ANÓNIMO. Piedad (1476), Abadía de Moissac. Piedra policromada |
Moissac es una
tranquila población en las orillas del Tarn, allí donde sus aguas confluyen con
el Garona. El camino que nos lleva hasta ella transcurre entre amplias llanuras
salpicadas de viñedos y girasoles que llenan de color los días de verano.
Aprovechando las sombras de los árboles en las riberas del río, son muchos los
ciclistas que se animan a recorrer los caminos, acompañando en su pedaleo las
embarcaciones de recreo y las gabarras que navegan por el río o por el Canal
del Garona que transcurre en paralelo a él, imponente obra de ingeniería que
conectado con el Canal del Midi unen el Mediterráneo y el Atlántico.
En Moissac nos
espera la abadía de Saint-Pierre, considerada como una de las grandes obras del
arte románico, que alcanzó su plenitud en el siglo XII cuando estaba ocupado
por los monjes cluniacenses. La fama del templo está plenamente justificada por
el impresionante conjunto de relieves que decoran el tímpano y las jambas de su
portada sur, así como los capiteles de su claustro. La fuerza y expresividad con
que se describe allí el Juicio Final impresionan a cuantos la contemplan. Se
entiende fácilmente que Umberto Eco se inspirase en ella para describir a
través de las palabras de Adso de Melk en El
nombre de la rosa, el miedo que debían inspirar estas imágenes en las
pobres y asustadas gentes del Medioevo. Qué duda cabe que son estas pavorosas descripciones
apocalípticas las que atraen miles de personas todos los años hacia la abadía.
Sin embargo, el interior del templo no es desdeñable en absoluto, y nos reserva
un conjunto de obras escultóricas que sorprenden por su extraordinaria calidad.
Una de ellas es el magnífico y hermoso grupo de la Piedad del que vamos a
hablar.
La visión de
la portada nos ofrece una oportunidad excepcional para asomarnos a la
sensibilidad religiosa de los hombres del románico, al Cristo triunfante que
regresa al mundo terrenal para el día del Juicio Final. Sin embargo, a partir
del siglo XIII, a raíz de las enseñanzas de San Francisco de Asís, empezó a
abrirse paso una nueva sensibilidad religiosa que aportará importantes cambios
en la plástica del gótico. Las pinturas y esculturas nos devuelven ahora un
Cristo más cercano al hombre, más
humano, lleno de amor. Los artistas aprenderán a mostrar sus emociones, a
profundizar en la manifestación de sus sentimientos, primero los más dulces y
alegres; más tarde, los más tristes, dolorosos y dramáticos, que encuentran en
los distintos episodios de la Pasión de Cristo el escenario más propicio.
Ese giro hacia
el patetismo empezamos a notarlo desde del siglo XIV, coincidiendo con los
terribles sucesos que anteceden el final de la Edad Media, como fueron la
Guerra de los Cien Años y la devastadora epidemia de Peste Negra que asoló
Europa a partir de 1348. Estos penosos acontecimientos vendrán acompañados,
además, del aumento y proliferación de una copiosa literatura mística que se
irá extendiendo por todos los rincones de la cristiandad. Las obras y escritos
de Jacopo de la Voragine, el Pseudo-Buenaventura, Santa Brigida de Suecia y
algunos más, a fuerza de repetirse, fueron añadiendo una enorme precisión en
los detalles de la Pasión de Cristo a las hasta entonces escuetas descripciones
de los evangelios. Los artistas pronto se iban a encargar de trasladar todos
estos detalles a las obras de arte.
ANÓNIMO. Virgen y Cristo, detalle Piedad (1476), Abadía de Moissac. Piedra policromada |
Se suceden ahora las imágenes de Jesús en el
Calvario, ensangrentado y coronado de espinas; las del descendimiento de la
cruz, con las evidentes huellas del dolor sobre su cuerpo; las del hijo muerto
acostado en el regazo de la madre,
transida de dolor; las de dos hombres llevándolo a la tumba entre las lágrimas
de las mujeres. Como escribe E. Mâle, si hasta entonces «la muerte de Cristo era un
dogma dirigido al intelecto: ahora es una imagen en movimiento que habla al
corazón».
De todos estos
temas, especialmente emotivo resulta el de la Piedad, del que prácticamente no
se habla en los evangelios. La escena deriva del «Llanto sobre Cristo muerto»
(el threnos bizantino) y del relato
de Santa Brígida: «Lo recibí sobre mis rodillas como un leproso, lívido y
magullado, porque sus ojos estaban muertos y llenos de sangre, su boca fría
como la nieve, su barba rígida como una cuerda». Las primeras
representaciones al hilo de estas palabras surgieron en Alemania, en los
conventos de monjas del valle del Rin, y de allí pasaron a Francia, donde van a
adquirir una gran popularidad a lo largo del siglo XV.
La Piedad de
Moissac es una de las más antiguas que se conservan en Francia. Se hizo en
1476, como se lee en la inscripción del zócalo. El autor no se conoce, pero todas
las figuras muestran un estilo uniforme, similar en la hábil forma de tallar la
piedra y no tanta en el modo de aplicar la policromía, lo que invita a deducir
que salieron de la misma mano. Probablemente se trate de un artista originario
de Rouergue, donde dejó algunos trabajos cuyos rasgos es posible reconocer aquí,
sobre todo, en la imagen de María Magdalena. Esto constituye uno de los
principales puntos de interés del grupo, ya que se muestra poco receptivo a la
poderosa influencia que ejercía entonces el arte flamenco sobre toda la región.
ANÓNIMO. San Juan, detalle, Piedad (1476)
Abadía de Moissac. Piedra policromada
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La obra fue un
encargo de dos ricos burgueses de Moissac. Son los donantes, cuyas encantadoras
y diminutas figuras aparecen arrodilladas bajo el grupo de la Virgen y Cristo.
Uno de ellos, el de la izquierda, es Goussen de La Gariga, uno de los
propietarios de la Compañía de Sainte-Catherine, una pujante sociedad de
navegación fluvial, que aparece con la
caperuza consular, cargo que se sabe que desempeñó entre los años 1473 y 1482.
El de la derecha, el más joven, es su pariente Jean de La Gariga, que también sería
cónsul en 1489. No obstante, conviene recordar que ambas cabezas no son las
originales, sino fruto de una restauración del siglo XIX.
Las
representaciones iniciales de la Piedad suelen incidir en el expresionismo
dramático, acentuando los aspectos más dolorosos de la Pasión. Se elige un
modelo de Virgen de rasgos maduros y avejentados por el sufrimiento, de mayor
tamaño normalmente que el Hijo. Sin embargo, a lo largo del siglo XV como se
aprecia en Moissac, su rostro rejuvenece, se suaviza y dulcifica. Ambas figuras
son prácticamente del mismo tamaño y María muestra un dolor más contenido, más
íntimo podríamos decir, huyendo deliberadamente de cualquier gesto teatral que
pudiera hacer fijar más la atención en el virtuosismo del artista que en la
propia sensibilidad del tema representado. Lo mismo cabe decir del Hijo, cuyo
cuerpo desplomado parece dormido más que muerto en brazos de la Madre.
El grupo
central se completa con las imágenes arrodilladas de María Magdalena y San Juan. El
apóstol responde a su iconografía tradicional cuando se le incluye en las
escenas de la Pasión, es decir, vestido de rojo, joven, sin barba y con
cabellos abundantes y rizados; muy distinto de aquellas otras representaciones
en que aparece como evangelista, en cuyo caso adopta el aspecto de un anciano
de barbas blancas y se acompaña de algunos de sus atributos como el águila, el
rollo, el cáliz, la caldera o la palma.
ANÓNIMO. María Magdalena, detalle Piedad (1476)
Abadía de Moissac. Piedra policromada
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De las dos figuras, la más sobresaliente es la
de la Magdalena. Ha perdido una de sus manos, en la que quizá habría de llevar
el tarro de ungüentos con el que ungió los pies de Cristo, y que constituye uno
de sus tres atributos invariables. El segundo es el cabello, tan largo que es
capaz de cubrir todo el cuerpo, y con el que según el relato evangélico secó
los pies de Jesús. En las culturas mediterráneas el cabello largo y suelto en
la mujer se suele tomar tradicionalmente como un poderoso estímulo sexual, lo
que se ajustaría al tipo de conducta pecaminosa que se atribuía a María
Magdalena. Aquí aparece recogido en dos grandes y trabajadas trenzas, una de las cuales escapa del velo con
que cubre su cabeza, algo que fue habitual en sus representaciones hasta que en
el Renacimiento empieza a figurársela descubierta. Por último, las lágrimas, resbalan
discretamente, casi inapreciables por el rostro juvenil de la pecadora. La
santa va ataviada con ricas vestiduras, quizá porque era así la imagen que se
presuponía de ella antes de convertirse en discípula de Cristo, una mujer de
vida licenciosa, entregada a los placeres mundanos y que gastaba su dinero en
joyas y vestidos. Esto también dejó de hacerse a partir del Concilio de Trento,
cuando en plena efervescencia contrarreformista, se consideró inaceptable, ya
que al representarla tan bella, disimulando su condición de pecadora, aunque
arrepentida, «se incitaba a las almas a la condenación para la gloria de
Satanás»,
al menos así lo argumentaba el Cardenal Paleotti a finales del siglo XVI. En el
zócalo de la imagen se lee una inscripción que suele acompañar también algunas
de las representaciones de la Magdalena: «Ne desperetis vos qui peccare
soletis, exemploque meo vos reparate Deo», algo así como «No desesperéis los
que habéis seguido el camino del pecado; seguid mi ejemplo y volved a Dios».
Las
reducidas dimensiones de las figuras, la contenida tragedia de los actores del
drama y la pericia en la talla del anónimo artista, hacen de este conjunto una
obra delicada y admirable.
Este artículo apareció publicado originalmente en CaoCultura el 13 de abril de 2018.
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