en la puerta de acceso de hierro forjado con decoración
modernista, cerrada con un arco de medio punto sobre el cual se abre un óculo
acristalado. Justo por encima encontramos un magnífico balcón sostenido por dos
imponentes ménsulas con máscaras grotescas acompañadas de una rica
ornamentación naturalista entre la que puede verse envuelta el monograma del
propietario del edificio.
El
conjunto se remata en la parte superior con un arco de medio punto flanqueado
de columnas y la figura de un imponente águila moldeada por el prestigioso
escultor Júlio Vaz Júnior (1877-1963), quien destaca por la realización de
obras alegóricas, algunas tan conocidas como la de Adamastor (1922-27), en el Mirador de Santa Catalina, en Lisboa. El
águila, desafiante, con las alas desplegadas, bien puede tenerse por un escudo
señorial. Hay quien la considera, como
Briz, “un símbolo de la velocidad de los caballos, nobles amigos del hombre que
antes llevaban a sus dueños, en vuelo de águila, de Lisboa a Estoril”.
Sin
embargo, no creo que pueda descartarse tampoco un significado más oculto. Norte
Júnior era un destacado masón y buena parte de su obra tiene un marcado
carácter simbólico relacionado con la masonería, como recuerda Martín López. Es
así como se entiende, por ejemplo, el uso que hace de la piedra bruta y la
piedra pulida en los revestimientos de fachadas y dovelas, o muchos vanos que
se abren con frontones y elementos a modo de compás que son rematados por arcos
con dovelas y claves bien diferenciadas, como hace aquí mismo. Una de las
incógnitas que no está desvelada es si esos elementos masónicos que tanto
utiliza son únicamente fruto de la filiación del arquitecto y ajenos a sus
clientes, o si acaso también estos últimos eran miembros de alguna logia y participaban
conscientemente de las intenciones de Norte Júnior.
La
masonería portuguesa es una de las más antiguas de Europa, y sus orígenes se
remontan hasta el siglo XVIII, aunque su época dorada la conoció a partir de
1869. Tradicionalmente sus miembros procedían de las élites económicas —a las que pertenecían tanto Santos
Jorge como su tío José María dos Santos—, políticas, culturales y universitarias. La lista es muy extensa
e incluye miembros tan ilustres e influyentes como Bernardino Machado,
presidente de la República, el escritor Eça de Queiroz, o Egas Moniz, Premio Nobel de Medicina. Hoy
parece fuera de toda duda la participación fundamental de la masonería en la
creación de la república portuguesa.
Así pues,
teniendo en cuenta estos antecedentes, no me diréis que no resulta tentador
añadir una interpretación simbólica del águila en relación a las prácticas
masonas. Como es sabido, el águila figura en casi todos los grados de la
masonería conocidos como Filosóficos o Altos Grados. Se tiene por un “símbolo
de los iniciados, quienes ponen la audacia y el genio, y contemplan de forma
serena la luz de la verdad, así como el águila contempla desde lo alto la luz
del Sol iluminando la Tierra. Es emblema de la elevación y poder intelectual,
de las aspiraciones Ideales que conducen a la Verdad”, escribe Daza en su Diccionario de la francmasonería. El águila pues, aleja al neófito de la
ignorancia, el fanatismo y la superstición y les guía en cambio hacia la
Existencia, el Conocimiento y la Dicha, lo que constituye, en definitiva, la
Sabiduría.
Este artículo apareció publicado originalmente en CaoCultura el 9 de mayo de 2018
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