lunes, 20 de mayo de 2013

Velázquez, el hombre (4): el primer viaje a Italia, al encuentro del arte.

VELÁZQUEZ. La túnica de José (1630), Monasterio de El Escorial. 
Fot. wikipedia
La estancia de Velázquez en la corte de Felipe IV proporcionó al pintor unas oportunidades que pocos artistas de su generación tuvieron, entre ellas la posibilidad de viajar a Italia por dos veces, determinante para completar su formación artística, pero también la posibilidad única de conocer y tratar con algunas de las personalidades más relevantes de su tiempo, como los papas Urbano VIII e Inocencio X, Bernini y hasta el propio Galileo Galilei; además, Italia fue para Velázquez el reencuentro con el amor.

El primer viaje lo realiza Velázquez en 1629, casi inmediatamente después de la partida de Rubens de Madrid. No es difícil considerar que las conversaciones entre ambos durante los meses que permaneció el flamenco en España debieron abrirle los ojos al andaluz sobre las limitaciones de su formación como pintor y la necesidad imperiosa de ampliarla con el conocimiento directo de las obras de los grandes maestros del Renacimiento, especialmente de los venecianos. Es posible, incluso, que ambos pintores pensaran realizar juntos ese viaje, ya que Rubens pensaba viajar de Madrid a Italia, aunque hubo de variar sus planes y viajar primero a Bruselas y luego a Londres para unas negociaciones de paz (HARRIS, 2003, p.15). El viaje parece que fue simplemente un viaje de estudios, aunque se llegó a pensar que pudiera esconder alguna misión secreta de carácter diplomática de la que los monarcas europeos acostumbraban a hacer en alguna ocasión a los artistas, como había sido el caso del propio Rubens, sin ir más lejos.

La reconstrucción de ese primer viaje a Italia ha sido objeto de numerosos intentos por parte de la historiografía especializada, sin embargo, la falta de una documentación más precisa que la que aportan Pacheco y Palomino, no ha permitido saber mucho sobre el mismo, a pesar de que duró año y medio.

VELÁZQUEZ. La Última Cena (1629), copia de un original
de Tintoretto. Real Academia BBAA San Fernando,
Madrid. Fot. de descubrirelarte.es
Velázquez embarca en Barcelona rumbo a Génova en agosto de 1629, acompañando al séquito de Ambrogio de Spinola (a quien años después inmortalizaría en La rendición de Breda), que tenía como objetivo defender los intereses españoles en la sucesión del ducado de Mantua.  De allí pasa a Milán y luego a Venecia, que junto con Roma, constituyen los dos destinos en los que más interesado se muestra Velázquez. En la Serenísima República pudo visitar sus palacios y admirar sus formidables colecciones de pintura, aunque eso sí, para garantizar su seguridad, el embajador español le hizo escoltar constantemente por gente de su servicio, y es que en aquellos días las relaciones entre España y la hermosa ciudad del Adriático no pasaban por sus mejores momentos, ya que defendían intereses contrapuestos en la disputa por la sucesión del ducado de Mantua. La luz y el color de la ciudad atraparon desde entonces, y para siempre, los pinceles de Velázquez, como lo había hecho antes con Tintoretto, Veronés y Tiziano. Durante su estancia veneciana, Velázquez copió algunos cuadros, entre ellos, una obra de Tintoretto en la Escuela de San Rocco que trajo a España, y que, a pesar de las dudas que todavía mantienen algunos historiadores, parece que se trata de La Última Cena que se expone en la madrileña Academia de Bellas Artes de San Fernando.

GUERCINO. La Aurora (1621). Techo del Casino de la Villa Ludovisi, Roma. Fot. wikipedia
Al abandonar Venecia pasó por Ferrara y se detuvo en Cento, donde cuenta Palomino que "estuvo poco pero muy regalado", haciendo referencia, posiblemente, a su encuentro con Guercino, pintor unos pocos años mayor que Velázquez, discípulo de Ludovico Carracci, y que gozaba en aquel momento de una gran fama en toda Italia. La influencia que ejerció la pintura de Guercino puede rastrearse en la humanización de los personajes sagrados, en el tratamiento de los desnudos y en el color de las obras de Velázquez de este período, como La túnica de José La fragua de Vulcano, así como también en el paisaje de las dos pequeñas y maravillosas Vistas de la Villa Médicis. Aunque durante mucho tiempo hubo dudas sobre la fecha de ejecución de estos dos pequeños cuadros, ha quedado demostrado que los hizo durante este primer viaje. El encuentro con Guercino no fue para Velázquez uno más, todo lo contrario, ya que "fue Guercino el artista italiano que más ayudó a Velázquez a encontrar su camino personal" (GÁLLEGO, 1988, p. 80).

JUSTUS SUSTERMANS. Galileo Galilei (1636)
Museo Marítimo Nacional, Greenwich, Londres
Fot. wikipedia
Llama la atención que no se detuviera apenas en Bolonia, la cuna de los Carracci, y que ni siquiera pasara por Florencia, para dirigirse directamente a Roma, envuelta en aquel momento en la polémica entre el caravaggismo radical, encarnado por los bamboccianti, y el clasicismo romano-boloñés del propio Guercino y su gran rival, Guido Reni. A su llegada a Roma, su amigo el cardenal  Francesco Barberini, sobrino del papa Urbano VIII, le buscó unas habitaciones en los Palacios Vaticanos, pero Velázquez  prefería vivir en otro lugar. El embajador de España escribió a Florencia, al Gran Duque de Toscana y consiguió que le diese permiso para alojarse en la Villa Médicis, un favor que sólo se concedía a personalidades muy ilustres que visitaban la ciudad, como fue el caso de Galileo Galilei, que llegó a Roma en mayo de 1630, el mismo mes que Velázquez, "quien pudo ser muy bien uno de los invitados de los que se dijo que habían disfrutado especialmente de la conversación del gran científico" (HARRIS, 2003, p. 17). Galileo, que contaba entonces sesenta y seis años, había venido a la ciudad para presentar  y solicitar el imprimatur de la obra que iba a revolucionar la ciencia moderna, el Diálogo sobre los dos principales sistemas del mundo (aunque no se publicó hasta dos años más tarde), que costaría al científico el penoso y conocido segundo proceso inquisitorial, en el que fue obligado a abjurar de la teoría heliocéntrica en la iglesia romana de Santa María Sopraminerva.

VELÁZQUEZ. Las Meninas (1656). M. del Prado, Madrid
Dibujo de la constelación de Corona Borealis sobre los 

corazones de los protagonistas del cuadro. Fot. wikipedia
En realidad, Galileo y Velázquez, aunque fueron huéspedes al mismo tiempo del Duque de Toscana, se alojaron en lugares diferentes, ya que el primero lo hizo en la residencia oficial, en el Palazzo Firenze, y nuestro pintor en el Palacio del Jardín, o sea, la Villa Medicis, en la que había estado Galileo en una visita anterior quince años atrás. No resulta inverosímil que llegaran a conocerse personalmente, como apunta Enriqueta Harris, ya que es sobradamente conocida la afición del científico a la pintura y su amistad con muchos de los artistas de su tiempo, así como también el enorme interés de Velázquez por la ciencia, y la astronomía en particular. Ese interés llevó a Velázquez a reunir en su biblioteca un buen número de libros científicos, varios de ellos de astronomía y cosmografía, a los que añadió una colección de cinco telescopios, lo que ha permitido, incluso, que se haya utilizado la simbología astrológica para interpretar su obra más famosa, Las Meninas. Ángel del Campo hace de esta pintura una lectura de la continuidad dinástica, entre las figuras de los reyes, representadas en el espejo del fondo, y su hija, la infanta Margarita, en el centro de la composición. En primer lugar, las cabezas de los personajes de la derecha y las manchas de los cuadros, dibujan la constelación de Capricornio, que tiene un marcado signo protector, y cuyo centro es el espejo con los reyes. En segundo lugar, si se unen los corazones de los cinco personajes principales, se forma la constelación de Corona Borealis, cuya estrella central es Margarita Coronae, el mismo nombre de la infanta. De este modo, la continuidad dinástica está en la infanta, ya que conviene no olvidar que en aquel momento era la heredera de la corona española.

BERNINI. Baldaquino de San Pedro (1623-33)
Basílica San Pedro, Roma. Fot. wikipedia
Durante su estancia en Roma, Velázquez  pudo admirar ya la fachada de San Pedro, concluida por Carlo Maderno en 1617, y dispuso de la ocasión de visitar los palacios vaticanos. Sabemos por Pacheco que, a través de su amistad con el cardenal Barberini, a Velázquez se le hizo entrega de las llaves de las salas del Vaticano pintadas al fresco por Zuccaro, y que los guardas tenían orden de facilitar su entrada, a su capricho, a la Capilla Sixtina y las estancias de Rafael, donde pasó muchas horas haciendo dibujos. Así que, como vemos, Velázquez disponía de una gran facilidad de movimientos por todo el recinto. En los meses que pasó allí, Gian Lorenzo Bernini y sus colaboradores (entre los que se encontraba Borromini), estaban trabajando en la basílica de San Pedro, ocupados en la realización del Baldaquino (1623-1633), bajo la cúpula de Miguel Ángel y sobre el lugar donde la tradición situaba la tumba del apóstol San Pedro, en los nichos de los pilares que sostienen la cúpula y las estatuas que hoy se encuentran ellos, y, al mismo tiempo,  en el monumento funerario del todavía papa Urbano VIII.

Aunque no hay constancia que los dos genios, casi de la misma edad, llegaran a conocerse ahora, resulta difícil imaginar que no ocurriera así, estando uno tan cerca del otro, y conocedor Velázquez de los cardenales que protegían a Bernini y otros artistas, por lo que, como apunta Bennassar, "es inimaginable que el pintor andaluz desperdiciara las oportunidades de completar su experiencia de la pintura italiana y de conocer las nuevas orientaciones, cuando la primera finalidad de su viaje era precisamente saberlo todo y comprenderlo todo sobre las artes de Italia, desde el Renacimiento hasta el Barroco" (BENNASSAR, 2013, p. 79)

VELÁZQUEZ. María de Austria, reina de Hungría (1630)
M. del Prado, Madrid. Fot. wikipedia
Desde Roma, y antes de regresar a España, Velázquez se desplazó hasta Nápoles para retratar a la hermana del rey, doña María de Austria, que estaba en la ciudad camino de Alemania para casarse con su primo Fernando de Habsburgo, rey de Hungría, y convertirse más tarde en emperatriz de Austria. Allí hubo de encontrarse y conocer a José de Ribera, lo Spagnoletto, el pintor valenciano afincado desde hacía una década en la ciudad y casado con la hija del pintor Giovanni Bernardino Azzolini. Ribera ocupaba una respetada posición como pintor en la corte de los virreyes españoles y hacía poco que se había convertido en miembro de la  prestigiosa Academia de San Lucas. Curiosamente, en esos años, Ribera experimenta una transformación en su pintura, similar a la que va a darse en el sevillano tras su paso por Italia, alejándose de las influencias de Caravaggio para redescubrir el colorido de los grandes maestros romanos y venecianos del renacimiento, que plasma en obras de una intensa belleza. A partir de ahora, desarrolla el período más fructífero de su carrera. Pacheco, el suegro de Velázquez, destaca también como ambos pintores compartían el mismo talento y habilidad para pintar al natural.


BIBLIOGRAFÍA:
  • BENNASSAR, Bartolomé. Velázquez. Vida. Cátedra, Madrid, 2012.
  • BONET CORREA, Antonio y otros. Real Academia de San Fernando, Madrid. Guía del Museo. Real Academia de San Fernando, Madrid, 2012.
  • CÁMARA MUÑOZ, Alicia; GARCÍA MELERO, José Enrique.; URQUÍZAR HERRERA, Antonio. Arte y poder en la Edad Moderna. Ed. Universitaria Ramón Areces, Madrid, 2010.
  • DEL CAMPO Y FRANCÉS, Ángel. La magia de las Meninas: una iconografía velazqueña. Colegio de Ingenieros, Caminos, Canales y Puertos, Madrid, 1978. 
  • ESPADAS BURGOS, Manuel. Buscando a España en Roma. Lunwerg Editores y CSIC, Barcelona, 2006.
  • GÁLLEGO, Julián. Diego Velázquez. Anthropos, Barcelona, 1988.
  • HARRIS, Enriqueta. Velázquez. Akal, Madrid, 2003
  • JUSTI, Karl. Velázquez y su siglo. Istmo, Madrid, 1999.
  • MARTÍNEZ LEIVA, Gloria y RODRÍGUEZ REBOLLO, Ángel. "La Última Cena de Cristo: Velázquez copiando a Tintoretto". Archivo Español de Arte, 336, 2011, pp. 313-336.
  • PÉREZ SÁNCHEZ, Alfonso. "Velázquez y su arte". Velázquez. Cat. exposición. Museo del Prado, Madrid, 1990, pp. 21-56
  • SÁSETA VELÁZQUEZ, Antonio. "Las Meninas. Magia catóptrica. La reconstrucción tridimensional del cuadro". Cuadernos de los Amigos de los Museos de Osuna, 13, 2011, pp. 89-98. [en línea].
  • SHEA, William R. y ARTIGAS, Mariano. Galileo en Roma. Crónica de 500 días. Encuentro, Madrid, 2003.

miércoles, 8 de mayo de 2013

Velázquez, el hombre (3): amigos y rivales

VELÁZQUEZ. Retrato de caballero (1630-35).
Metropolitan Museum of Art, Nueva York
Fot. Museo del Prado
Algunos expertos la consideran un autorretrato.
La participación de Alonso Cano, Zurbarán y Carreño de Miranda, entre otros, en el expediente para la obtención del hábito de la Orden de Santiago por Velázquez, nos permite abordar otro tema del que se han ocupado los biógrafos del pintor: su carácter y las relaciones que mantuvo con los artistas de su tiempo. La mayoría de las biografías nos muestran un genio de cara amable, adornado de toda clase de virtudes, entre las que destacan la dignidad, la nobleza, la discreción, el cuidado y atención a la familia, en el sentido más amplio, e insisten también que mantuvo una excelente relación de amistad con muchos de sus compañeros de profesión, a los que prestó su ayuda cuando tuvo ocasión de hacerlo. Son estas biografías las que nos describen a Velázquez como un andaluz callado, de carácter melancólico, tranquilo y distinguido, "de temperamento flemático, taciturno, reflexivo y bondadoso, hombre sin hiel y sin vanidad que elaboraba con lentitud sus pinturas y, exigiéndose mucho a sí mismo, las enmendaba y corregía, dejando pasar la vida con el aplomo severo de quien no tiene prisa ni ambición" (LAFUENTE, 1987, p. 313)

Pero no todas sus biografías comparten esta visión amable y desinteresada del genio sevillano. Destacan por su crudeza los calificativos que le dedican Morán Turina y Sánchez Quevedo: antipático, altivo, orgulloso, ambicioso, soberbio, son algunos de los que encontramos salpicando las páginas de presentación de su catálogo, llegando a afirmar que debió ser un hombre, "al contrario de lo que se sostiene tradicionalmente, muy poco modesto e implacable con sus competidores, a los que si benefició en algún momento fue, bien por su propio interés y beneficio, como pudo ser en el caso de Carreño, o porque no le consideraba como un competidor, este último sería el caso de Murillo que no manifestó nunca su deseo de establecerse en Madrid" (MORÁN, 1999, p.8).

ZURBARÁN. La defensa de Cádiz contra los ingleses (1634).
M. del Prado, Madrid. Fot. wikipedia
Para estos últimos queda poco espacio para la duda sobre el verdadero motivo de la declaración de Zurbarán y Carreño en aquel proceso, que no sería otro que el pagar los favores recibidos de Velázquez, y no el fruto de una amistad sincera, como pudieran inclinarse a pensar los primeros. Sin duda que  Velázquez no fue un espíritu puro -nadie lo es-, y seguro que no estuvo ajeno a las envidias, celos o miserias de cualquier otro ser humano, y en su vida, como en la de cualquier otro, debió haber luces y sombras, pero precisamente por eso, tampoco hay que llegar al extremo de negarle cualquier posibilidad de un afecto sincero por aquellos de los que estuvo rodeado a lo largo de su vida. De la misma manera que no todo van a ser luces en su biografía, tampoco todo pueden ser sombras.

Francisco de Zurbarán nació en Fuente de Cantos (Badajoz) en 1598, así que era tan sólo un año mayor que Velázquez. Los dos muchachos debieron conocerse durante los años en que ambos aprendían el oficio de pintor en Sevilla, aunque con distinta suerte, ya que Zurbarán entró en 1614 en el taller de Pedro Díaz Villanueva, un maestro discreto del que apenas se sabe nada, mientras que Velázquez, por su parte, lo hizo en el mejor de la ciudad, el de Pacheco. El aprendizaje de ambos terminó en 1617 aunque, mientras Velázquez se examinó de pintor y abrió su propio taller, Zurbarán nunca se examinó, regresó a Extremadura, se casó y abrió también su propio taller en Llerena, hasta 1628 en que regresa a la ciudad hispalense para convertirse en un pintor importante. No sabemos muy bien cómo, pero en aquellos años está el origen de su amistad, y así lo afirma Zurbarán en las pruebas para el hábito de la Orden de Santiago, en 1658, al decir que hacía cuarenta años que se conocían. Su amistad no se perdió, ni con la marcha de Zurbarán primero, ni con la de Velázquez unos años después a Madrid. Prueba de ello es que cuando Felipe IV encarga en 1634 la decoración del Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, Velázquez consiguió que participase en ella su amigo Zurbarán, el único pintor fuera de los círculos de la corte que lo hizo. Durante aquella estancia Zurbarán debió ser, casi con toda seguridad, uno de los asistentes a la ceremonia religiosa del matrimonio de la hija mayor de Velázquez, Francisca, con Martínez del Mazo, en febrero de 1634. Para el antiguo alcázar madrileño ilustró diez episodios de la vida de Hércules y pintó dos cuadros de batallas, de los que uno se ha perdido y se conserva el otro, La defensa de Cádiz contra los ingleses. La experiencia madrileña, su contacto con Velázquez y el colorido veneciano de las colecciones reales dejaron en él una huella profunda, como demuestra en las santas que comenzó a pintar desde entonces y que muestran en el pintor extremeño un aspecto mundano que hasta entonces era desconocido en su obra.

Tras este encargo, Zurbarán regresa a Sevilla con el título de pintor del rey, y allí permanece hasta 1658 en que, movido por las dificultades del mercado sevillano, se traslada de nuevo a Madrid. Es ahora en esta segunda ocasión, cuando tiene la oportunidad de intervenir como testigo en el expediente de Velázquez.

 
VELÁZQUEZ, Inmaculada (1618-20). Fund. Focus-Abengoa,
Sevilla. Pérez Sánchez la considera obra de Alonso Cano.
Fot. wikipedia
Alonso Cano era granadino, pero se trasladó a Sevilla con su familia en 1614,  cuando contaba con trece años, así que era tres años menor que Velázquez, a quien le unió también una larga amistad que, al igual que la de Zurbarán, provenía de su juventud, cuando ambos coincidieron en el taller de Pacheco. Cano entró a formar parte de él en 1616, un año antes de salir de allí Velázquez, y es posible que asistiese incluso a su boda con Juana Pacheco. Ambos dejaron el taller de Pacheco casi a la vez, es decir, que el granadino apenas si estuvo allí unos ocho meses. Por lo que sabemos, las relaciones de Pacheco y Cano, a pesar de esta ruptura, fueron buenas e incluso se asociaron para algún trabajo, como el del retablo de la parroquia de San Miguel, en Jerez. Así que alguno de los biógrafos de Cano ha llegado a especular que su salida del taller de Pacheco pudo ser en realidad un "traspaso" a su yerno, es decir, que Cano pudo ser el primer aprendiz que tuvo Velázquez en su  recién estrenado taller. Aunque no existe ninguna confirmación documental, "la hipótesis es realmente tentadora, vendría a aclarar algunas incógnitas en la vida y en la obra del maestro granadino; daría una nueva significación al magnífico retrato (¿autorretrato?) de la Hispanic Society  de Nueva York, al tenebrismo naturalista del San Francisco de Borja del Museo de Bellas Artes de Sevilla, explicaría el intenso realismo, absolutamente velazqueño, del Santiago del retablo de San Juan Evangelista de Santa Paula, y de paso aclararía el caso de la Inmaculada que Solange Thierry atribuye a Velázquez y Pérez Sánchez, con el que coincidimos, considera del granadino" (MADERO, 1999, p.342).

La amistad entre ambos pintores continuó después de aquellos años. Según Madero López, la primera llegada de Cano a Madrid se produce en 1634, a instancias de Velázquez, pero no para participar en la decoración del Buen Retiro, como fue el caso de Zurbarán, sino para constituirse como maestro de dibujo del Príncipe Baltasar Carlos, al que pintó en un retrato como cazador, anterior a otro del propio Velázquez. Si fue así, también él estaría presente con seguridad en la boda de la hija de Velázquez, ya que como explicábamos en una entrada anterior, Alonso Cano estuvo bastante unido no sólo al pintor, sino también a la familia Mazo-Velázquez, apadrinando a dos de sus hijos: Inés y José, este último junto con su segunda esposa, Mª Magdalena de Uceda.

A. CANO. Príncipe Baltasar Carlos de caza (1634) 
(anteriormente atribuido a Mtz. del Mazo)
Museo Bellas Artes de Budapest. Fot. wikipedia
Sin embargo, algo debió ocurrir y Cano regresó a Sevilla ese mismo año, quizá, como cuenta Palomino, por una regañina al pequeño príncipe y la queja de este a su augusto padre. El caso es que Cano no vuelve a la corte hasta 1638 (la fecha que generalmente aparece en la mayoría de sus biografías como su llegada a Madrid), requerido como pintor y ayudante de cámara por el Conde-Duque de Olivares, después de un triste episodio que le había llevado a prisión por unas deudas, y de la que pudo salir gracias a la fianza que depositó el artista Juan del Castillo, en cuyo taller estaba terminando de formarse por entonces Bartolomé Esteban Murillo.

Otro de los que testificaron a favor de Velázquez en el proceso para la concesión del hábito de Santiago, fue el asturiano Juan Carreño de Miranda, nacido en 1614 y, por tanto, de una generación posterior a la de Velázquez, de quien fue discípulo, amigo y protegido. En 1658, cuando se está solicitando el citado expediente, Velázquez acaba de seleccionarlo como uno de los encargados de la decoración del Salón de los Espejos, con la que se esperaba impresionar a la delegación francesa que venía a pedir la mano de la infanta Mª Teresa para Luis XIV. Con el tiempo, Carreño llegaría a ser, él mismo, pintor de cámara del rey Carlos II. No deja de tener interés que el monarca, para premiar a su pintor, quisiera concederle a Carreño el mismo hábito que a su maestro, sin embargo, éste lo rechazó. La historia la recoge Palomino, quien atribuye el rechazo a su naturaleza modesta, ya que él si que tenía origen noble. Desde entonces siempre se ha repetido la historia de un modo parecido, sin embargo, el motivo pudo ser bien diferente. En realidad, sí que tenía orígenes nobles, pero sus padres nunca estuvieron casados, así que era hijo natural, condición que siempre mantuvo oculta, por lo que el rechazo pudo ser debido "a una sensata prevención de nuestro pintor ante los trámites e investigaciones minuciosas sobre su naturaleza y ascendencia que requerían las pruebas de nobleza y limpieza de sangre -especialmente endurecidas tras el Capítulo General de Órdenes de 1652-53- para entrar en una de las órdenes militares. El propio artista tuvo ocasión de comprobar el rigor y extremos apuros que padeció el gran Diego Velázquez para obtener la venera santiaguista (...), de lo que Carreño tomaría buena cuenta para no verse en semejante descubierto. Como es sabido, la condición de hijo natural era punto menos que insoslayable para ingresar en una orden" (GONZÁLEZ SANTOS, 1986, p. 35)

 MURILLO. San Diego de Alcalá dando de comer a los pobres (1645-46)
Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid. Fot. wikipedia
También se ha destacado las muestras de afecto y amabilidad que tuvo Velázquez con Murillo durante su estancia en la corte. Murillo nació en Sevilla en 1617, cuando Velázquez inicia su andadura como pintor independiente, así que era mucho más joven. Palomino nos cuenta que el primer contacto entre ambos pintores pudo producirse entre 1643 y 1645, cuando Murillo "pasó a Madrid, donde con la protección de Velázquez, su paisano (pintor de cámara entonces) vio repetidas veces las eminentes pinturas de Palacio y del Escorial, y otros sitios reales, y casas de señores; y copió muchas de Ticiano, Rubens, Van Dick, en que mejoró mucho la casta del colorido, no descuidándose en el dibujo por las estatuas, y en las academias de esta corte; y más con la corrección, y gran manera de Velázquez, cuya comunicación le importó mucho". El Velázquez que descubre Murillo ya es un pintor maduro, que había viajado a Italia por primera vez, se había desprendido de su naturalismo inicial y  su obra se había inundado de luz y color. Aunque esta presencia de Murillo en la corte no está probada documentalmente, este viaje explicaría la seguridad y personalidad con que ejecuta la obra maestra de su juventud, el conjunto del Claustro Chico de San Francisco, en Sevilla (NAVARRETE, 2009, p. 22). Lo que sí está comprobada es su llegada a Madrid en 1658, el año en que Velázquez está tramitando su expediente para el hábito de la orden de Santiago, y probablemente se relacionaría aquellos meses con los pintores sevillanos que estaban en la corte, Zurbarán, Cano y, sobre todo, Velázquez, que le hospedó en su casa, le mostró las colecciones reales y hasta le permitió copiar varias obras suyas (BENNASSAR, 2011, p. 27).

VICENTE CARDUCHO. La expulsión de los moriscos (1627). Museo del Prado, Madrid. Fot. Museo del Prado

Con quien sí que parece claro que no tuvo buenas relaciones fue con alguno de los pintores de la corte, como el florentino Vicente Carducho, autor de una de las obras teóricas más importantes de la pintura del siglo de oro español, Diálogos de la pintura (1633). A través de ocho diálogos entre un pintor y su discípulo, Carducho defiende la pintura como un arte liberal. Lo curioso es que en todo el libro no se menciona ni una sola vez a Velázquez, y éste correspondió al olvido del italiano no incluyendo ningún ejemplar de esta obra en su, por otra parte, excelente biblioteca.

A. NARDI. Inmaculada Concepción (1619-20)
Convento de las Bernardas, Alcalá de Henares
Fot. wikipedia
Parece que el origen de la enemistad entre ambos pintores estuvo en los celos que Velázquez despertó tras su llegada a la corte. Carducho vino a España en tiempos de Felipe II, para trabajar en la decoración del Escorial, y disfrutaba un gran prestigio en la corte de Felipe IV, así que la llegada del sevillano le restó buena parte de su protagonismo, lo que seguramente no debió ser de su agrado, y se dedicó a hacer comentarios insidiosos sobre él, diciendo que su habilidad artística se limitaba a pintar cabezas para sus retratos y que era incapaz de componer historias. El asunto fue cobrando tanta importancia que el propio rey Felipe IV terminó por ordenar en 1627, una especie de concurso o competición entre los pintores de la corte para dilucidar quién pintaba mejor, aunque hay quien insinúa que fue el propio Velázquez quien forzó ese enfrentamiento abierto (MORÁN, 1999, p. 6). Para ello se eligió como tema la expulsión de los moriscos de los reinos peninsulares, que había sido decretada por Felipe III en 1609, y actuaron como jurados del mismo Giovanni Battista Crescenzi y Juan Bautista Maino, quienes dieron el triunfo al joven sevillano frente a Vicente Carducho, Angelo Nardi y Eugenio Caxés. Lamentablemente, la obra de Velázquez se perdió en el incendio del Alcázar de 1734 y sólo se conoce una breve descripción realizada por Palomino unos años antes. Lo único que se conserva actualmente de aquel concurso es el excelente dibujo preparatorio de uno de sus rivales, Carducho. A partir de aquel momento, el encumbramiento de Velázquez fue en aumento y, por el contrario, se inició el declive artístico de Carducho y del tipo de pintura que él representaba.

La llegada de Velázquez a la corte no sólo parece que preocupó a Carducho, sino también a Angelo Nardi y Eugenio Caxés (o Cascese). Eugenio Caxés, unos veinte años mayor que Velázquez, fue pintor del rey Felipe III desde 1612. Era hijo de Patricio de Cascese, un italiano de estilo manierista que había trabajado como decorador en El Escorial y cuyo mayor mérito había sido traducir a Vignola al castellano. La figura de Caxés fue ensalzada mucho en su época y fue amigo personal de Lope de Vega. Por su parte, Angelo Nardi era florentino, y llegó a Madrid en 1615. Si al principio manifestó alguna animadversión a Velázquez, esta debió superarla con el tiempo, ya que siempre estuvo muy cercano a Velázquez e incluso llegó a testificar a su favor en el proceso incoado para la concesión del hábito de la Orden de Santiago.

VELÁZQUEZ. Juan Martínez Montañés (1636)
M. Prado, Madrid. Fot. wikipedia
No sabemos cómo pudieron afectar a Velázquez, o cómo los vivió, los pleitos y disputas que enfrentaron entre sí a algunos de sus familiares y amigos. Uno de ellos fue el que sostuvieron su suegro, Francisco Pacheco y el escultor Martínez Montañés, a quien llamaban en Sevilla el Dios de la madera. Montañés era mucho mayor que Velázquez, ya que le llevaba treinta y un años, pero era uno de los habituales en la tertulia erudita que se reunía en el taller de Pacheco cuando Velázquez era todavía un aprendiz. Fue allí donde le conoció y donde nació una sincera amistad y admiración por el escultor, que trasluce en el emotivo retrato que pintó de él hacia 1636, en el que nos lo muestra con el palillo de modelar en su mano derecha, trabajando lo que parece una cabeza del rey Felipe IV. Pacheco, que colaboró con Montañés policromando algunas de sus esculturas,  lo denunció en 1622, acusándolo de lo que hoy llamaríamos intrusismo profesional, porque contrató la pintura del retablo del convento sevillano de Santa Clara, cuando no podía hacerlo, ya que no era pintor, sino escultor.

Otro es el que enfrentó a dos de sus amigos. En 1630, Zurbarán se trasladó a Sevilla requerido por el consejo municipal, asegurándole que recibiría todo tipo de ayuda y sería ampliamente recompensado. Sin embargo el gremio de los pintores sevillanos, con Alonso Cano a la cabeza, lo denunció por ejercer la pintura sin haber sido examinado como pintor, como exigían las ordenanzas municipales. Zurbarán se defendió acusando a los pintores sevillanos de actuar movidos por la envidia. Argumentó que había sido invitado a trasladarse a la ciudad porque se le consideraba hombre insigne, y que, ya que las ordenanzas habían sido hechas para evitar que se dedicaran a la pintura personas ignorantes, y puesto que él no lo era, como reconocía el propio Consejo al llamarle insigne, no sería lógico que los pintores trataran de tener más autoridad que las autoridades municipales. En realidad, aunque este asunto ha sido uno más de los que han contribuido a formar la imagen antipática de Alonso Cano, éste no hacía más que exigir el cumplimiento de la norma en igualdad de condiciones para todos, aunque no deja de ser cierto que Cano dominaba casi en solitario el mercado sevillano, y la llegada de Zurbarán suponía una seria amenaza. El asunto se saldó de manera favorable para éste último, que no sólo quedó exento del examen, sino que además recibió un encargo del propio ayuntamiento.

BIBLIOGRAFÍA:
  • ALONSO-PIMENTEL PÉREZ DE LOS COBOS, Carmen. "Velázquez, un pintor al servicio del rey". Los papeles de Pedro Morgan: Malos tiempos para el cardenal Mazarino. El Tratado de la Paz de los Pirineos revisado en su 350 aniversario (1659-2009), núm. especial II, 2011, pp. 10-28 [en línea].
  • BENNASSAR, Bartolomé. "Velázquez íntimo, la cara oculta del genio". La aventura de la Historia, 150, 2011, pp. 20-27.
  • CRUZ VALDOVINOS, José Manuel. "Sobre el maestro de Zurbarán y su aprendizaje". Boletín del Seminario de Estudios de Arte y Arqueología, tomo 57, 1991, pp. 490-492 [en línea].
  • GONZÁLEZ SANTOS, Javier. "Una hipótesis acerca del nacimiento de Juan Carreño de Miranda y otras notas carreñistas". Liño, 6, 1986, pp. 33-57 [en línea].
  • LAFUENTE FERRARI, Enrique. Breve historia de la pintura española (tomo II). Akal, Madrid, 1987.
  • MADERO LÓPEZ, José Carlos. "La estancia de Alonso Cano en Madrid en 1634". Cuadernos de Arte e Iconografía, 16, 1999, pp. 341-360 [en línea].
  • MORÁN TURINA, Miguel y SÁNCHEZ QUEVEDO, Isabel. Velázquez. Catálogo completo. Akal, Madrid, 1999.
  • Museo Nacional del Prado. Enciclopedia online [en línea].
  • NAVARRETE PRIETO, Benito. "La personalidad artística del joven Murillo: del naturalismo a la apreciación del desamparo y la justicia social en la Sevilla de la época". El joven Murillo (Catálogo de la exposición, Bilbao y Sevilla, 2010). Museo de Bellas Artes de Bilbao y Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, Bilbao, 2009, pp. 17-43.
  • PÉREZ SÁNCHEZ, Alfonso. "Velázquez y su arte". Velázquez: exposición Museo del Prado. Museo del Prado, Madrid, 1990, pp. 21-56.
  • SÁNCHEZ QUEVEDO, Isabel. Zurbarán. Akal, Madrid, 2000.
  • VALDIVIESO, Enrique. Murillo. Alianza Ed., Madrid, 1994.

Related Posts with Thumbnails