sábado, 20 de noviembre de 2010

La importancia de los temas en la obra de arte

Giovanni Bellini. Transfiguración de Cristo (1480-1485). Galería Nacional de Capodimonte, Nápoles.


Muchas veces me pregunto por qué en mis clases me siento en ocasiones como si fuera un profesor de Religión, de Mitología o de Literatura, más que de Historia del Arte. En esta introducción  al Diccionario de temas y símbolos artísticos de James Hall, que escribía Kenneth Clark hace treinta y seis años pueden encontrarse algunas pistas para la respuesta. Supongo que a muchos colegas le pasa exactamente igual, que hay que dedicar muchas horas a lo largo del curso a explicar pasajes mitológicos, bíblicos o literarios que nuestros jóvenes alumnos desconocen por completo y que no hace tanto, incluso para los que no leían habitualmente, eran perfectamente comprensibles. Y no me refiero a la Leyenda Dorada o los Evangelios Apócrifos, por citar algunos de los ejemplos empleados por Clark, sino a otros  mucho más sencillos y accesibles, como que la paloma es la representación del Espíritu Santo, qué es la Santísima Trinidad, quién era Ulises, Teseo, etc. 

En fin, lo ideal sería que leyéramos todas esas historias en sus fuentes originales, pero para los que quieran acortar el camino, le recomiendo el diccionario de Hall, donde brevemente se da cuenta de muchas de estas historias olvidadas. Y os dejo además algunos fragmentos de la introducción de Clark, bastante elocuentes.


Hace cincuenta años se decía que los temas de los cuadros no tenían ninguna importancia; lo único que interesaba era la forma (entonces denominada "forma significante") y el color. Era una curiosa aberración de la crítica, pues todos los artistas, desde los pintores de las cavernas en adelante, habían concedido gran importancia a sus temas; para Giotto, Giovanni Bellini, Tiziano, Miguel Ángel, Poussin o Rembrandt, sería totalmente inconcebible que pudiera llegar el día en que se aceptara una doctrina tan absurda. En la década de 1930 a 1940 comenzó a producirse el cambio de la corriente. El pionero de este cambio en la historia del arte fue un hombre genial y de gran originalidad, llamado Aby Warburg y, aunque por diversas razones él sólo nos dejara algunos fragmentos de su prodigiosa erudición, su influencia dio lugar a un grupo de especialistas que descubrieron, en los temas del arte medieval y renacentista, numerosos niveles de significado que habían sido totalmente olvidados por los críticos "formalistas" de la generación anterior. Uno de ellos, Erwin Panofsky, fue, sin lugar a dudas, el más grande de los historiadores del arte de su época. 

Mientras tanto, el hombre de la calle había ido perdiendo progresivamente su capacidad de reconocer los temas, o de entender el significado de las obras de arte del pasado. Pocos habían leído las obras clásicas de Grecia o Roma, y eran relativamente pocos los que seguían leyendo la Biblia con la misma asiduidad con que lo habían hecho sus padres. Los ancianos se sorprenden muchas veces al comprobar el enorme número de referencias bíblicas que resultan absolutamente incomprensibles para la actual generación. En cuanto a las fuentes más esotéricas de motivos de ilustración, son muy pocos los que han leído la Leyenda Dorada o los Evangelios Apócrifos, a pesar de que sin ellos es imposible captar el significado de obras supremas de arte, como por ejemplo, los frescos de Giotto en la Capilla Scrovegni. 

[...] Los pintores de épocas anteriores trataban con gran seriedad sus temas. Es cierto que, con mucha frecuencia siguieron modelos tradicionales, pero siempre querían que el espectador creyera que los incidentes que ellos reflejaban se habían producido realmente y todavía valía la pena recordarlos. La composición, el diseño, y hasta el color, servían para hacer estos temas más gráficos y comprensibles. Si no sabemos qué representa una imagen o una serie de imágenes, nuestra atención se distrae enseguida y se limita a lo que llamamos nuestra "experiencia estética".

Kenneth Clark (1974), en la introducción a Diccionario de temas y símbolos artísticos, de James Hall. Alianza Editorial (Madrid, 2003).

lunes, 15 de noviembre de 2010

Revista "Atticus" nº 12


Atticus es una publicación electrónica cultural de difusión gratuita hecha con mucho entusiasmo desde Valladolid por Luis José Cuadrado Gutiérrez cuyo primer número apareció en el otoño del 2007. A lo largo de estos tres años han aparecido ya doce números, el último hace tan sólo unos cuantos días. Como vereis, los trabajos y la calidad de la publicación (fotografías, maquetación, presentación, ...) son magníficos, por eso me sentí muy honrado cuando recibí este verano la invitación de su director para colaborar con algún artículo en la revista que estaba preparando para este otoño. No tuve que pensarlo mucho para decidirme y decir que sí. 

En este número 12, podeis leer un conjunto de artículos variados: José Luis Gutiérrez escribe sobre el Belén napolitano; Luis José Cuadrado uno sobre la escultura barroca española del siglo XVII al hilo de la exposición celebrada en Valladolid bajo el titulo de "Lo sagrado hecho real" y en colaboración con Esther Bengoechea la tercera entrega del beso en la historia del arte;   Juan Diego Caballero (todos conoceis su magnífico blog ENSEÑ-ARTE) presenta un trabajo sobre el arquitecto Philip Johnson y sus edificios de cristal; Josep María Osma Boch escribe sobre Catalina de Aragón, la primera de las seis esposas de Enrique VIII; Manuel López Benito nos habla de música clásica mientras podemos escucharla; Rosario Martín Muñoz nos deja un ensayo sobre el escritor portugués Fernando Pessoa; Marina Caballero reflexiona sobre el futuro del libro impreso;  yo mismo un artículo sobre COSTUS, los pintores gaditanos de la movida madrileña; y además  relatos, fotografías, humor, etc. 

Desde la página de Atticus podeis leer y descargaros este y los números anteriores. Por cierto, próximamente Atticus se publicará también en papel en una edición tan cuidada y con tanta calidad como las que nos tiene acostumbrados la edición digital.

sábado, 6 de noviembre de 2010

MIRÓN, "Discóbolo"

MIRÓN.  Discóbolo Lancellotti. Copia romana en mármol del siglo II dC. Palacio Massimo alle Terme, Roma. Fotografía tomada de wikipedia.


"Es un atleta que se inclina y toma impulso para arrojar un disco lo más lejos posible; la cabeza se vuelve hacia la mano derecha, que ase el disco, y el tronco del cuerpo sigue, por decirlo así, el movimiento de la cabeza. La pierna derecha, sólidamente plantada en tierra, se dobla en la rodilla para restablecer el equilibrio, en tanto que la izquierda, encorvada por completo, toca el suelo, sin afianzarse, con la punta del pie".
Luciano de Samosata

Cuando el 14 de marzo de 1781 se descubrió en la Villa Palombara, en Roma, una escultura romana en mármol que representaba a un lanzador de disco, esta descripción del escritor romano Luciano de Samosata y la de otras fuentes como Quintiliano, fueron de gran ayuda para que se la identificara como una copia de aquella otra fundida en bronce por el escultor Mirón hacia el año 455 aC. El mérito del reconocimiento se lo disputaron Giovan Battista Visconti, Ennio Quirino Visconti y el arqueólogo Carlo Fea, a quien se le atribuye en la mayor parte de las informaciones.

Esa copia hallada en 1781 es el llamado Discóbolo Lancellotti, que se puede admirar hoy en el Palacio Massimo, una de las sedes del Museo Nacional Romano y, probablemente, la más fiel reproducción del original griego. Como curiosidad diremos que Adolf Hitler, valiéndose de la afinidad ideológica con los jerarcas fascistas italianos, y a través del Conde Ciano, el yerno de Mussolini, pagó cinco millones de liras del año 1938 para hacerse con ella. En Alemania permaneció durante diez años en la Gliptoteca de Munich, hasta que en 1948 las autoridades italianas consiguieron su retorno.


MIRÓN.  Discóbolo Townley. Copia romana en mármol del siglo II dC. British Museum, Londres (de donde procede la fotografía).


El Discóbolo lo conocemos, por tanto, como tantas obras griegas, no a través de sus originales sino de sus copias romanas, repartidas por diferentes museos europeos. Otra de esas copias es el llamado Discóbolo Townley, que se exhibe en el Museo Británico de Londres, y que es la que recientemente se ha podido admirar en una muestra en Alicante durante el año pasado. Esta copia apareció poco después de la anterior, en 1790, nada menos que en la famosa Villa Adriana en Tívoli, donde el emperador Adriano dio rienda suelta a su pasión por la cultura helénica. El pintor y anticuario inglés Thomas Jenkins se hizo con ella y se la vendió poco después al coleccionista Charles Townley por 400 libras, quien la llevó a Inglaterra. El Museo Británico compró en 1805 la colección de antigüedades de Townley de las que formaba parte el Discóbolo. Esta copia londinense, como se aprecia, se diferencia de la romana en la posición de la cabeza, que mira hacia el frente y no hacia el disco. La explicación la encontramos en un error cometido durante la restauración de la obra.

Aunque estas dos son las copias más conocidas, no son las únicas. En el siglo XVIII, el escultor francés Pierre-Ètienne Monnot realizó una obra llamada Gladiador herido para la que se valió de un torso romano en mármol que procedía también de una copia del Discóbolo. Esta obra también es conocida como Discóbolo Capitolini, por el museo romano donde se exhibe. Y más recientemente, en 1906 se encontró otro torso del Discóbolo que corresponde a otra copia romana del siglo II dC, conocido como Discóbolo Castelporziano, por la localidad italiana donde se encontró.





Izquierda: Discóbolo Capitolini. Museo Capitolino, Roma


 Derecha: Discóbolo Castelporziano. Palacio Massimo alle Terme, Roma

(Fotografías tomadas de wikipedia)

 


El lanzamiento de disco era una de las pruebas que practicaban los jóvenes atletas griegos durante el Pentatlón, que incluía además el salto de longitud, una carrera de velocidad, la lucha y el lanzamiento de jabalina. Podría decirse que era la prueba reina de los Juegos Olímpicos en la antigüedad. De la afición de los griegos por esta disciplina encontramos noticias incluso en algunas historias de la mitología. Quizá la más conocida sea la de Jacinto, el joven amante de Apolo. Una tarde en la que ambos se divertían practicando este juego, el disco de bronce lanzado por el dios causó la muerte por accidente de Jacinto, de cuya sangre derramada Apolo hizo brotar la flor que lleva su mismo nombre. Es por eso que hay quien ha querido ver en el Discóbolo, no tanto una representación de un atleta, como la del propio mito de Jacinto.



MIRÓN. Minotauro (Museo Arqueológico de Atenas). Fotografía de wikipedia.


De Mirón, el autor del Discóbolo no es mucho lo que sabemos. Las fuentes nos dicen que nació en Eleuteras, una ciudad en los límites entre el Ática y la región de Beocia. Plinio, por ejemplo, afirma que su maestro fue el famoso Agéladas de Argos, el mismo que tuvieron también Fidias y Policleto; y que adquirió una gran fama como broncista, técnica que dominó con una gran perfección. La mayor parte de la producción que se le atribuye son estatuas de atletas y héroes, pero también representaciones de animales como una famosa Vaca que estuvo en Atenas y que sólo ha perdurado en epigramas y poemas dedicados a ella. Se han conservado diferentes copias romanas de obras que se atribuyen a Mirón, como por ejemplo, el Minotauro (M. Arqueológico de Atenas), Atenea y Marsias (Museo Vaticano e Instituto de Arte Stadel de Frankfurt), o las diferentes copias fragmentarias del Anadumenos.

De su forma de esculpir se decía que nadie supo captar el movimiento como él lo hacía. Basta ver el Discóbolo para sentir esa maravillosa sensación de movimiento instantáneo, como si el tiempo se congelara.  Ese es uno de los detalles que marca la evolución de la escultura,  la diferencia entre los rígidos y forzados movimientos del estilo severo, a los del clasicismo, armoniosos y naturales, que luego desarrollarían aún más profundamente  sus contemporáneos Fidias y Policleto. Pero la presencia del clasicismo se advierte, incluso más aún, en la compleja composición que plantea Mirón, llena de curvas, espirales y líneas quebradas, en un continuo zig zag que plantea numerosos y diferentes puntos de vista para una misma obra. Parece como si el artista participara también en la disputa filosófica que pocos años antes enfrentaba la concepción estática del mundo de Parménides, con la de Heráclito, quien al contrario afirmaba que el mundo estaba en constante movimiento, como un río.

MIRÓN.  Discóbolo Lancellotti (detalle). Fotografía tomada de galería flickr de S. Sosnovskyi.


Desde luego, hasta entonces no se había visto nada igual ni en Grecia ni en otra parte. Nadie se había esforzado como Mirón por evitar la simetría y el frontalismo, o por representar con tanta fidelidad el cuerpo humano en pleno movimiento, en tensión. Sin embargo, ya en la antigüedad le reprochaban que no supo captar el aspecto emocional de las figuras y los detalles de la expresión, es decir, la frialdad de sus rostros. Sin embargo, ahí es donde podemos entender que reside la esencia del clasicismo griego, en la búsqueda de la belleza, o lo que es lo mismo, de la perfección física y espiritual, y para ello se buscaba la armonía, el equilibrio entre el esfuerzo físico del cuerpo y la capacidad para mantener la serenidad del espíritu, ajena a ese esfuerzo que afronta con absoluta naturalidad. Por todo ello me resulta difícil pensar en una obra donde se conjuguen mejor que en el Discóbolo los ideales clásicos del arte griego.