viernes, 16 de noviembre de 2012

Si el Tíber sale de madre. El arte paleocristiano durante la clandestinidad

Cristo como Buen Pastor (s. III). Catacumbas de Priscila, Roma


"Unas gentes odiadas por sus vicios, a quienes la plebe llama cristianos. Cristo, de quien proviene su nombre, fue condenado a la pena de muerte durante el reinado de Tiberio, sentenciado por el procurador Poncio Pilatos, pero la perniciosa superstición fue sólo momentáneamente contenida y volvió a irrumpir, no sólo en Judea, donde se había originado el mal, sino incluso en la propia capital; en ella converge todo lo que de horrible y vergonzoso hay en el mundo y se convierte en una moda"
TÁCITO, Annales
Desde los inicios del Imperio Romano, el Mediterráneo oriental se convirtió en un hervidero de tendencias filosóficas y religiosas, y los dioses romanos se fueron mezclando con otros dioses procedentes de las religiones de los pueblos conquistados. Algunos de estos cultos llegados de Egipto y Persia, los llamados mistéricos, como los de Isis y Mitra, envolvían sus rituales en un gran secretismo y prometían la salvación y una vida después de la muerte. A su difusión entre sectores amplios de la sociedad romana contribuyeron en gran medida los legionarios, que entraban en contacto con ellas durante sus acciones militares en las provincias orientales del imperio. El propio emperador Constantino fue seguidor durante gran parte de su vida del culto a Mitra.

Es posible que los romanos, en un primer momento, consideraran el cristianismo como una religión mistérica más. El mensaje de esperanza que ofrecía caló, aunque no exclusivamente, de un modo especial, entre los sectores más desfavorecidos de la sociedad romana, plebeyos y esclavos. A diferencia de otras religiones mistéricas, el cristianismo se mostraba más humano, en el sentido que Cristo, a diferencia de Isis o Mitra, no era un personaje mitológico, sino un un personaje real. Además, su culto era más universal, ya que no excluía a nadie, como ocurría con el mitraísmo,  por ejemplo, exclusivo para varones; y también más asequible, puesto que no requería de ningún rito de iniciación caro o complejo, ya que éste se producía simplemente con el bautismo.

Catacumbas de San Calixto, Roma

De este modo, a pesar de la tenaz oposición de las autoridades imperiales, el cristianismo se fue extendiendo con gran rapidez entre las comunidades judías de Siria, Egipto, Asia Menor, el norte de África y la propia Roma, y hacia el año 40, en la ciudad de Antioquía, empieza a usarse ya el término christiano, para designar a los seguidores de Cristo. En la cita de Tácito con que abrimos esta entrada se refleja la postura oficial de los círculos de poder romanos hacia el cristianismo en aquellos años, al que se considera superstitio (superstición) y no religio (religión), al igual que lo harán Plinio, que se refiere a ella como exitibialis (perniciosa), o Suetonio, que la llama malefica et nova (maléfica y nueva).

Llegados a este punto cabe preguntarse por qué Roma, que tolera, cuando no adopta incluso, numerosos cultos y religiones en todos los confines del imperio, se opone tan violentamente al cristianismo. Este tema ha sido objeto de numerosas discusiones entre los historiadores del mundo romano, los de las religiones y los del derecho, y es mucho más complejo de lo que en principio pudiera parecer. Se ha   argumentado por algunos el carácter monoteísta y, por tanto, excluyente, del cristianismo, como base de ese rechazo, pero también lo era el judaísmo y, sin embargo, este fue tolerado. En general, se suele coincidir en la percepción que se tenía del cristianismo como una amenaza para el orden establecido, tanto político como social.  En un plano político se les acusaba de no obedecer las leyes, al negarse a ofrecer sacrificios al emperador, lo que fue entendido como una prueba del rechazo de su autoridad, y no como una postura religiosa; y en el orden social, su modo de vida austero y retraída, así como su alejamiento de la vida social, fue visto como un reproche al ambiente material y sensual que dominaba la sociedad romana. Ya digo que es un asunto complejo, y se llega a afirmar que los primeros cristianos "fueron perseguidos no por una determinada conducta prohibida, sino por la adscripción a una determinada identidad" (Rosa Ana Alija Fernández, La persecución como crimen contra la humanidad, Barcelona, 2011), es decir, por el mero hecho de ser cristiano.



Busto de Diocleciano (s. III). Museo Arqueológico, Estambul.


Los cristianos, como ocurrió siglos después con los judíos en la Europa medieval, se convirtieron en el perfecto chivo expiatorio para los romanos, quienes les responsabilizaban de todos los males habidos y por haber, como quedó recogido por Tertuliano: "Si el Tíber sale de madre, si el Nilo no riega los campos, si las nubes dejan de llover, si hay temblores, si hay hambre o tempestades, el pueblo grita siempre: Echad los cristianos a los leones". Hasta que en el año 313 el emperador Constantino publicó el Edicto de Milán, que decretaba la libertad religiosa para todos los ciudadanos del imperio, las persecuciones decretadas por los emperadores se sucedieron una tras otra, destacando por su crueldad las de Nerón (64-68), Domiciano (81-96), Septimio Severo (202-210), Decio (250-251) y Diocleciano (303-313), esta última, probablemente la peor de todas, llamada la Era de los mártires por los papas y santos que perdieron su vida durante esos años.

Durante todo ese tiempo en que el cristianismo no tuvo reconocimiento oficial y fue perseguido, los cristianos se reunían en las catacumbas, que en realidad eran lugares de enterramiento colectivo. Allí encontramos las primeras muestras del primitivo arte cristiano, en pinturas y pequeños relieves que servían de decoración a paredes y sarcófagos. En ellas se plasmó el primer arte cristiano, que a través de unas imágenes sencillas e ingenuas transmitía un mensaje de esperanza a unas gentes sobre las que se cernía permanentemente el riesgo de prisión, de la tortura, cuando no de la muerte misma.


Mosaico de pavo real (1ª mitad siglo V). Mausoleo de Santa Constanza, Rávena.


La propia existencia de esas imágenes fue una de las primeras contradicciones que se plantearon en el seno del cristianismo. El judaísmo, del que procedían los primeros seguidores de la nueva fe, era aniconista, es decir, prohibía la representación de imágenes, ya que Dios era inimaginable, inabarcable y, por tanto, irrepresentable; además, tanto en el libro del Éxodo 20,4 ("No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra"), como en el Deuteronomio 5,8 (que vuelve a recoger ese mandamiento), se advierte del riesgo de que la representación de imágenes puede conducir a la idolatría. Sin embargo, el cristianismo es una religión con vocación universal, especialmente tras la irrupción de San Pablo, y terminarán por imponerse las representaciones plásticas, sobre todo porque una ausencia total de imágenes era muy difícil de mantener en la sociedad de la Antigüedad clásica tardía, familiarizada con la representación de imágenes religiosas, con lo cual se veía en ellas un medio eficaz para llegar mejor a los fieles. En cualquier caso, esa tradición anicónica de las primeras comunidades cristianas, bien pudiera explicar la tardía aparición del arte paleocristiano, cuyas imágenes más antiguas se fechan en torno a la primera mitad del siglo III. También por esas fechas comienza el judaísmo a utilizar imágenes.

La nueva iconografía procede, en gran parte, de las comunidades helenizadas de Alejandría, Antioquía y Éfeso, e inicialmente fueron temas del mundo animal y vegetal que deben cumplir una doble condición, la de transmitir el mensaje de la nueva fe, pero al mismo tiempo pasar inadvertidas para las autoridades romanas, o lo que es lo mismo, que no parezcan cristianas. Para ello se valen de una temática que es conocida en el mundo clásico, pero transformando el significado simbólico de los temas en catacumbas y sarcófagos, otro de los emplazamientos en los que primero empiezan a representarse. Un buen ejemplo lo encontramos en la imagen del pavo real. En la antigüedad existía la creencia de que su carne no se descomponía nunca, por lo que para los cristianos se convirtió en símbolo de la inmortalidad, y una forma de representar, sin que se detectase la Resurrección de Cristo. 


Crismón en un sarcófago romano del siglo IV. Museo  Pío Cristiano. Museos Vaticanos, Roma


Entre los símbolos más antiguos está también el del crismón, monograma formado por las letras ji y ro (X y P), las dos primeras del nombre de Cristo en griego, que aparece en numerosos sarcófagos. Antes del cristianismo se había usado como abreviatura de la palabra griega chrêstos (propicio), y se utilizaba como signo de buen augurio. Probablemente este fue el sentido con el que Constantino lo introdujo en el estandarte imperial romano, aunque la tradición cristiana, siguiendo el relato de Eusebio de Cesarea, sostiene que ese fue el símbolo que vio Constantino en un sueño, la noche anterior al decisivo enfrentamiento en Puente Milvio, y que le condujo a la victoria sobre las tropas de Majencio. Sin embargo, no hay ninguna prueba concluyente que el emperador introdujera este signo con ninguna intención cristiana. En los sarcófagos paleocristianos, con el tiempo, el crismón se suele encerrar en un círculo, y en ocasiones, se acompaña también de las letras alfa y omega, primera y última letra del alfabeto griego, y que Dios emplea para definirse a sí mismo en el conocido pasaje del Apocalipsis 1:8: "Yo soy el Alfa y el Omega, dice el Señor Dios, el que es, era y vendrá, el Omnipotente".


Las primeras imágenes de Jesús no trataban de aclarar su persona, sino más bien lo que representaba en aquellos momentos para los fieles de la nueva religión, un salvador, un protector y un guía. Los temas para llevarlo a cabo se tomaron de la antigüedad clásica como el Buen Pastor, que en la iconografía cristiana se representa de dos formas. En la primera, la más utilizada, se reproduce un pasaje del evangelio de Lucas: "¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra?. Y cuando la encuentra la pone sobre sus hombros" (Lucas, 15:4-6). Para representar esta parábola, que simboliza al pecador arrepentido, se tomó prestado un tema de la iconografía clásica, del Moscóforo o del Hermes crióforo griego que porta una oveja sobre sus hombros para conducirla al sacrificio. En algunas ocasiones, como en la imagen que introduce este artículo, se le representa llevando un cubo de leche en la mano, aludiendo así a un pasaje de la primera carta del apóstol San Pablo a los Corintios: "Yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. os dí a beber leche, no alimento sólido, pues todavía no podíais con él; ni siquiera podéis ahora" (3:1-3)


Cristo   como Buen  Pastor. (1ª mitad s. V)  Mosaico en  el Mausoleo de Gala Placidia, Rávena.


En la segunda, Cristo aparece según el relato de la parábola del evangelio de Juan: "Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas. También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a esas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor" (Juan, 10:14-16). Para reproducir este pasaje, los artistas cristianos se inspiraron en la imagen clásica de Orfeo, un joven pastor imberbe tocando la lira y encantando a los animales que se agrupan pacíficamente a su alrededor, transformándose en un símbolo de la salvación.

En otras ocasiones, se le representa también como Cristo Doctor, es decir, como maestro, enseñando la ley, generalmente sentado y con el rollo de los Evangelios en la mano. La forma de representarlo, con túnica y pallium, sandalias y pelo corto, rememora la figura del filósofo y su origen, culto, quizá pudo estar en Alejandría (Inés Ruiz Montejo, El nacimiento de la iconografía cristiana). Esta imagen, que se remonta a las catacumbas, en el siglo III, con el tiempo irá reemplazando a las anteriores.


Pez y panes. Fresco en las Catacumbas de San Calixto, Roma.


Junto con estos temas, abundan las representaciones que tienen que ver con la pesca o motivos náuticos, como el pez, el ancla, el barco, ...., todos ellos relacionados con los sacramentos, como el bautismo y la eucaristía.

El pez es uno de los símbolos más importantes que hace referencia directamente a Cristo. En la antigüedad significaba la fertilidad, por el gran número de huevos que pone, pero los cristianos aprovechan que la palabra griega IXTHYS (pez) les permitía escribir las iniciales de Iesus Khristos Theu Yos Soter (Jesús Cristo, de Dios Hijo, Salvador), y al mismo tiempo, como señalaba Tertuliano, evocaba el agua del bautismo, cuando escribía: "Nosotros somos  pececillos. Cristo es el pez. Nacemos en el agua y sólo nos salvamos si nos mantenemos en el agua". Su presencia junto a los panes constituye un claro símbolo eucarístico, igual que lo son las escenas de los banquetes funerarios, que se convierten en banquete eucarístico.

Escena de banquete funerario (s. III). Catacumbas de San Calixto, Roma
En esta misma línea hay que interpretar las escenas de pesca, con los pescadores echando sus redes y sacándolas llenas de peces. De esta forma se representaba el pasaje evangélico de la pesca milagrosa, en que Jesús le dice a Pedro "desde ahora serás pescador de hombres" (Lucas 5:10).  Si los peces significan el nacimiento de los cristianos, la barca y los pescadores simbolizan la propia iglesia, a la que se comparaba con un barco en el que los creyentes encontraban la seguridad y eran transportados hacia su salvación. Precisamente por eso, Tertuliano comparaba el lugar de culto con un barco, y de ahí procede la palabra nave que se aplica a las dependencias del templo cristiano, del latín navis (barco).

En este grupo de imágenes hay que incluir las numerosas anclas que aparecen en las catacumbas, un símbolo de esperanza tomado de la Carta a los Hebreos, en la que se dice: "Tenemos, pues, promesa y juramento, dos realidades irrevocables en las que Dios no puede mentir y que nos den plena seguridad cuando buscamos refugio aferrándonos a nuestra esperanza. Esta es nuestra ancla espiritual, segura y firme, que se fijó más allá de la cortina del Templo, en el santuario mismo" (Hebreos, 6:18-19).


Jonás arrojado al mar. Catacumbas de Priscila, Roma


Las representaciones de escenas y personajes del Antiguo Testamento también están ampliamente representadas en muchas de las pinturas y relieves de esta época. La mayoría de estas historias, como la de Noé y el arca, Susana y los viejos, Daniel y los leones, Jonás y la ballena, el sacrificio de Isaac, etc., tienen en común la salvación del protagonista, mensaje esencial que se quería transmitir, por lo que se eligieron para muchos monumentos de carácter funerario. Así, por ejemplo, la representación del arca de Noé, simbolizaba para los cristianos el nuevo concepto de Resurrección, quizá porque para los neófitos le resultaba una imagen familiar a través de los mitos griegos y egipcios, en los que los muertos realizaban un viaje en barca al otro mundo. La historia de Jonás, mencionada por el propio Jesús en el evangelio de Mateo (12.40) como prefiguración de su muerte y resurrección, se representaba habitualmente en sarcófagos y catacumbas precisamente por ese simbolismo.

En cambio, la historia de Susana y los viejos procede del Libro de Daniel. y narra lo sucedido con una joven injustamente acusada de adulterio, que quizá fuese un ejemplo para los cristianos perseguidos en aquellos tiempos de la liberación final del mal que les esperaba a ellos.

























Izquierda: Isis amamantando a Horus (332-30 aC). Museo de Bellas Artes, Lyon. Derecha: Virgen con el Niño y el profeta Balaam. Catacumbas de Priscila, Roma


Una de las pocas escenas del Nuevo Testamento, fuera de aquellas que se refieren al mensaje de la salvación, es la de una mujer con un niño en los brazos, que son fácilmente identificables como la Virgen María y el Niño Jesús. Junto a ellos aparece en alguna pintura un personaje masculino que señala una estrella, y que tradicionalmente se relaciona con los profetas Balaam, o Isaías, ya que ambos profetizaron la llegada del Mesías anunciados por una estrella o una luz. La representación de la Virgen con el Niño también parte de un antecedente pagano, la diosa Isis con su pequeño Horus en brazos, cuyo culto se extendió por el Mediterráneo y llegó a Roma.

Cámara del Velado. Catacumbas de Priscila, Roma

Lo que parece desprenderse de estas pinturas es una clara intención catequética, ilustrando a los fieles el camino que había de conducirles a la bienaventuranza eterna, y que habría de producirse en tres etapas. En la primera, Cristo como filósofo les muestra los principios de la fe, en cuyo conocimiento le iniciará la Iglesia. En la segunda, a través de imágenes como el Buen Pastor, les conduce y guía hasta la salvación, Y, finalmente, a través de las escenas que tienen que ver con la resurrección, se alcanza la vida eterna. A propósito de esta secuencia, Inés Ruiz escribe lo siguiente:
"Curiosamente, y quizá intencionadamente, estas tres etapas del camino cristiano parecen estar recogidas en las pinturas de la Cámara de la Velado, del Cementerio de Priscila. Allí el fiel, en este caso cristiana porque la protagonista de esta sucinta historia es mujer, aparece primero como adolescente aprendiendo junto al pedagogo la doctrina de Cristo. Después, en la madurez, se la representa como madre: es la vida cotidiana atenta y sometida a los mandamientos de su fe. Por último, en el centro, como orante, representa la victoria del cristiano: su alma ya se encuentra en el reino de Dios"

Tras la publicación del Edicto de Milán, en el 313, por el que se estableció la libertad de religión en el imperio, el cristianismo dejó de ser perseguido y fue tolerado. La nueva realidad supuso también una nueva etapa en el arte paleocristiano.

El artículo de Inés Ruiz Montejo, El nacimiento de la iconografía cristiana proporciona una magnífica oportunidad para profundizar en el tema que hemos tratado. También resulta útil la información que proporcionan las webs de algunas catacumbas como la de San Calixto y la de Priscila. Las fotografías las hemos tomado de wikipedia.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Copias romanas de esculturas griegas

POLICLETO. Efebo Westmacott. British Museum, Londres. Copia romana en mármol del siglo I aC de un original en bronce del 440 aC aprox. (Fot. British Museum)


Hace ya algún tiempo escribía en este blog sobre las dificultades que encontramos para apreciar en su justa medida el arte griego, y en especial la escultura, debido, por una parte, a la escasez de obras originales griegas y, por otra, a la ausencia de policromía de las copias que han llegado hasta nosotros. Entonces nos extendíamos sobre este último punto, hoy vamos a hacerlo sobre el primero.

Desde finales del siglo III aC empezó a notarse un interés creciente en Roma por la cultura griega en general, y por sus obras artísticas de manera especial. Ese interés se incrementó sobremanera con la ocupación de Grecia en el 146 aC, alcanzó su apogeo en la época de Adriano en el siglo II dC, y se tradujo en la adquisición de obras de arte griegas para el embellecimiento de villas y domus de las acaudaladas familias patricias, pese a la resistencia que opusieron algunos de los sectores más conservadores de la sociedad romana, partidarios de un gusto más austero y contrarios a la elegancia y refinamiento de la cultura helénica.


Amazona herida. Metropolitan Museum of Art, Nueva York. Copia romana en mármol del siglo I-II dC de un original griego en bronce del 450-425 aC aprox. (Fot. Metropolitan Museum of Art, NY)


No pasó mucho tiempo para que la demanda de estas obras se viese superada por la oferta, por lo que los romanos no tuvieron ningún reparo en acudir a la copia de las obras más famosas de la Grecia clásica, convirtiéndose esto en un próspero negocio para los talleres neoáticos de Atenas que exportaron un gran número de obras con destino a la península Itálica, cuando no fueron artistas griegos los que se instalaron en Roma. Pese al indudable mérito artístico que tienen algunas de estas copias, no puede ignorarse que, en la mayoría de los casos, no ofrecen más que una pálida visión del brillo que tuvieron los originales que los inspiraron, de los que  sólo nos ofrecen poco más que una visión general. La comparación entre originales y copias evidencian como las últimas carecen casi todas ellas del modelado sutil y delicado, del naturalismo asombroso y del tratamiento cuidadoso del detalle de las primeras. Tanto es así, que hay quien llega a afirmar que "más que iluminar, confunden la historia de la escultura griega" (H. Honour y J. Fleming, Historia del Arte, Barcelona, 1987, p. 107), y han contribuido a perpetuar en la cultura moderna una idea y una apreciación del arte griego totalmente académica y errónea.


Técnica del sacado de puntos. (Ilustración de J. Lillo Galliani)
Estas afirmaciones, aunque puedan sorprender por rotundas y contundentes, desde luego no carecen de argumentos, como intentaremos explicar en las líneas siguientes. En primer lugar, habría que referirse al método empleado para realizar las copias. El procedimiento tradicional utilizado durante muchos siglos era el de sacado de puntos. Mediante un bastidor fijo con varillas ajustables, se tomaban las medidas de un vaciado en escayola de la pieza original, así se determinaban la posición y la profundidad de las partes fundamentales de la figura, y a continuación se trasladaban cuidadosamente al bloque de mármol del que se obtendría la copia. El proceso se repetía pacientemente, de modo que el modelo queda lleno de pequeños puntitos que luego se labran hasta darle la forma definitiva. Cuantos más puntos se saquen, más fiel será la copia al original. Los romanos parece que utilizaron ese mismo sistema, pero con algunas diferencias, ya que, como muestran las huellas de las esculturas, sólo sacaban un número muy limitado de puntos, y el resto se obtenían por un sistema de triangulación mediante compases, por lo que las copias obtenidas no  reproducían exactamente el original. Los mayores cuidados se dedicaban al rostro, que era el elemento central de la obra y lo que permitía identificar a dioses y figuras, pero incluso en ellos, jugaban los copistas griegos y romanos con los ángulos visuales y el modelado para incrementar la carga emotiva de las imágenes.


SCOPAS. Pothos. Museo Capitolino, Roma. Copia en mármol del siglo II dC de un original griego del siglo IV aC


Ahora bien, esto no sólo no importaba mucho a la clientela romana, sino que en muchas ocasiones eran ellos mismos los que exigían ciertos cambios, unas veces  por una simple cuestión de gusto. De este modo hubo copias que rejuvenecieron, embellecieron o disminuyeron la escala de los modelos originales, incluso a costa de desvirtuar el tema representado. Un ejemplo muy conocido de esto es el llamado Efebo Westmacott, con una belleza juvenil del rostro que hace prácticamente irreconocible el original en bronce de Policleto que se piensa que representaba a un pugilista llamado Cinisco de Mantieneia. Otras veces los cambios se hacían para adaptarlos al emplazamiento o la finalidad de la copia, que fuera del contexto para el que habían sido creados los originales, además de perder las referencias del mismo, quedaban convertidas en meros elementos ornamentales insertos en conjuntos monumentales, como ocurrió con el Pothos de Scopas, del que existen copias simétricas, vueltas a derecha y a izquierda para disponerlas una junto a la otra.

Por último, hay un tercer elemento a tener en consideración, y es que la inmensa mayoría de las copias están hechas en mármol, mientras que una buena parte de los originales griegos, por el contrario,  se habían realizado en bronce. Cada uno de estos materiales requiere una técnica de trabajo diferente. Las estatuas de bronce son mucho más livianas y adoptan posturas más flexibles  e inestables que sus equivalentes en mármol, por lo que se prestan a una gama más amplia de efectos formales. Las de mármol, por el contrario, si están pensadas para estar en posición vertical no pueden tener los pies muy separados, a menos que se disponga un tercer punto de apoyo que garantice su estabilidad, que en  muchas ocasiones consiste en un tronco de árbol. Estos apoyos son claramente antiestéticos,  por lo que las estatuas, la mayoría de las cuales se disponían en nichos, se colocaban cuidadosamente para ofrecer una visión limitada de manera que quedaban prácticamente ocultos e inapreciables. Cuando esto no era posible, el copista recurría al engaño, intentando integrar el apoyo como un elemento narrativo o decorándolo con símbolos que permitían identificar la figura.

A la vista de estas circunstancias podemos entender que muchas de las copias que se hicieron de obras famosas griegas del período clásico eran, en realidad, adaptaciones más o menos libres, y no reproducciones exactas.