miércoles, 21 de junio de 2017

El cuarto jinete del Apocalipsis (2)

JACOPO BASANO. San Roque entre las
víctimas de la peste y la Virgen  en la
Gloria
(1575). Pinacoteca Brera, Milán
La posición de Venecia, en las orillas del Adriático, y con un intenso tráfico marítimo con el Mediterráneo oriental, hizo que la ciudad fuese especialmente propensa a la aparición de las epidemias de peste, que se repetían de manera incesante. Paradójicamente contribuyó al enriquecimiento artístico y monumental de Venecia, porque no era infrecuente que después de cada uno de estos brotes se erigiesen iglesias, monumentos o se encargasen pinturas para apaciguar la cólera divina. Ese es el origen, por ejemplo, de la bellísimas iglesias del Redentor y de Santa Maria della Salute, construida la primera por Andrea Palladio después de la epidemia de 1576  por Andrea Palladio; y la segunda por Baltasar Longhena en el Gran Canal, después de la epidemia de 1630. Ejemplos  que también imitaron otras ciudades, como Viena, que vio cómo se erigía la imponente iglesia de San Carlos Borromeo, encargada a Fischer von Erlach después de la epidemia de 1713, y las numerosas columnas de la peste levantadas en ciudades como Viena, Praga, Budapest o Bratislava.

 Durante una de estas epidemias, en el año 1478, un grupo de venecianos fundaron la Scuola Grande di San Ruocco, para asistir a los enfermos en los momentos que estallaban estas plagas. Y unos años después, seguramente hacia 1485, según algunos historiadores como Wadding, fue cuando se produjo de manera furtiva el traslado de sus restos hasta la vecina iglesia de San Roque, donde actualmente se le veneran. En 1576, cuando estalló otra gran epidemia en la ciudad, fue declarado patrón de Venecia, y su festividad se celebraba con gran pompa en la ciudad el 16 de agosto, y a ella asistían los más altos dignatarios de la ciudad ducal y el resto de vecino, como podemos ver en algunas pinturas de Canaletto.

En la iglesia de San Roque puede contemplarse San Roque y los apestados (1549), una de las más impactantes pinturas de Tintoretto. El pintor veneciano no se distingue precisamente por las representaciones de tipo realista, ya que sus figuras suelen conservar siempre un elemento de idealismo heróico, como recuerda Echols. Sin embargo, en esta ocasión llama poderosamente la atención el sombrío realismo con que plasma el interior del lazareto, acercándonos de modo sobrecogedor, a través de una rica gestualidad, el sufrimiento, el miedo y la angustia de los enfermos.  Los estragos de la enfermedad, como señalan los especialistas, son perfectamente reconocibles, ya que seguramente  los debía conocer muy bien, porque como cualquier veneciano estaba ampliamente familiarizado con ella.

 Para lograrlo Tintoretto se vale de aquellas cosas que mejor sabe hacer: el cuerpo en movimiento, mediante el empleo de sus característicos escorzos; la atención que presta a los personajes secundarios, que se convierten en los auténticos protagonistas, por encima incluso del propio santo; y el uso de los fuertes contrastes lumínicos que crean la atmósfera propicia para la escena representada.
Los síntomas de la enfermedad son tratados también con gran realismo en otras muchas pinturas, como hace Jacopo Bassano en San Roque entre las víctimas de la peste y la Virgen en la Gloria (1575), donde se distinguen con claridad el bubón que solía aparecer en la ingle, cuello o axila, produciendo un dolor tan intenso que obligaba al enfermo a doblarse  y necesitar de la ayuda de un bastón o de otra persona para caminar, como ocurre aquí.

TINTORETTO, San Roque y los apestados (1549). Iglesia de San Roque, Venecia
El miedo, la angustia que siente la gente ante la llegada de la epidemia es también abordado con gran realismo por algunos artistas. Uno de los cuadros que mejor lo ejemplifica lo encontramos en el pintor napolitano Domenico Gargiulo, llamado también Micco Spadaro por el oficio de su padre, fabricante de espadas. Gargiulo, influenciado por el círculo de pintores bamboccianti que había conocido en Roma, se especializa en la representación de las historias y acontecimientos de su tiempo desde un punto de vista realista y popular. Uno de estos acontecimientos terribles a los que asistió fue el estallido de la epidemia de peste en Nápoles en el año 1656. En La plaza del mercado de Nápoles durante la peste (1657), el pintor muestra magistralmente el horror de la población y las distintas reacciones ante la enfermedad. Sobre el suelo de la plaza se muestran desparramados los muertos. Algunos hombres los arrastran hasta amontonarlos sobre unos  carros para enterrarlos. Otros se tapan la boca y la nariz, por aquello que dijimos que se pensaba que los cuerpos contagiaban la enfermedad. Los que permanecen sanos tratan de asistir a los enfermos, unos dándoles agua para beber, otros ayudándoles a caminar. Al fondo pueden verse también, varias hogueras y columnas de humo donde se quemaban las ropas de los infectados. La visión es desoladora y de un carácter apocalíptico.

La epidemia fue desoladora, se llevó por delante a la mitad de la población de la ciudad, entre ellos los pintores Maximo Stazione y Bernardo Cavallino.  Como de costumbre, se buscó la intercesión de algún santo para acabar con la plaga. En este caso el interpelado fue San Genaro, un santo local de gran devoción en Nápoles. Como agradecimiento, el virrey de Nápoles, D. Gaspar de Bracamonte, encargó a Luca Giordano que pintase a San Genaro liberando a Nápoles de la peste (h. 1656) para la iglesia de Santa Maria del Pianto.

En el barroco, el arte se convirtió en un todavía más poderoso instrumento de propaganda religiosa, especialmente en los países católicos. En este punto conviene recordar un par de directrices emanadas del Concilio de Trento con el que se pretendía definir la ortodoxia católica frente al avance de la herejía protestante. La primera a la que quiero referirme es a la justificación por la fe y las buenas obras. Algunos protestantes, como Calvino, eran defensores de la doctrina de la predestinación, según la cual, Dios determina desde el principio quién se salva y quién se condena, por lo que nuestras obras no influyen en nuestro destino, sino que simplemente anuncian cuál va a ser este. Para los católicos, por el contrario, para salvarse no basta únicamente con la fe sino que se necesita también de las buenas obras, y así se recoge, de manera expresa, en el capítulo XVI de la sesión VI del Concilio de Trento, celebrada el 13 de enero de 1547.

Por otra parte, los protestantes se habían declarado contrarios al uso de imágenes sagradas, mientras que el Concilio va a reafirmar su importancia para enseñar la doctrina a los fieles, la mayoría de los cuales eran analfabetos. El Concilio lo que hizo fue establecer las reglas que los artistas debían seguir, al pie de la letra, para abordar el tratamiento de las escenas religiosas, y así evitar interpretaciones erróneas que sustentasen la herejía protestante.

A partir de este momento aumentan el número de representaciones que pretenden realzar los hechos virtuosos, y especialmente las buenas obras, realizadas por aquellos santos cuya vida puede ser más ejemplarizante. Es el caso de San Carlos Borromeo al que se le representa muchas veces en su labor asistencial. Un buen ejemplo lo encontramos en el checo Karel Skréta, el más importante de los  pintores barrocos de su país, quien lo representa visitando a los enfermos de peste. San Carlos Borromeo fue uno de los santos más admirados de su tiempo. Cuando era obispo de Milán estalló una terrible epidemia de peste en 1576, conocida como la peste de San Carlos. Con los lazaretos a rebosar, San Carlos se dedicó a recorrer las calles asistiendo a los enfermos que estaban desperdigados por las calles, pidiendo limosna para allegar recursos con que atenderles, llegando a vender los objetos de valor y hasta las cortinas de su palacio para hacer vestidos. A diferencia de otros santos, San Carlos no tiene poderes taumatúrgicos ni es capaz de milagros ni otro tipo de prodigios, sino que simboliza el consuelo en la enfermedad, la pura filantropía y la generosidad, aquello que se había propuesto impulsar precisamente el Concilio.

BARTOLOMÉ ESTEBAN MURILLO
Santa Isabel de Hungría curando a los tiñosos (h. 1672)
Hospital de la Caridad, Sevilla
No tenemos que ir muy lejos para encontrar uno de los programas artísticos más completos y de mayor calidad destinados a ensalzar las buenas obras. Nos referimos a la Iglesia del Hospital de la Caridad en Sevilla, donde el caballero D. Juan de Mañara reunió a tres de las grandes figuras del barroco sevillano: Pedro Roldán, Juan de Valdés Leal y Bartolomé Esteban Murillo. Uno de los cuadros de Murillo que permanece en la iglesia es, precisamente, el que representa  a Santa Isabel de Hungría curando a los tiñosos (h. 1672). La santa, originaria de Hungría, se distinguió durante el siglo XIII por una vida abnegada a favor de los desfavorecidos. Para ello ordenó la construcción de un hospital que cobijara a pobres y enfermos, asistiéndoles ella personalmente. Su representación era frecuente, pero habitualmente se la veía atendiendo a enfermos de lepra. Murillo, sin embargo, la imagina lavando la cabeza a un grupo de niños enfermos de tiña, dando así esa pincelada amable sobre la dura realidad que tantas veces encontramos en su pintura.

Para terminar, diremos tan sólo que la última gran epidemia de peste que asoló el continente europeo tuvo lugar en Marsella, otro de los grandes puertos del Mediterráneo por los que solía hacer su entrada la epidemia. Ocurrió en el año 1720, y causó la muerte de unas 40.000 personas, aproximadamente un tercio de la población. El lazareto de la ciudad se encomendó, ¡cómo no! a San Roque y en señal de agradecimiento encargó a Jacques Louis David que pintara a San Roque intercediendo ante la Virgen por la curación de los apestados (1780). Sin duda, resulta mucho más emotiva la visión de los enfermos que la contemplación de las imágenes de la Virgen y el Santo.

Después, la peste desapareció de Europa de manera inexplicable, tan misteriosamente como llegó.

Este articulo se publicó en CaoCultura el 8 de junio de 2017

domingo, 4 de junio de 2017

El cuarto jinete del 'Apocalipsis" (1)

RIDOLFO GHIRLANDAIO. Adoración de los pastores (1510)
 Szépmûvészeti Múzeum, Budapest
Cuando abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto ser viviente, que decía: Ven y mira. Miré, y he aquí un caballo amarillo, y el que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Hades le seguía; y le fue dada potestad sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con espada, con hambre, con mortandad, y con las fieras de la tierra
Apocalipsis 6:7-8


En el Apocalipsis, San Juan anuncia la segunda venida de Cristo a la tierra, o lo que es lo mismo, el Juicio Final que pondrá fin a este mundo. Cuenta que cuando el Cordero abre los cuatro primeros sellos de la profecía, salen cabalgando, uno tras otro, cuatro jinetes. Cada uno de ellos es portador de grandes desgracias para la humanidad: el primero, sobre un caballo blanco, porta un arco y se suele identificar con el Anticristo; el segundo, sobre un caballo rojo, nos lleva a la guerra, a la destrucción; el tercero monta un caballo negro sobre el que carga una balanza, que representa la crisis económica, el hambre; y, finalmente, a lomos del cuarto caballo, de color amarillo, va la Muerte, el único de los cuatro que se identifica por su nombre. La más fiel y cruel aliada de este jinete ha sido siempre la enfermedad, por lo que no son pocas las veces en que se le identifica directamente con el nombre de Peste, una palabra que el Diccionario define en sus dos primeras acepciones como enfermedad contagiosa que causa gran mortandad en los hombres o en los animales; o también, enfermedad, aunque no sea contagiosa, que causa gran mortandad.

Es decir, que el término peste transcendió de la particularidad a la generalidad, de una enfermedad concreta pasó a ser sinónimo de cualquier epidemia, o lo que es lo mismo, de la muerte, en el sentido apocalíptico de la palabra. Porque no hay ninguna otra causa mayor de mortandad entre los hombres, a lo largo de la historia, que las ocasionadas por las grandes epidemias.

La mayor epidemia de peste ocurrida en la historia fue la Peste Negra, que tuvo lugar entre los años 1346 y 1353, y barrió Asia occidental, Oriente Medio, el norte de África y Europa. Fue peor aún que la peste del siglo VI, la llamada peste de Justiniano, que quizá pudo ser una epidemia de malaria. La enfermedad, procedente de Asia, se extendió por toda Europa a través de los puertos en poco tiempo,  debido a las pésimas condiciones higiénicas, la mala alimentación y los escasos y rudimentarios conocimientos médicos de la época. Aunque los hombres de la Edad Media estaban familiarizados con la enfermedad (gripe, sarampión, lepra, etc.), la Peste Negra, por desconocida, tuvo un impacto pavoroso. Afectaba por igual a ricos y pobres, lo mismo moría un mendigo que un rey. No se conocía su origen y tampoco cómo combatirla. Todo ello provocó un miedo incontrolado entre la gente. Los historiadores calculan que en Europa pudieron morir por su causa unos 25 millones de personas, es decir, una cuarta población de su población; y en todo el mundo las cifras suben hasta cien millones de muertos. En la Península Ibérica,  fue devastadora, la población pasó de seis millones a tan sólo dos o dos y medio, es decir, se perdió entre el 60 y el 65% de la población. Como dice Sistach, “la humanidad nunca ha estado tan cerca de la extinción”.

LUCAS CRANACH el Viejo. La epidemia (1516-18). Szépmûvészeti Múzeum, Budapest

Hoy sabemos que la enfermedad la produce la bacteria Yersinia pestis, y la forma más habitual de  transmitirla es a través de la pulga de la rata cuando pican a estas y las infectan, o bien pican directamente al hombre cuando las ratas mueren y buscan un nuevo huésped en el que alojarse. Pero en la Edad Media, los pocos médicos y eruditos que tenían algunos conocimientos de medicina atribuían erróneamente las enfermedades epidémicas a las miasmas, es decir, a la contaminación del aire por vapores nocivos que contenían elementos venenosos producidos por materia pútrida y en descomposición, de ahí, a través de la inhalación o del contacto con la piel de los enfermos se producía el contagio. En el siglo XIV esta teoría miasmática de la enfermedad se completó, después de un estudio de la Universidad de París, con un componente astrológico. La facultad informó que a la una del mediodía del 20 de marzo de 1345 se había producido una conjunción de Saturno, Júpiter y Marte en la casa de Acuario. Una auténtica catástrofe porque esta conjunción planetaria era causa de muertes y presagio del mayor de los desastres epidémicos. En los grabados antiguos pueden verse a  médicos equipados con la indumentaria que consideraban adecuada para evitar esta forma de contagio. El traje de protección consistía en una tela gruesa encerada que cubría el cuerpo por entero y una máscara con agujeros, lentes de vidrio y una nariz en forma de pico que se rellenaban con paja y distintas hierbas aromáticas como hojas de menta, ámbar gris, mirra, láudano, pétalos de rosa, alcanfor y otras. El equipo se completaba con un bastón de madera, para que los médicos no tuvieran que tocar a los enfermos. El tratamiento consistía en aislar a los enfermos y ciudades, ponerlas en cuarentena y se acompañaba muchas veces de sangrías y otros remedios, como poner sapos y sanguijuelas sobre los ganglios.

Como vemos, los escasos conocimientos de la época no daban para conocer cuál era la verdadera causa del mal y mucho menos aún la solución, por lo que, a falta de otra explicación mejor, no cabía más que considerarlo como un castigo divino por los pecados terrenales del hombre, ante el cual la única posibilidad de salvación parecía ser encomendarse a Dios y a los santos, y eso fue lo que hicieron aquellas pobres gentes.

 Es así como podemos entender la presencia de determinados personajes en escenas que, a priori, carecen de sentido. Veamos, por ejemplo la Adoración de los pastores (1510), del Museo de Bellas Artes de Budapest, que pintó Ridolfo Ghirlandaio. En un primer plano se distinguen, con absoluta claridad, a San Sebastián, arrodillado y desnudo, con su cuerpo atravesado de flechas; al otro lado, igualmente arrodillado y reconocible, San Roque, con el bordón y el hábito de peregrino. La explicación de su anacrónica presencia en un tema de carácter navideño se explica porque ambos santos eran tenidos como protectores de las grandes epidemias, por lo que su devoción estaba muy extendida por todos los lugares de Europa, y aparecen en infinidad de ocasiones en este tipo de representaciones. En 1510, cuando Ghirlandaio pinta la Adoración, había estallado en Venecia una epidemia de peste bubónica de efectos devastadores, así que, los comitentes de la obra no dudaron en encomendarse a los santos para buscar su protección. Por cierto, durante esa misma epidemia y víctima de ella, se produjo la muerte del famoso pintor Giorgione.

La devoción por el primero de estos santos era muy antigua, y se relaciona con el relato que hace  Pablo el Diácono en la  Historia de los lombardos, donde cuenta cómo Roma sobrevivió a una gran epidemia en el siglo VII cuando una aparición reveló que no cesaría la plaga hasta que se levantase un altar en honor al santo. Según la tradición, San Sebastián era un oficial romano que fue sometido a martirio por negarse a renegar de su fe en tiempos del emperador Diocleciano, durante la época más dura de las persecuciones a los cristianos. Fue condenado a morir asaeteado y atado a un árbol. Sin embargo, logró sobrevivir gracias a los cuidados que le prodigó Irene, una dama romana. Cuando el emperador lo supo ordenó ahora que fuese apaleado hasta la muerte. Su cuerpo fue entonces arrojado a la Cloaca Máxima pero aún así fue capaz de aparecérsele a Santa Lucina para que le diera una sepultura digna.

BENOZZO GOZZOLI. San Sebastían protege a los fieles (1464-65)
Iglesia de Santo Agostino, San Gimignano
Es decir, si San Sebastián no murió como consecuencia de las flechas que atravesaron su cuerpo, como muchos pudieran pensar al ver que es así como se le representa habitualmente en la iconografía cristiana, cabe entonces preguntarse el por qué de esta manera de representación. Para entenderlo hay que recordar que tradicionalmente se pensaba que la peste era una lluvia de flechas. Homero, en un pasaje de la   Ilíada correspondiente al Canto X, narra cómo Apolo, enojado con los griegos por haber convertido en esclava a la hermosa Criseida, lanza sobre ellos las flechas que desencadenan la peste. Y en los Salmos bíblicos se menciona igualmente como Dios castiga lanzando flechas sobre sus enemigos. Un ejemplo de esta tradición podemos verlo en La epidemia (h. 1516-18), una pintura de Lucas Cranach el Viejo, en la que puede verse a Dios Padre lanzando sus flechas, mientras que Cristo y la Virgen imploran su misericordia. María, además, acoge bajo su manto a reyes, obispos y otros hombres, mostrando así que la muerte no distingue en estos casos entre rangos sociales.

San Sebastián sobrevivió a la lluvia de flechas, y es eso lo que va a otorgarle a ojos de los hombres un poder taumatúrgico frente a la peste. Va a ser precisamente a finales de la Edad Media, después de aparecer la Peste Negra, no antes, cuando empezamos a encontrarnos con representaciones de San Sebastián similares a las de una Virgen de la Misericordia, como en el fresco pintado por Benozzo Gozzoli en San Gimignano, en la que vemos a San Sebastián protege a los fieles (1464). La composición aparece dividida en dos planos. En el superior, vemos como Dios, con rostro enojado, se dispone a lanzar una flecha sobre los hombres, igual que hacen ya los ángeles. Cristo y María interceden misericordiosamente por la humanidad. Cristo se señala la herida del costado, y la Virgen desnuda su pecho. Es la manera de recordar al Padre los sacrificios que han hecho para lograr la salvación y buscar así su indulgencia. En el plano inferior, San Sebastián con rostro barbado y vestido, como en las representaciones antiguas, despliega su manto para proteger a los hombres de la lluvia de flechas que caen sobre ellos.

La devoción por San Roque es más reciente. Arranca del siglo XIV, cuando el propio santo, nacido en Montpellier, interrumpe una peregrinación a Roma para acudir en socorro de las víctimas de una epidemia en la ciudad de Acquapendente, próxima a Viterbo. Milagrosamente logró sanarlos haciendo sobre ellos el signo de la cruz. De allí pasó por otras ciudades que padecían la plaga, como Cesena, Roma, Mantua, Modena, Parma, … siempre con idénticos resultados. Finalmente, en Piacenza, él mismo padeció el mal, pero también consiguió recuperarse, retirándose a un bosque vecino donde recibió las atenciones de un caballero, de nombre Gotardo, y de un perro que le llevaba los alimentos. En la mayoría de las representaciones se suele mostrarlo enseñando una pierna desnuda en la que se aprecian los efectos de la enfermedad.

Este artículo se publicó en CaoCultura, el 31 de marzo de 2017