Giovanni Bellini. Transfiguración de Cristo (1480-1485). Galería Nacional de Capodimonte, Nápoles.
Muchas veces me pregunto por qué en mis clases me siento en ocasiones como si fuera un profesor de Religión, de Mitología o de Literatura, más que de Historia del Arte. En esta introducción al Diccionario de temas y símbolos artísticos de James Hall, que escribía Kenneth Clark hace treinta y seis años pueden encontrarse algunas pistas para la respuesta. Supongo que a muchos colegas le pasa exactamente igual, que hay que dedicar muchas horas a lo largo del curso a explicar pasajes mitológicos, bíblicos o literarios que nuestros jóvenes alumnos desconocen por completo y que no hace tanto, incluso para los que no leían habitualmente, eran perfectamente comprensibles. Y no me refiero a la Leyenda Dorada o los Evangelios Apócrifos, por citar algunos de los ejemplos empleados por Clark, sino a otros mucho más sencillos y accesibles, como que la paloma es la representación del Espíritu Santo, qué es la Santísima Trinidad, quién era Ulises, Teseo, etc.
En fin, lo ideal sería que leyéramos todas esas historias en sus fuentes originales, pero para los que quieran acortar el camino, le recomiendo el diccionario de Hall, donde brevemente se da cuenta de muchas de estas historias olvidadas. Y os dejo además algunos fragmentos de la introducción de Clark, bastante elocuentes.
Hace cincuenta años se decía que los temas de los cuadros no tenían ninguna importancia; lo único que interesaba era la forma (entonces denominada "forma significante") y el color. Era una curiosa aberración de la crítica, pues todos los artistas, desde los pintores de las cavernas en adelante, habían concedido gran importancia a sus temas; para Giotto, Giovanni Bellini, Tiziano, Miguel Ángel, Poussin o Rembrandt, sería totalmente inconcebible que pudiera llegar el día en que se aceptara una doctrina tan absurda. En la década de 1930 a 1940 comenzó a producirse el cambio de la corriente. El pionero de este cambio en la historia del arte fue un hombre genial y de gran originalidad, llamado Aby Warburg y, aunque por diversas razones él sólo nos dejara algunos fragmentos de su prodigiosa erudición, su influencia dio lugar a un grupo de especialistas que descubrieron, en los temas del arte medieval y renacentista, numerosos niveles de significado que habían sido totalmente olvidados por los críticos "formalistas" de la generación anterior. Uno de ellos, Erwin Panofsky, fue, sin lugar a dudas, el más grande de los historiadores del arte de su época.
Mientras tanto, el hombre de la calle había ido perdiendo progresivamente su capacidad de reconocer los temas, o de entender el significado de las obras de arte del pasado. Pocos habían leído las obras clásicas de Grecia o Roma, y eran relativamente pocos los que seguían leyendo la Biblia con la misma asiduidad con que lo habían hecho sus padres. Los ancianos se sorprenden muchas veces al comprobar el enorme número de referencias bíblicas que resultan absolutamente incomprensibles para la actual generación. En cuanto a las fuentes más esotéricas de motivos de ilustración, son muy pocos los que han leído la Leyenda Dorada o los Evangelios Apócrifos, a pesar de que sin ellos es imposible captar el significado de obras supremas de arte, como por ejemplo, los frescos de Giotto en la Capilla Scrovegni.
[...] Los pintores de épocas anteriores trataban con gran seriedad sus temas. Es cierto que, con mucha frecuencia siguieron modelos tradicionales, pero siempre querían que el espectador creyera que los incidentes que ellos reflejaban se habían producido realmente y todavía valía la pena recordarlos. La composición, el diseño, y hasta el color, servían para hacer estos temas más gráficos y comprensibles. Si no sabemos qué representa una imagen o una serie de imágenes, nuestra atención se distrae enseguida y se limita a lo que llamamos nuestra "experiencia estética".
Kenneth Clark (1974), en la introducción a Diccionario de temas y símbolos artísticos, de James Hall. Alianza Editorial (Madrid, 2003).